“Ayer tenía 23 citas concertadas y atendí a 32 personas. Me quedé por la tarde”, explica Ana María Aranda. Es trabajadora social en Ribera Baja del Ebro, una comarca aragonesa de apenas 9.300 habitantes, donde actúa como “puerta de acceso” al sistema de servicios sociales para personas en situación especialmente vulnerable: familias en riesgo de exclusión social, menores, nuevas realidades con inmigrantes sin redes de apoyo o personas con discapacidad, entre otras.
“No noto menos personal, pero sí más demanda”, reconoce, lo que no deja de suponer un aumento de trabajo que asume con cierto aire de resignación: “¿Trabajo de 8 a 15h? No, siempre meto alguna tarde ¿Es obligatorio? No, pero es necesario si quieres intervención comunitaria”.
Ana María es también un ejemplo de cómo los trabajadores de servicios sociales que se encargan de atender las necesidades más básicas de los colectivos más vulnerables han paliado a veces con su esfuerzo personal los recortes en este sector.
En el caso de Aragón, la inversión en políticas sociales disminuyó, de 2009 a 2017, un 7,9%, según datos del índice de desarrollo de los servicios sociales 2017 (índice DEC), elaborado por la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes en Servicios Sociales. Pero la tónica se repite en el resto de comunidades autónomas donde, de media, la inversión ha caído en estos 8 años un 7,1%, con “gráficas en forma de U, tras los años de plomo de 2012 y 2013”, indica el presidente de la asociación, José Manuel Ramírez.
De hecho, solo seis han superado la inversión de 2009 y algunas lo han hecho por la mínima. A saber, Comunidad Valenciana (0,22% más), Asturias (0,5%), Cantabria (1,20%), País Vasco (1,87), Navarra (7,94) y Baleares (7,96%).
Sofía prefiere no decir su nombre real para no señalar su lugar de trabajo en un ayuntamiento de las Islas Canarias donde se encarga de dar atención primaria y servicios de infancia y familia, muchas veces sin los recursos adecuados. “Nos hemos visto comprando folios o escribiendo con papel de calco porque no tenemos impresora”, relata. Una situación que “se viene dando desde hace cinco años” y que afecta a los talleres que realizan, por ejemplo, con menores en riesgo de exclusión social.
“Antes de los recortes había programas preventivos preciosos, con intercambios con los chicos entre islas, excursiones… Ahora nosotras mismas tenemos que desarrollar los talleres que impartimos. Cuando hacemos alguna propuesta, lo primero que te dicen es que no hay recursos y que lo único que tienes son tus dos manos y tus dos piernas. Y estamos hablando incluso de cartulinas. Al final, acabas comprándola tú”, relata.
“Dentro del aula no se cuestiona que no hay dinero”
“Dentro del aula no se cuestiona que no hay dinero”, indica Feliciano Hípola. Es educador en un colegio concertado de educación especial en la Comunidad Valenciana, donde vivieron los momentos más críticos entre 2011 y 2012, cuando llegaron a estar “hasta seis meses sin cobrar”. Por aquel entonces, los trabajadores de este centro donaron a la institución una paga extra y media para continuar con la atención a los chicos y chicas, de 4 a 21 años. “Hoy por hoy estamos al día de pagos, aunque a la espera de cobrar dos subvenciones para mejoras en las instalaciones, para las que las asociaciones tienen que anticipar el dinero”, explica.
No obstante, durante todo este tiempo, admite que han continuado “haciendo actividades y echando horas con tal de que los chavales no se pierdan nada”. Por ejemplo, llevan cuatro cursos realizando el proyecto ‘Luces para la inclusión’. Se trata de una actividad en la que, junto a alumnos de un colegio público ordinario, realizan un cortometraje en horario extraescolar.
“Este año, por primera vez, hemos conseguido que esas horas estén dentro del horario lectivo”, indica Hípola. Pero su implicación va un paso más allá: “Llevamos 20 años participando en la feria medieval del pueblo, en la que preparan materiales para venta y nos tiramos en el puesto todo el fin de semana. En otros centros, por ejemplo, hay compañeros que se los llevan a un partido de futbol a título personal”.
Los colectivos que trabajan con personas dependientes también han sentido los recortes. Lo explica Ángeles Almarza, trabajadora social en una de las grandes residencias públicas de mayores de Madrid y secretaria de la sección sindical de UGT: “En 2012 empiezan a ingresar por la Ley de Dependencia mayores muy grandes dependientes y a reducirse las plantillas de los centros, al no cubrir las vacantes por jubilación o fallecimiento”. El servicio continúa dándose, dice, “a costa de los trabajadores”. “Ha habido funciones que no son propias de una categoría, pero que realizamos” o trabajos que se realizan “lo más rápido posible” para que dé tiempo a atender a todas las personas, pero esto “acaba pasando factura”, señala. “Aquí ha habido muchas bajas por estrés, mucha ansiedad”.
Sobrecarga y presión “insostenible”
“Muchos compañeros piensan incluso en cambiar de trabajo, porque la sobrecarga y la presión, tanto de la población como de los superiores, hace que sea insostenible”, explica el vicepresidente del Colegio Oficial de Trabajo Social de Las Palmas, Ismael de la Fe. Precisamente, el pasado martes, en otro sector afectado por los recortes, el de Sanidad, dimitieron en bloque el 80% de los jefes de Atención Primaria de Vigo, por la “sobrecarga de trabajo” y la “política indiscriminada de recortes” de la Xunta, que ha llevado a tener que atender hasta a 40 pacientes al día.
El pasado mes de octubre, los trabajadores de diez centros de servicios sociales de Sevilla secundaron una huelga, casi al 100%, para protestar por el “colapso”. Hace unos meses, los trabajadores del centro de primera acogida de Hortaleza, en Madrid, denunciaron el hacinamiento que sufrían los menores y que ha reconocido la propia Comunidad. Cuarenta y cinco de ellos están de baja, según informó Cadena Ser.
Una situación parecida se da en los centros de Recepción y Acogida de Vergé de Lledó, en Castellón que, según el técnico especialista en menores y sindicalista de CC.OO. Miquel Soler, están organizados para 12 plazas cada uno y han llegado a albergar hasta 30 y 17 menores respectivamente. “La gente está muy quemada, con patologías físicas y psíquicas. Y tú, quieras o no, tienes ahí a un niño y lo vas a atender igual. Por supuesto que lo vas a atender. Trabajamos a turnos y a veces te vas y un compañero se pone enfermo y te quedas dos o tres horas más, o doblas turnos continuamente”, relata.
“La gente da lo mejor que puede de sí misma y hace el esfuerzo suplementario que supone trabajar en estas condiciones y a costa de su salud”, añade antes de señalar que este trabajo “nos crea cierto aislamiento social”. La implicación personal de estos trabajadores les plantea, no obstante, un dilema. “No queremos ser cómplices de un sistema que no funciona, ni tapar unos agujeros que no son nuestros”, indica Sofía.
“Tiras más de las redes comunitarias, de las asociaciones y de la solidaridad de los vecinos. Resuelves el problema, pero la situación se hace más evidente y la gente queda más marcada”, razona Aranda. Y lo desarrolla: “Te hace sentir que vas marcha atrás cuando teníamos unos derechos conseguidos. Todos tenemos derecho a unas cosas básicas. No se puede permitir que una familia esté sin luz, no tenga un techo o, incluso, que no tenga galletas si hay niños. Tiramos del ‘por favor’, cuando no debería ser así. La implicación personal es bonita, pero a nivel de derechos sale muy cara”.