De cómo reyes y aristócratas llenaron España de híbridos y especies invasoras por el gusto de cazarlas
La afición a la caza y la pesca ha reconfigurado los ecosistemas de nuestro país y constituye una de las principales vías por las que se han introducido especies invasoras y otras que compiten o se hibridan con los animales autóctonos, lo que los pone al borde de la desaparición. Según estudios recientes, una cuarta parte de los mamíferos y un tercio de las aves introducidas en el último siglo en Europa han sido liberadas por los cazadores con fines recreativos. Y lo mismo ha sucedido con decenas de especies de peces soltadas en ríos y embalses para el disfrute de los pescadores y en perjuicio de la biodiversidad.
Una revisión publicada en 2017 cifra en el 24,3% las especies de mamíferos exóticos y en el 30,2% las especies de aves exóticas que han sido liberadas principalmente para cazar, “lo que revela que la caza ha sido una motivación importante para la introducción intencional de especies en Europa”, subrayan los investigadores. El primer autor de este trabajo, Antonio J. Carpio, del Instituto de Investigación en Recursos Cinegéticos (IREC), añade un dato relevante: “En los países con más tradición de caza ha habido más introducción de especies exóticas”.
A gusto del señor
La costumbre de introducir especies para darse el gusto de capturarlas se remonta muy atrás, desde los romanos a los tiempos de la monarquía de los Austrias, que se encapricharon de determinados mamíferos, aves y peces y decidieron importarlos a sus territorios. De entonces proceden algunas especies muy llamativas, como faisanes, pavos reales y algunos ánsares que se traían de Asia. El investigador Miguel Clavero, de la Estación Biológica de Doñana (EBD-CSIC), ha documentado recientemente el transporte de unas aves parecidas a las perdices, los francolines, desde regiones orientales hasta la corona de Aragón en el siglo XV y cómo posteriormente, por expreso deseo del rey Felipe II, se llevaron a los Sitios Reales. Una introducción que se refleja en varios bodegones conservados en el Museo del Prado y en textos de Cervantes o Quevedo, y que se extiende hasta hoy.
Clavero también ha descrito la llegada a España en la misma época de las primeras carpas y de los que hoy consideramos nuestros cangrejos autóctonos, que en realidad son cangrejos italianos que llegaron como un regalo del gran Duque de La Toscana al rey español, según este experto. No por casualidad, ya en el siglo XX, fue un aristócrata vinculado a las mismas casas reales quien introdujo otra especie invasora, el cangrejo rojo americano. Entre 1973 y 1974, Andrés Salvador Habsburgo-Lorena liberó cientos de ejemplares traídos de Luisiana que son los antepasados de los que hoy pueblan nuestros ríos.
Aunque las grandes invasiones proceden del siglo XX, advierte Clavero, “es verdad que reyes y aristócratas pusieron en marcha la rueda para traer animales para cazar y pescar y que es el mismo proceso que ha llevado a lo que hoy sucede con las perdices de granja o las truchas arcoíris”. “No sé si fueron los que empezaron, pero desde luego se encargaron de potenciarlo muchísimo”, admite Antonio J. Carpio. “Con las grandes monarquías europeas la caza era una actividad en la que se procuraba que el rey o los señores feudales tuvieran a su disposición estos animales”, coincide Miguel Ángel Hernández, biólogo y coautor del informe El impacto de la caza de Ecologistas en Acción. “A partir de ahí se han ido gestionando las especies hasta llegar a la época industrial y la introducción de especies como el arruí o el gamo, el muflón, introducidas con la misma intención”.
Industrialización de la caza
Para Hernández, lo que vivimos ahora es una “industrialización de la caza”, en la que se ha extendido aquella vieja práctica para aplicarle la lógica de “maximizar los beneficios”. Eso ha llevado a que una buena parte de las especies estén en declive por problemas como la contaminación genética y la introducción de especies invasoras. “La situación de la perdiz roja es paradigmática”, apunta. “Cada año se liberan del orden de dos millones y medio de perdices de granja en España y son las que se están cazando, porque a la perdiz natural se la ha llevado al borde de la extinción”.
Otro buen ejemplo es el de la codorniz japonesa (Coturnix japonica), incluida junto al muflón y el arruí en el Catálogo Español de Especies Exóticas Invasoras. “La suelta de ejemplares procedentes de granjas con fines de aprovechamiento cinegético resulta habitual en distintas regiones españolas”, dice el documento oficial del Ministerio de Transición Ecológica, en el que también se destaca el daño que producen estos animales foráneos a las poblaciones silvestres de codorniz común (Coturnix coturnix) a través de la hibridación. Y en una situación parecida se encuentra el ciervo ibérico (Cervus elaphus hispanicus), que se enfrenta a un riesgo de alteración genética que podría suponer su desaparición como subespecie ibérica debido a la introducción de otras subespecies europeas para “cruzarlos con los autóctonos y producir individuos con trofeos de mayor tamaño”.
“El daño ya está hecho”, asegura Hernández. “Durante décadas se han estado soltando ciervos de procedencia centroeuropea, de mayor tamaño, tanto de cuerpo como de la cuerna, y el nivel de contaminación genética es bastante alto”. A diferencia de lo que sucede con las perdices, no se cazan todos los ciervos que hay —que es una población muy amplia—, sino que muchos se conservan en grandes fincas cercadas, donde se les ofrecen las mejores condiciones para que críen mucho, con suministros constantes de agua y pienso, una dinámica que es más propia de una ganadería que de una especie silvestre.
“Es literalmente una granja gigante”, asegura Hernández. Un patio de recreo cinegético que tiene el tamaño de un país, si tenemos en cuenta que entre el 80 y el 90% del territorio nacional está dedicado a cotos de caza, lo que queda al descontar las zonas urbanizadas y los parques nacionales. En este sentido, le parece muy significativo que la gestión de la caza, que siempre había recaído en departamento de gestión de recursos naturales, poco a poco se haya ido derivando a departamentos que se encargan de la ganadería, o que a nivel estatal no las lleve Medio Ambiente, sino Agricultura. “Esto refleja bien el distanciamiento de este sector respecto al medio ambiente y que las administraciones piensan que es un recurso ganadero”, asevera.
Extraños en el río
La pesca recreativa también ha sido la principal causa de introducción de peces establecidos en España, según ha podido constatar Benigno Elvira, catedrático de Biodiversidad, Ecología y Evolución en la Universidad Complutense (UCM) junto a otros investigadores. “Hay numerosísimas especies invasoras”, explica. “Nosotros hemos identificado alrededor de 20 especies que se han introducido y lo ha hecho alguien por algún interés particular ligado a la pesca o se han escapado de acuicultura”. Esta introducción de especies exóticas ha llevado a situaciones surrealistas, como embalses donde ya solo quedan especies foráneas. “Hemos documentado ecosistemas españoles donde los lucios franceses se comen a los cangrejos de Alabama”, describe el experto.
Hemos documentado ecosistemas españoles donde los lucios franceses se comen a los cangrejos de Alabama
Al mismo tiempo, las administraciones se han inventado una fórmula llamada cotos intensivos de pesca, tramos de río en los que sueltan miles de truchas arcoíris para que los pescadores las atrapen, aunque es una especie de Norteamérica que compite con las truchas locales. “Incluso se dan permisos periódicos para pescar salmones del Danubio en el río Tormes”, apuntilla Elvira. En su opinión, lo que ha pasado en España es que el ejercicio de la pesca se dirigió hacia las exóticas hacia mediados del siglo XX, un punto de inflexión que casi se podría reconocer en las páginas de las revistas como Caza y pesca, donde las galerías de imágenes muestran que los pescadores pasan en un momento dado “de posar con truchas y salmones a llenarlo todo de lucios y black-bass”.
“Las administraciones gestoras tienen mucha inercia, y tenemos una gestión anclada en ideas de los viejos tiempos”, señala Elvira. “Tuvimos un jefe de Estado que era cazador y pescador, pero la idea del fomento de la pesca de los 40 no sirve en la actualidad”. Para comprender mejor la historia, han quedado bien documentados los momentos en que se promocionó esta filosofía, como la suelta de las primeras gambusias en 1921, con la idea de que se comieran las crías de los mosquitos para combatir el paludismo, la llegada del lucio desde Francia en 1949 con fines deportivos o la suelta de 32 alevines de siluro procedentes del río Danubio en el embalse de Mequinenza, en 1974, los abuelos de los monstruos insaciables que hoy habitan en algunos de nuestro ríos.
Una puerta que sigue abierta
Aunque la tendencia a introducir nuevas especies para cazar ha ido disminuyendo en las últimas décadas, gracias a mayores controles, la caza sigue siendo una “puerta de entrada abierta” para estas intrusiones, según advierten los científicos, y se siguen reportando nuevas introducciones como el conejo de cola blanca (Sylvilagus floridanus) en Italia, o la del jabalí en Irlanda y Suecia. “Hay una regla que dice que, de cada 100 especies introducidas, 10 sobreviven y una se convierte en invasora”, indica Antonio J. Carpio. “Pero meten muchas especies y normalmente les interesan las que tienen más posibilidad de ser invasoras, porque son especies con alta reproducción y alta adaptabilidad”.
Paradójicamente, en ocasiones los cazadores se ofrecen como solución a un problema de sobreploblación que han producido estas introducciones de animales de granja, o la cría de ciervos y jabalíes en fincas donde los alimentan e incluso medican contra enfermedades y parásitos. “Es la pescadilla que se muerde la cola”, reconoce el experto.
Los cazadores introducen las especies que tienen más posibilidad de ser invasoras, por su alta reproducción y alta adaptabilidad
“En estos lugares, a los que han llamado cuarteles de caza comercial, se practica una modalidad de caza que no es más que un tiro al blanco”, asegura Miguel Ángel Hernández. Como denunciaron los Delibes, recuerda, se trata de una especie de caza de bote, “en la que no hay más que la satisfacción de apostarse y disparar como lo harías sobre un plato de tiro al blanco; la diferencia es que lo haces con un animal vivo”. Y, como pasaba en tiempos de Felipe II, se trata de personas con un gran poder adquisitivo, cuyo capricho de disparar contra los animales está generando graves daños en la biodiversidad.
“El movimiento de especies viene de hace muchos siglos”, asegura Miguel Delibes Mateos, investigador del Instituto de Estudios Sociales Avanzados (IESA-CSIC), quien cree que las prácticas de monarcas y aristócratas en el pasado quizá ayudó a establecer esta cultura de “reemplazo”. Una costumbre que ha calado entre las clases sociales más altas (como el sonado caso de los cruces de ciervos con ejemplares de Nueva Zelanda para mejorar la cornamenta) y a nivel popular. “Muchos cazadores están en contra de estas introducciones —matiza— y en algunos casos se hace por desconocimiento y sin ninguna maldad, en parte porque la sociedad actual está cada vez más alejada de la naturaleza y no sabe que estas intrusiones pueden hacer mucho daño”.
“Las clases poderosas siempre han tratado de diferenciarse del común de los mortales a través de la posesión de elementos exclusivo”, resume Clavero. “Y los animales son a menudo una parte de esas deseadas posesiones exclusivas, lo que explica históricamente la introducción de todas estas especies”. “Es muy llamativo que muchos de quienes han facilitado esta entrada se arroguen el papel de valedores de la conservación de la naturaleza, cuando los datos nos dicen totalmente contrario”, concluye Hernández. “La caza ha alterado muy significativamente los hábitats naturales, los ha contaminado con munición de plomo y quienes viven de ella no son capaces ni siquiera de gestionar correctamente las especies que son el núcleo de su actividad”.
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