Por qué siguió con él, por qué no le dijo que 'no', por qué volvió, por qué continuó hablándole. Son algunas de las preguntas que estos días sobrevuelan las conversaciones a raíz de algunos de los testimonios que señalan a Íñigo Errejón y que narran relaciones mediadas por el sometimiento machista en las que las mujeres se han visto haciendo cosas que no querían hacer, pero no cortaron el vínculo o lo hicieron pasado un tiempo. No es excepcional la creencia generalizada que atribuye una inmediata huida como única opción posible y lógica ante cualquier señal problemática, pero este relato lineal obvia la complejidad de un fenómeno con muchas capas.
No significa que estos casos constituyan sí o sí hechos que tengan encaje en el Código Penal, puede que no sean delitos de agresiones sexuales –como, según la Policía, sí podría serlo lo relatado por la actriz Elisa Mouliaá en su denuncia–, pero no por ello “dejan de ser violencias machistas reprochables” que “generan un enorme daño en las víctimas”, esgrime la psicóloga experta en violencia sexual Alba Alfageme. A Sara, el testimonio recogido por este medio, la relación de casi un año y medio que mantuvo con Errejón le llegó a dejar secuelas muy profundas hasta tal punto que le costó volver a entablar relaciones “no tóxicas”.
Sin embargo, la identificación del maltrato no es tan sencilla y en muchas ocasiones solo es nombrado por las víctimas tiempo después. “Es algo muy difícil y más aún cuando no hay una violencia clara o explícita, sino que se trata de un entramado psicológico de manipulación en el que, si ella no hace lo que él quiere, como y cuando quiere, hará cosas para hacerla sentir mal. Eso se ve molesto al principio, pero no como un ataque porque es sutil. Son procesos mucho más perversos y van calando poco a poco como un agua subterránea que acaba llevando a la víctima a un estado total de confusión y de pérdida”, afirma Alfageme.
Las expertas describen algo que podría asemejarse a una tela de araña que va atrapando y que, sobre todo, no se presenta como tal desde el principio. Esta es una de las claves: nadie se queda en un lugar en el que todo siempre es negativo. Y esto es algo que contribuye a que las víctimas de violencia de género tarden una media de ocho años y ocho meses en verbalizarlo, según un estudio del Ministerio de Igualdad.
Lo sabe bien la abogada Carla Vall, que acompaña a estas mujeres desde hace años. “En relaciones de intimidad la primera reacción que nos suele salir es intentar entender por qué el otro está haciendo eso o si igual nosotras nos estamos confundiendo. Además, la mayoría de estas conductas van acompañadas de un refuerzo positivo, son contradictorias”.
Para ejercer poder, los agresores desplegarán un patrón de comportamiento abusivo del que formarán parte las agresiones por sutiles que sean, pero no solo: los comportamientos positivos también.
De ahí que la intermitencia –el 'ahora me responde y luego desaparece', el 'ahora se enfada y luego me alaba'– y la dinámica de premio-castigo acaben enganchando a las víctimas. “El fin de los agresores es el ejercicio de poder, hacer con ellas lo que quieren y sentir que su cuerpo, su sexualidad y sus decisiones les pertenecen. Para ello desplegarán un patrón de comportamiento abusivo del que formarán parte las agresiones por sutiles que sean, pero no solo: los comportamientos positivos también. Eso es lo que lleva a que la víctima confíe en él”, explica la psicóloga experta en violencia machista Olga Barroso.
La manipulación emocional
Pero, además, es importante entender que esta imagen será construida desde el inicio: las expertas aluden a que “siempre” hay un tiempo inicial “por corto que sea” en el que no hay conductas negativas, ni desprecios o ausencia de cuidados o reconocimiento. “Es algo muy relevante porque la mujer construye una representación de esa persona y de cómo va a actuar. Cuando se produce la primera agresión, por leve que sea, por ejemplo, una minusvaloración, llega a un cerebro que tiene representado a ese hombre como respetuoso. Y más aún si es alguien con prestigio y proyección social, que ya tiene parte del trabajo hecho y sale desde unas casillas más adelante”, cree Barroso.
Nadie se espera que alguien en quien confía le agreda. Y eso detiene y dificulta el proceso de identificación de lo que ocurre, pero más aún si hay enormes expectativas depositadas, como ocurre con las figuras con poder, a las que se admira e idealiza. Vall reconoce que “un elemento común es ser ideológicamente cercanos”, al menos al personaje con discurso feminista que Errejón representaba en la esfera pública. “Eso hace pensar que es un lugar más seguro. ¿Cómo alguien así te va a hacer esto?”. Alfageme añade sobre esto: “No identificas señales, das más espacio a querer conocerlo, a que vaya bien, vas justificando...”.
Ahí suele arrancar entonces un proceso de muchísima confusión y desconcierto. “Piensan, ¿cómo va a tratarme mal? No, seguro que le ha pasado algo hoy, que está estresado, que ha sido un error... No se sienten bien, pero la manipulación emocional lleva a que ellos empiecen a hacerles sentir que son ellas las que quizá han hecho algo mal, no han estado a la altura o no han entendido bien algo. Esto resulta creíble para ellas porque confían en que esta persona no es una agresora, no está haciendo esto para desquiciarlas o violentarlas sino que 'bueno, a mí él me gusta, quizá es que le ha molestado esto o lo otro' y comienzan a dudar de su propio criterio”, detalla Barroso.
Estás incómoda pero te mantienes y algo dentro de ti se rompe, lo que genera mucha inseguridad y te hace sentir cada vez más pequeña porque no eres reconocida.
Sara, que estuvo hablando un tiempo por Telegram con Errejón antes de verse en persona, explicaba así cómo la dinámica la fue envolviendo: “Hablábamos casi todos los días, me pedía vídeos y fotos desde las diez de la mañana y a esa hora ya tenían que ser con ropa sexy… Un día me llamó a las 12 de la noche, nunca lo hacía, y yo no contesté. Me mandó un mensaje lapidario: ‘Cuando yo te llame, me lo coges. No te voy a volver a llamar’. Y no lo hizo nunca más. Dejó de hablarme por una semana. Yo sentía que le había fallado y le mandaba vídeos y fotos a los que él no contestaba. La ley de hielo servía para castigarme y para que lo siguiente que me pidiera, lo hiciera sin dudar”.
Girar el centro de control
En este tipo de relaciones abusivas la llamada 'expectativa de la recompensa' juega un papel clave, de forma que muchas víctimas creen que haciéndolo mejor, recibían algo mejor. “Ahí ya se ha girado el centro de control. Ya no eres tú y emocionalmente pasas a depender de que el otro te diga, te llame, tome las decisiones... Estás incómoda pero te mantienes y algo dentro de ti se rompe, lo que genera mucha inseguridad y te hace sentir cada vez más pequeña porque no eres reconocida”, explica Alfageme, que alude a que mientras va pasando el tiempo las víctimas “intentan descifrar qué está pasando” porque “están absolutamente perdidas”.
Todo ello se acrecienta si a la víctima la pillan “en un momento bajo” por una cuestión laboral, personal o de cualquier otra índole, añade la psicóloga. Sara, por ejemplo, admitía que conoció a Errejón tras salir de una relación y estaba “con la autoestima baja”, por lo que el vínculo con el exdiputado le hacía sentir “deseada”. No fue hasta un tiempo después cuando se dio cuenta de que “no era yo lo que deseaba, sino mi sometimiento”.
Al final es que hemos sido educadas en el sometimiento, en que te lo tienes que currar para que la bestia te trate bien y te reconozca.
Pero, por el camino, las propias mujeres también se autocuestionan el porqué no son capaces de salir de ahí. “Pensé ¿por qué estoy haciendo esto?”, relataba Sara que se preguntó ante uno de los encuentros con el exportavoz de Sumar. “Yo me decía 'esto está mal, empodérate y vete'. Pero no fui capaz, no fui capaz”, lamentaba. No es una reacción excepcional, apunta Alfageme: “Se sienten culpables, hay vergüenza y también miedo a reconocer y narrarse lo que viven o han vivido, es muy doloroso sostenerlo y más aún hoy en día que las mujeres nos sabemos la teoría y nos han explicado el ciclo de la violencia una y otra vez. Sin embargo, los dolores del machismo más duros se nos cuelan por muchos sitios y muchas piensan 'pero si yo lo sabía ¿cómo he podido caer aquí?'”.
Los mandatos de género
A todo esto se suma, coinciden las voces expertas, “la minimización de las violencias” de mayor o menor grado con las que las mujeres conviven. “Hay una naturalización enorme porque parece que es un peaje que hay que pagar, que son situaciones que pasan, a las que están acostumbradas, que las comparten con otras y también les ha pasado pero que socialmente no ha sido así reconocido durante mucho tiempo, al contrario, han sido tildadas de exageradas”, sostiene la psicóloga, que agrega también mandatos de género como la complacencia o el aguantar a toda costa como elementos que pueden frenar la capacidad de identificar malestares y poner límites.
Y es que en lo que todas las expertas coinciden es en que, de fondo, late una “sociedad y cultura patriarcales” que sitúan a las mujeres en un determinado lugar ante las relaciones. “Bueno, al final, es que hemos sido educadas en el sometimiento, en que te lo tienes que currar para que la bestia te trate bien y te reconozca...”, ejemplifica Vall. Para Barroso, hay un factor que influye especialmente: “Se nos ha enseñado que nuestro valor depende de conseguir el aprecio ajeno, fundamentalmente de un varón, y desde ahí construimos nuestras expectativas. Se trata de ser elegidas para ser reconocidas. Y si es por parte de un hombre considerado valioso, mejor”.