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“Mis hijos sufrieron malos tratos de su padre aprovechando el régimen de visitas”

Laura, víctima de violencia machista, cuyos hijos sufrieron malos tratos de su padre aprovechando el régimen de visitas./A.I.C.

Ana Isabel Cordobés

Las máquinas de asfalto arreglan las calles próximas a la casa de Laura (nombre ficticio). Con parches de negro alquitrán tapan grietas y agujeros que el paso del tiempo ha ido dejando. Laura vive en un pequeño piso, en un barrio humilde de Madrid. También aprendió a parchear su vida, a ponerle remiendos a la de sus hijos en una historia de diez años de violencia.

Con el nacimiento de la primera hija, en 1999, llegaron los golpes. Y aún tardó en denunciar. Por sus hijos, por la posibilidad, aunque remota, de que todo podía mejorar y por un entorno que creía que esos comportamientos son normales en una pareja. Lo que escuchó una vez que se decidió a denunciar a su marido, hace 15 años, contiene tintes de todo lo anterior.

Además, la violencia no quedó entre Laura y su pareja, sino que se extendió a toda la familia.

Laura ponía denuncias. Y las retiraba. Y volvía a ponerlas. “Al principio me convencía la policía para que no denunciara. 'Hay un niño pequeño', me decían”. Dejó que pasara el tiempo. Pero con la llegada del segundo hijo la situación empeoró: ellos empezaron a ser víctimas. “Les pegaba empujones. A una la empujó contra el quicio de la puerta y se orinó de miedo”. Al pequeño “con apenas seis meses ya le había pegado en la pierna”. Otro día él dejó encerrados a los niños en la habitación para que no oyeran nada y la agredió. Lo tuvo claro: ese sería el último golpe. “Ahí se acabó todo”, recuerda.

Los hijos juegan un papel clave en la violencia de género. Por un lado, “el niño es un instrumento más, puede ser utilizado en estos casos como arma psicológica”. Por otro, “el miedo de las mujeres a denunciar a sus parejas se vive día a día; pero por sus hijos se movilizan. Les ayuda a dar el paso y denunciar”, afirma Sonsoles Bartolomé, encargada del área jurídica de la Fundación de Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo (ANAR).

El desamparo de los hijos

La violencia doméstica va, en algunos casos, de la mano de la violencia de género. No solo las mujeres son víctimas: se extiende a todo el ámbito familiar. Los menores también son afectados pasivos: ven, oyen y callan. O activos. Así lo contempla la Ley:

  • “Las situaciones de violencia sobre la mujer afectan también a los menores que se encuentran dentro de su entorno familiar, víctimas directas o indirectas de esta violencia. La Ley contempla también su protección no sólo para la tutela de los derechos de los menores, sino para garantizar de forma efectiva las medidas de protección adoptadas respecto de la mujer”. Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género

Tras conseguir la orden de alejamiento de su expareja, Laura se libró, pero sus hijos tenían establecido un régimen de visitas con su padre. Ellos sentían miedo. “Fue una vez a buscarlos al colegio y como no querían estar con él, se encerraron dentro y hasta que no se habló con la policía no salieron de allí. Ese miedo se lleva dentro”, explica Laura.

Aunque haya una denuncia de violencia por medio, los niños tienen que seguir viendo a su padre. “Desde el punto de vista del juez, las pruebas son importantes”. Sonsoles Bartolomé recuerda que, en casos de regímenes de visitas entre hombres maltratadores y sus hijos, “hay derechos fundamentales en juego, por lo que hay que ser muy riguroso”, explica Bartolomé.

Desde la Fundación ANAR ofrecen todo el soporte posible en estos casos. “Puede llegar a suspenderse el régimen de visitas” aunque Bartolomé llama a “estudiar caso por caso”. “Es necesario un estudio individualizado, informes psicosociales y la implicación de los profesionales”.

En el caso de Laura las visitas duraron poco tiempo. “Un día llegó el pequeño con los testículos rojos. Mi hija decía que su padre le mordía ahí. Si bien no sabes qué está ocurriendo en estas visitas, tampoco crees que una niña de apenas seis años se invente eso”. La confirmación vino un tiempo después, de la mano de una trabajadora social, a la que los niños contaron lo que nunca habían contado a su madre. “Al acabar la sesión, la especialista me dijo que mis hijos sufrían malos tratos cuando estaban con su padre”. A partir de ese momento se suspendieron las visitas. Pero no fue algo definitivo.

Tenían el testimonio de la psicóloga, los trabajadores sociales, agentes tutores y los menores para conseguir una suspensión de visitas firme. Pero nada de caminos fáciles, recién asfaltados. “En juicio consideraron que no estaba confirmado ese maltrato”. Las visitas a su padre tenían que reanudarse. Pero Laura respira aliviada porque desde hace algo más de un año aquella apisonadora, padre y marido, no ha vuelto a aparecer por su casa.

Años de silencio

En lo que va de 2014, 26 menores se han quedado huérfanos por causa de la violencia de género. Su madre es asesinada. Su padre entra en prisión. “Esta situación lleva al niño a estar desamparado. A partir de ese momento hay que estudiar qué ocurre, si existe una familia que pueda hacerse cargo del niño. Son casos individuales”, explica Bartolomé.

En los casos en que la mujer es asesinada, se quedan en una situación de desamparo. Las llamadas que recogen en la Fundación ANAR vienen, sobre todo, de familiares. “Llaman abuelos, tíos maternos para preguntarnos: ¿ahora qué pasa?”. Por fortuna, asegura Bartolomé, “no es una llamada habitual”. Entonces entran en acción otras instituciones, que buscan familias de acogida para los menores. Y en estos casos la ley también prevé que los padres disfruten de un régimen de visitas.

La Audiencia Provincial de Madrid ha decidido esta semana revocar definitivamente el régimen de visitas a un guardia civil acusado de matar a su mujer. El juez había otorgado permiso para que el presunto asesino se reuniera con su hija una vez al mes. Tras el recurso de apelación interpuesto por los abuelos de la menor, este régimen de visitas ha quedado suspendido.

Los niños de Laura pasaron diez años callados, con miedo. “Con él nos sentíamos encerrados como en una ermita, sin poder hablar con nadie del barrio. Además, tenía que saberlo todo, dónde íbamos, con quién. Ahora podemos hablar con todo el mundo”, afirma –se reafirma– Laura.

Su mayor preocupación hoy por hoy son sus hijos. Sobre todo su hija adolescente. Enseña fotos y dice: “es resultona, ¿no?” No quiere que nadie le destroce su juventud. Laura ahora sonríe. Sale a la calle sin tener que dar explicaciones. Y ha aprendido a poner los límites. “En una relación posterior fui la que tomó las riendas”. Su ya expareja cruzó la línea roja cuando “llamó niñata a una de mis hijas. Me planté y le dije que en mi casa no se insultaba a nadie”. Le echó de su hogar y tiró su ropa a la calle por la ventana. La misma calle que hoy unas cuantas máquinas llenan de parches.

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