Fue la primera visita de un Papa a España en la historia. Desde entonces, ha habido varias más –el propio Juan Pablo II viajó otras cuatro veces a nuestro país, y Benedicto XVI, dos– a lo que Karol Wojtyla llamó “Tierra de María”. Han pasado, desde el 31 de octubre de 1982, 40 años. Pero también un tsunami de radicalización ideológica de los grupos ultracatólicos bendecidos y apoyados por el Papa polaco: kikos, Opus Dei, Legionarios de Cristo o propagandistas. Y, a la vez, una creciente secularización del país, con datos de quienes se confiesan católicos o practicantes que no dejan de caer. “España ha dejado de ser católica”, dijo Manuel Azaña en 1931 y su proclamación ha resultado finalmente un vaticinio.
España fue dejando de ser católica de a poco. En el camino, la Iglesia dentro de las fronteras se escoró hacia una posición maximalista y conservadora que la vinculó estrechamente a las ideas de la derecha más ultra. Poco queda en España de la herencia del cardenal Tarancón, defenestrado por el propio Juan Pablo II pocos meses después de visitar nuestro país. En estas cuatro décadas, los obispos han aguado las esperanzas de quienes, tras el Concilio Vaticano II, confiaban en aquel episcopado capaz de enfrentarse al régimen y defender la salida democrática.
Hoy, pese a las múltiples invitaciones recibidas, nadie espera a Francisco en España. Al menos, no los ‘suyos’, que son clara minoría en nuestro país. “Juan Pablo II, te quiere todo el mundo”, clamaban los fieles en 1982 al paso de Wojtyla. Hoy no podría decirse lo mismo: no todos quieren a Bergoglio. Al menos, no todos los católicos.
La renuncia que Tarancón nunca presentó, pero le fue sorpresivamente aceptada en Vaticano, fue el primer paso para el nombramiento de una línea de obispos netamente conservadores que, capitaneados primero por el cardenal Suquía y, posteriormente, por Antonio María Rouco Varela, iniciaron el camino de la Iglesia española que la convertiría en una de las más conservadoras de toda Europa. Todo con la inestimable ayuda de la Obra y los nuevos movimientos eclesiales, que buscaban competir en relevancia con órdenes históricas también nacidas en España, como los jesuitas. “España evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; esta es nuestra grandeza y nuestra unidad. No tenemos otra”, diría Menéndez Pelayo en un lema que hizo suyo Franco tras la “santa Cruzada” de 1936-39.
Un viaje organizado por el Opus Dei
El plan estaba trazado de antemano: el Opus Dei y sectores de la democracia cristiana (que por entonces todavía existía en España) se volcaron en la organización de un viaje que iba a darse un año antes y que se pospuso por el atentado contra Wojtyla el 13 de mayo de 1981. Los seguidores de Escrivá de Balaguer idearon el logo del viaje: Totus tuus (Soy todo tuyo), toda una declaración de intenciones de una Iglesia que se puso en manos del Papa polaco en su tarea de demolición de las “veleidades progresistas” del clero obrero y los misioneros españoles, que exportaban sus ideas a Latinoamérica en forma de una Teología de la Liberación. Al mismo tiempo que se condenaba duramente a los curas rojos bajo la tutela de Wojtyla y de su sucesor, Ratzinger, lo que sí exportó el clero español al Nuevo Continente fue a decenas de curas y religiosos acusados de abusos, en una política de silenciamiento de la pederastia que aún hoy lastra el trabajo de la Iglesia.
El Papa polaco no defraudó a sus fieles: en los 50 discursos que pronunció a lo largo de diez días en España –es el viaje más largo de un pontífice al país, y sin duda el más intenso– Wojtyla arremetió contra el divorcio, el aborto, los preservativos e impulsó una moral tradicional que durante décadas siguió marcando el paso de la doctrina episcopal. Con una cuidada puesta en escena, más propia de un gira de una estrella de rock que de un Papa (20 millones de personas siguieron el viaje por TVE, y varios cientos de miles llenaron todos y cada uno de sus actos), Juan Pablo II trazó una hoja de ruta con una fórmula exitosa: doctrina dura, cara amable.
Los diez días que duró el viaje –en los que el pontífice visitó Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Ávila, Toledo, Zaragoza o Santiago de Compostela– se declararon día festivo en los colegios y cientos de miles de personas salieron a las calles con las banderitas de España y el Vaticano. Nadie se preguntaba, entonces, quién financiaba el viaje: se daba por supuesto que el Estado. Hasta Seat fabricó para Wojytla el papamóvil, que desde entonces se ha convertido en elemento indispensable de cualquier viaje papal.
Hoy, en cambio, instituciones como la ACdP y el CEU organizan congresos donde, con la excusa de homenajear al anterior Papa, Benedicto XVI, se jalea la oposición al actual pontífice, con prelados como Munilla, Reig, el imprescindible Rouco Varela y el cardenal Müller, considerado el mayor opositor interno a Bergoglio y que, para más inri, visitó el pasado martes el Valle de Cuelgamuros, oficiando misa con los benedictinos de Santiago Cantera. Incluso entre los prelados más afines a Francisco (como los cardenales Omella y Osoro, presidente y vicepresidente, respectivamente, de la Conferencia Episcopal) no se encuentran lo suficientemente arropados como para implementar los cambios que, desde hace casi una década, impulsa Francisco desde el Vaticano. Una España cada vez menos católica que ya no quiere, al menos tanto, al Papa.
Una Iglesia que ya no está
El historiador Juan Mari Laboa se pregunta en RD, “cuarenta años después, ¿qué queda de Juan Pablo II? ¿Qué queda de Felipe González? ¿Qué queda de Julián Marías? ¿Qué queda de Tarancón? ¿Qué queda de la HOAC?... Hay más creyentes en España de los que parece, confusos como todos los demás, capaces de agarrarse a cualquier movimiento. Y eso nos tiene a todos absolutamente desconcertados”.
Ciertamente, con los números en la mano, queda muy poco de la Iglesia que dio un baño de masas a un joven Juan Pablo II. Una España que, tres días antes, había dado la mayor victoria en la historia de la democracia al PSOE de Felipe González, que venía de organizar un Mundial y que acababa de superar un intento de golpe de Estado.
Entonces, el 90,2% de los españoles se declaraba católico, y una amplia mayoría iba a misa todos los domingos y fiestas de guardar. Hoy, el CIS nos muestra que no llegan a seis de cada diez, de los que dos tercios no va “nunca o casi nunca” a la Iglesia. Creyentes sin Iglesia.
En 1982, el 58% de los hogares españoles tenían un crucifijo colgado en su salón. Hoy, encontrarlos es una rara excepción. Entonces, el divorcio seguía siendo fuente de conflictos en España (el 98,3% de los matrimonios eran por la Iglesia), no existía derecho al aborto (se aprobó, con restricciones, en 1985) e incluso se consideraba “totalmente inmoral” las relaciones prematrimoniales, o los matrimonios sin hijos.
La realidad hoy es totalmente distinta. También en el interior de la institución, inmersa en una histórica crisis de vocaciones al sacerdocio o la vida religiosa, con las cifras de bautizos, bodas, comuniones y confirmaciones desplomándose, y con la popularidad por los suelos por escándalos como el de la pederastia clerical, las inmatriculaciones o la oposición a cualquier evolución social en lo que el mismo Juan Pablo II llamó “principios irrenunciables” (defensa de la vida, matrimonio hombre-mujer, privilegios de la Iglesia). En Roma, por primera vez en la historia, un Papa jesuita, venido de Argentina, y con ideas de reforma de la Iglesia que, al menos en la española, no han calado. Tal vez porque, cuarenta años después, los obispos españoles siguen mirando más a Wojtyla que a Bergoglio.
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