- El también profesor de biotecnología en la Universidad de Valencia sostiene que científicos críticos como Elena Álvarez-Buylla pueden ser muy competentes, pero que “hablan desde la ideología”
No hay publicación o estudio sobre transgénicos que no genere decenas de réplicas y acusaciones cruzadas: a quienes se oponen a esta técnica se les identifica con posiciones ecologistas radicales, y a los que la defienden se les acusa de ser asalariados de las grandes corporaciones. José Miguel Mulet, profesor de biotecnología en la Universidad Politécnica de Valencia, se ríe de esos prejuicios: “No paran de decirme que estoy a sueldo de la corporación Monsanto, y mi mujer insiste en pedirme el cheque todos los meses”, bromea.
Este investigador en el Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas no duda en apoyar públicamente el uso de modificados genéticamente. Desde su blog y también desde las páginas de su último libro, Comer sin miedo, defiende que la tecnología no es siempre una enemiga y que los alimentos de hoy son más seguros que nunca en la historia de la humanidad. Sostiene que se han generado mitos, falacias y mentiras sobre la alimentación que han “demonizado la intervención humana” y asegura que “decir que queremos comer sin química o sin genes es aberrante desde el punto de vista científico, y absolutamente imposible”.
En Europa casi no se cultivan transgénicos. ¿Todos los Estados están equivocados?
La legislación europea es tan restrictiva que ninguna empresa quiere aprovechar las investigaciones para comercializar las patentes que podemos desarrollar, por ejemplo, en las universidades españolas. Nos perjudica mucho en lo científico y en lo agrícola. Por ejemplo, el trigo sin gluten que se está desarrollando por científicos españoles acabará siendo vendido por alguna empresa de EE UU. O un zumo de tomates transgénicos con un ensayo detrás sobre la reducción del riesgo de cáncer. También se venderá en EE UU y cuando haya personas que los consuman allí se preguntarán ¿y por qué no aquí? Luego hay contrasentidos como el de Francia, que aplica una moratoria al cultivo de maíz transgénico, a mi entender sin razonarlo, para más tarde importar el maíz transgénico español para sus piensos.
¿Considera que los posibles riesgos de contaminación o efectos inesperados de los que advierten los ecologistas son una fantasía?
Riesgo de que ocurra algo imprevisto por interacciones siempre hay, claro. Pero con los alimentos modificados genéticamente ese riesgo es muy menor. Cuando estos organismos salen al mercado están muy controlados. Muchos más que otros métodos de obtención de variedades agrícolas como la mutagénesis. Y la contaminación genética de otras variedades no está demostrada científicamente.
Por lo que dice, toda la polémica alrededor de esta tecnología se debe a posiciones ideológicas.
La tecnología en sí es neutra. Y es útil. Lo que ocurre es que se la ha demonizado y se la ha colocado en una discusión ideológica. Prohibir los transgénicos, especialmente en países en desarrollo, puede abundar en mayor pobreza para esos Estados porque, a falta de grano, se recurre a la importación. Y buena parte de ese mercado lo controla Estados Unidos, que pondrá el precio que quiera. Si se prohíbe el algodón transgénico en España y se importa algodón transgénico de otros países (que se utiliza desde el sector sanitario, al textil pasando por los billetes de euro), eso perjudica al campo español. Bueno, de hecho, ese sector agrícola que se daba en Andalucía se hundió.
¿A qué atribuye el impacto del movimiento contrario al uso de transgénicos?
En mi opinión, los grupos ecologistas han utilizado los transgénicos como banderín de enganche. Tras haber cubierto bastantes de sus objetivos en campañas como la de la energía nuclear, se fijaron en los transgénicos. No se trata de descalificar, para nada. La profesora Elena Álvarez-Buylla a mí me parece una excelente científica, pero al hablar de este tema se manifiesta ideológicamente.
¿Cree que si el desarrollo de transgénicos estuviera a cargo del sector público amainaría la polémica?
Las críticas a las grandes empresas -o por su control del mercado o por su posición dominante- pueden estar muy justificadas, aunque también es verdad que es un discurso muy vendible popularmente. Y desde luego que actualmente existe desarrollo de cultivos transgénicos llevados a cabo por consorcios públicos. Por ejemplo en países como Cuba o Brasil.
Pero la realidad es que el gran volumen de esta tecnología está en manos de grandes corporaciones que buscan los beneficios.
Son las que más han invertido. Hay que tener en cuenta que se trata de una tecnología todavía incipiente, que según avance se irá diversificando. Además, el hecho de que se multipliquen las trabas burocráticas, legales y administrativas provoca que este sea un campo más abonado para empresas enormes que pueden afrontar esos costosos procesos. Y eso se puede poner en el debe de las organizaciones ecologistas, que han colaborado a generar tantas dificultades legales.