El baúl de Trujillo: una historia casi perdida sobre la emigración de españoles a Estados Unidos
Diego le dijo a su hija, la pequeña Elena, que sus bisabuelos volvieron de América cargados con dos baúles llenos de monedas de oro. Con ellas compraron una posada, a la que pusieron de nombre La Troya. Cuando Elena ya no era tan pequeña, hace doce años, encontró los baúles, que nunca había visto. Estaban en el desván de la casa. Los abrió y dentro había… no, no había monedas de oro, lógicamente, pues se habían gastado en la posada. Dentro estaba el pasado que nunca le habían contado.
El interior de las paredes del baúl había sido forrado con hojas de periódicos de Hawái fechados en octubre de 1911: palabras ajenas, titulares de la vida en Honolulú y dibujos de mujeres con sombreros elegantes. Amarilleando, al fondo, papeles cubiertos de polvo, documentos y fotografías de la gran odisea que vivieron sus bisabuelos cuando abandonaron Madroñera (Cáceres) rumbo a la emigración. Nadie había abierto esos baúles en años; Elena ni siquiera sabía que aún existían. Con lo que encontró allí empezó a recomponer una historia familiar que no le había sido revelada. Su padre le dijo que se la haría saber al cumplir la mayoría de edad, pero falleció antes de que llegara esa fecha y, con él, se marchó también al olvido gran parte de esta historia.
Unos seis años después del hallazgo, navegando por internet, Elena Barquilla encontró una página de Facebook titulada Inmigrantes españoles en Estados Unidos y se decidió a mandar unas líneas contando que sus bisabuelos hicieron un viaje de ida y vuelta desde Extremadura a Hawái, pasando un tiempo también en California. James D. Fernández y Luis Argeo recibieron el mensaje un jueves y ese mismo sábado se plantaron en Trujillo. Querían ver los baúles con sus propios ojos.
James y Luis llevan tiempo trabajando en la emigración española a Estados Unidos. Su principal obsesión ha sido la de desmontar el estereotipo de frailes y conquistadores. Llevan tiempo intentando colorear la invisibilidad de una historia que no tiene la épica –quizás lo que le falta es cinematografía– de la italiana o la irlandesa pero que forma parte de ambas culturas con una importancia mayor de la que se le atribuye. Ese día, Elena les recibió con una tapa de migas extremeñas en el Mesón La Troya de la Plaza Mayor de Trujillo, el cual regenta junto a su hermano Ulises. Allí, ella les mostró el tesoro y les contó lo poco que conocía sobre aquel lejano viaje a las américas.
Isidra, les dijo, había tenido un hijo que murió accidentalmente al caerse en un pozo. Envueltos en la pena por la pérdida, y también en el anhelo de una vida mejor, decidieron emigrar. Isidra, Diego y el hijo de ambos, Antonio, tomaron en 1912 el barco Harpalion que zarpó de Gibraltar a Hawái en 1911 con casi 1.500 emigrantes. Eran agricultores que “gozaban de buena salud” sin “padecer de la vista o defectos físicos” por lo que pudieron ser reclutados para el cultivo de la caña de azúcar con pasaje, casa y educación gratis, cobrando “20 duros americanos oro al mes”, tal y como ofertaba la hoja publicitaria.
No era el primer viaje transatlántico de Diego, pues los papeles encontrados revelaron que había hecho el servicio militar en Cuba, entre el año 1895 y el 98. En Hawái Isidra dio a luz otro hijo, Plácido, y al menos uno más que falleció. Una vez en Honolulu no les fue bien o no encontraron lo que esperaban, por lo que tomaron la decisión de trasladarse al continente, a California. Trabajaron duramente, hicieron dinero y en 1921 decidieron embarcarse de nuevo hacia Oporto, con el objetivo de volver a Madroñera. Con Isidra y Diego solo regresó Plácido, el que sería abuelo de Elena. Antonio también había fallecido.
De camino a Madroñera pasaron por Trujillo y allí se fijaron en una posada en la Plaza Mayor que estaba en venta. Sin más, decidieron comprarla con el dinero que habían ahorrado. La casa de huéspedes tenía arriba las habitaciones y abajo un lugar para las bestias, cuyo calor calentaba el piso superior. Isidra cocinaba y servía las comidas en un pequeño comedor, y Diego se dedicó de nuevo a la agricultura. En 1986, el padre de Elena, llamado Diego como su abuelo, reformó la parte de abajo, la destinada a los animales, y lo convirtió en una casa de comidas. Fue el inicio del conocido Mesón La Troya, regentado durante años por doña Concha, la esposa del abuelo Plácido.
“El viaje de Isidra y Diego marcó a su único hijo vivo y su esposa Concha; a mi padre, a mi hermano y a mí”, reflexiona Elena. “Nuestras vidas siempre se han regido por el negocio, aunque en diferentes circunstancias históricas y vitales, el objetivo es poder cuidarlo y vivir de él. Es curioso que la decisión de mis bisabuelos marcara casi 100 años de historia familiar”. Dice Alejandro Jodorowsky que los nombres que nos ponen nos determinan para siempre. Girando su vida alrededor de La Troya, no es extraño que Elena y Ulises se llamen así.
Y a pesar de influir tanto sobre la descendencia familiar, un “silencio rotundo” se impuso sobre todo lo relacionado con el viaje, como explica Elena. “Por lo que me han dicho, mi abuelo era de la antigua mentalidad del 'va a venir familia americana y me va a quitar el negocio'. Mi padre solo me dijo lo de las monedas de oro pero luego parece ser que tenían unos seguros que habían hecho allí. En más de una ocasión me dijo que me relataría cómo fue mi abuelo y algún suceso de Hawái cuando cumpliera la mayoría de edad, pero falleció antes”.
Elena Barquilla no supo nada de esa supuesta familia americana hasta que James y Luis publicaran su historia. “Lo más alucinante de todo –explica James– es que después de nuestros posts sobre el baúl de Isidra aparecieron descendientes de los Barquilla que se había quedado en Estados Unidos, y a día de hoy Elena sueña con viajar allí para conocer a sus parientes”.
Así es como finalmente acabó apareciendo la familia americana, pero no para reclamar nada, como temía el bisabuelo Diego, sino para atar algunos cabos sueltos. Los Barquilla de Estados Unidos descienden también de Juan, primo de Plácido, quien también emigró junto a su esposa Francisca en 1913. Curiosamente, de un pequeño pueblo como Madroñera, cruzaron el charco entre 15 y 20 personas.
Seguramente unos tiraban de los otros. Juan Barquilla y su esposa tuvieron dos hijos, Isidra y José. La madre murió y Juan formó otra familia, pero es la nieta de José, Kathy Barquilla, la que escribe a Elena y alimenta la historia. Elena descubrió, con sorpresa, que tanto de carácter como de fisonomía era muy parecida a Kathy. No fue el único vínculo que apareció a partir de las publicaciones en Facebook. “Resulta que en el baúl de Isidra –recuerda James– había fotos de la familia de una seguidora nuestra que vive en Arizona, cuyos antepasados también viajaron a Hawái y California, pero desde Fuentesaúco, Zamora”. Ahora son amigas virtuales Patricia Steele y Elena Barquilla, igual que sus antepasados lo fueron en un tiempo y lugar muy diferentes.
Cuando Elena contactó a James D. Fernández y Luis Argeo, tenía “unas nociones muy vagas e imprecisas de la historia”, recuerda James. “Esto es un fenómeno muy común”, explica. “Elena nos conoció a través de las redes sociales, y recuerdo que en el primer encuentro ni sabía que sus bisabuelos habían formado parte de un éxodo de 8.000 españoles. Se imaginaba que se trataba de un caso raro, aislado. Que sus bisabuelos habían emigrado principalmente huyendo de una tragedia familiar como es la muerte de un hijo cuando, en realidad, seguramente lo hicieron impulsados también por una compleja serie de motivos sociales, económicos y políticos. En el recuerdo familiar, las grandes fuerzas geopolíticas se suelen ir borrando, y lo que queda son relatos de individuos, desprovistos de contexto”.
En las historias de la memoria hay distorsiones. Unas son flaquezas de los datos, como los años que no encajan en la partida de bautismo de Plácido y su pasaporte de vuelta a España. O la misteriosa muerte del niño Antonio. También hay acontecimientos imposibles convertidos en mito: es hora de admitir ya que los baúles no traían monedas de oro, pero sí un tesoro de documentación para que James y Luis puedan contar hoy esta historia como parte de la exposición que se inaugura el 23 de enero en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid.
La exposición
“De eso va también este proyecto: la frontera entre la memoria y la desmemoria es un espacio sembrado de agujeros, que unas veces se rellenan, otras veces se sortean, y algunas otras, sirven de resquicio para que entre a funcionar la imaginación”, aclara el investigador y periodista Luis Argeo. La discrepancia como objeto de estudio: ¿por qué sucede? ¿Por qué se imponen silencios rotundos, como los llamó Elena? ¿Por qué las motivaciones políticas se diluyen, como en el caso de una figurita del Més petit de tots que acabó significada como “especie de amuleto”? La invisibilidad y la falta de estudios sobre esta emigración de cuatro millones o decenas de miles de españoles –“no hay cifras de fiar”, dice James Fernández– producen también falta de cohesión entre las comunidades de hispanodescendientes en Estados Unidos. Todas estas historias, por sí solas, son teselas, piezas de un mosaico. Cuando las pones todas juntas, puedes ver el dibujo. Esta es una imagen que utilizan los comisarios para explicar mejor su trabajo.
“El caso de Barquilla –añade Luis– es un tesoro enterrado en una isla. Algo fascinante si consigues encontrarlo. Tan fascinante como la búsqueda. ¿Cuántos más puede haber? Seguro que varios”. Muchos de ellos han terminado en la basura. Los materiales sobre la emigración española en EEUU de 1868 a 1945 que manejan Fernández y Argeo, que han sido rescatados por primera vez de los pozos de las memorias familiares, no recogen muchos casos sobre retornados, pues el trabajo de campo se ha hecho principalmente en Estados Unidos, entrevistando a decenas de familias por 16 de los 50 estados, reuniendo un ingente archivo fotográfico de 15.000 imágenes durante una década.
La exposición consta de seis capítulos que recorren las etapas de un viaje cualquiera, con sus fotos, objetos y recuerdos, un recorrido diseñado por el fotógrafo y escritor Paco Gómez, célebre descubridor de la historia casi perdida de la familia Modlin. La muestra se complementa con un particular catálogo en forma de caja metálica donde se guardan reproducciones de 80 fotografías del archivo, contestadas por microrrelatos de ficción a cargo de escritores como Manuel Vilas, María Dueñas, Mercedes Cebrián o Natalia Carrero.
Cuando Luis Argeo y James F. Fernández se plantaron en Trujillo para conocer la historia de los Barquilla, no pudieron más que asombrarse ante la simbólica coincidencia de encontrar el Mesón La Troya, prácticamente bajo la sombra de la estatua ecuestre del conquistador Francisco Pizarro. “Llevamos años luchando contra la idea recibida de que la historia de la presencia española en Estados Unidos se agota en el tema de los exploradores, las misiones, o la participación de España en la Guerra de Independencia de EEUU”, dice Fernández.
“Obviamente, aquellos son episodios muy importantes, pero han opacado por completo nuestra historia: la de decenas de miles de españoles, poco parecidos en la superficie a aquellos frailes, exploradores y conquistadores, que emigraron al, entre comillas, norte, a finales del siglo XIX y principios del XX. Nuestros campesinos y obreros no son fácilmente asimilables a un gran relato imperial o nacional, y de ahí, en parte su invisibilidad”. “No forman parte del relato convencional de la historia ni de España ni de EEUU”, añade.
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