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Universitarios expulsados por una ley franquista: “Aquel reglamento del 54 nos condenó injustamente”

Mariluz Dominguez sostiene una representación de un carné universitario con el sello de "expulsado" durante un acto en protesta en la Universidad de Sevilla

Elena Cabrera

1 de junio de 2021 22:40 h

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Entre el año 2001 y 2002, el profesorado y el estudiantado español se revolvió contra la Ley Orgánica de Universidades (LOU), la nueva regulación universitaria impulsada por el segundo gobierno de José María Aznar y su ministra de Educación, Pilar del Castillo. Se le achacaba que había llegado sin diálogo y que supondría la “elitización” de la universidad y la entrada del mercado al sistema universitario, anticipado por el Informe Bricall del año 2000 y certificado por el Plan Bolonia que vendría después. Además de una gran manifestación en Madrid, la contestación fue fuerte y continuada en Sevilla, Santiago y Salamanca, tres ciudades donde se expulsó de sus carreras a varios estudiantes, lo que consiguió mover el foco del debate desde la ley a las sanciones por episodios violentos. Esta historia acaba mal para los reivindicantes: la LOU se impuso hasta ahora y los alumnos sancionados perdieron unos años valiosos.

En la Universidad de Sevilla, cinco estudiantes fueron expulsados en 2002, durante cinco años, de sus carreras y doctorados por aplicación de una ley de 1954: el Reglamento de Disciplina Académica. Habían pasado 27 años desde el fin de la dictadura y esa legislación seguía vigente, y lo seguiría estando durante 19 años más, pues no es hasta este año que previsiblemente el Congreso aprobará la Ley de Convivencia Universitaria, que viene a derogar las partes de ese Reglamento que permanecían vigentes, como las sanciones al alumnado.

“Fuimos cabezas de turco”, recuerda Juanjo García, uno de esos cinco universitarios sevillanos y uno más entre miles de los que se movilizaron contra la LOU. Los hechos concretos que motivaron la expulsión fue el acceso a la fuerza en la sala de juntas del Rectorado, forzando y creando destrozos en unas puertas del siglo XVIII, mientras en ella se debatía la aplicación de la LOU. Hay que rebobinar para entender cómo se llegó hasta ese punto.

Unas puertas que cerraron el debate

Cada facultad se había dotado de una asamblea y un respectivo comité de huelga. De ahí emanó un comité general de huelga para toda la universidad, que impulsó los debates y las protestas. El 1 de diciembre de 2001, varios autobuses de sevillanos, así como estudiantes de toda España, se encontraron en una gran manifestación por las calles de la capital que reunió a 350.000 asistentes según los organizadores y 50.000 según el Ministerio de Educación. En cualquier caso, fue considerada un éxito de convocatoria y demostración de fuerza, y contó con el apoyo de los sindicatos y los partidos PSOE e Izquierda Unida. De hecho, políticos socialistas que después formarían gobierno —y que no derogarían la LOU— caminaron tras la pancarta anti-LOU, como José Luis Rodríguez Zapatero, Carme Chacón, María Teresa Fernández de la Vega o Jesús Caldera. La sorpresa de muchos estudiantes en lucha llegó con el relato que se estableció tras la gran manifestación: ese había sido el punto y final de las protestas. Pero nada había cambiado, y los estudiantes hispalenses que así lo veían, decidieron hacer una acampada a las puertas del Ayuntamiento de Sevilla. Tras 47 días, fue desalojada una madrugada por la Policía y la empresa pública de limpieza, que metía las tiendas en un camión arrasando con sacos, pertenencias y hasta libros y apuntes. Eso sucedió un día antes de los incidentes en el Rectorado.

Como respuesta al desalojo, 10.000 personas se manifestaron por el centro de la ciudad. Los estudiantes habían convocado una protesta en el Patio de Arte del edificio del Rectorado, un edificio anexo a la Junta de Gobierno, una sede monumental donde se conserva la fuente de la antigua Fábrica de Tabacos y una galería con arcos. Juanjo recuerda aquella mañana de hace 19 años así: “Esperábamos que alguien bajara a hablar con nosotros pero, en lugar de eso, empiezan a cerrar las verjas del patio de tal manera que la única salida que nos dejan son las escaleras que llevan al Rectorado. Ahí nos encontramos con que cinco o seis vigilantes han hecho una barricada y no pueden contener a cien estudiantes. Uno de los vigilantes, no sé si con orden o no, coge un extintor y lo dispara contra nosotros. A partir de ahí, se desencadena un caos. Gente agobiada o descontenta golpea una de las puertas [con un poste separador de cordón de paso] y se causan daños materiales”. García asegura que aquello “no fue un asalto al rectorado” ni se había previsto nada parecido. “Visto con el tiempo fue prácticamente una encerrona”, dice Mariluz Dominguez, quien también fue expedientada. Ricardo Martín también estaba allí ese día y formó parte del mismo grupo de expulsados: “El rector utilizó la situación de las puertas para ganar una batalla que tenía perdida, porque la universidad entera se había negado a la LOU, así que aprovechó la historia de la represión para imponer todo lo que quería hacer y tapar el debate político”, analiza a día de hoy.

Dos días después, los cinco estudiantes acusados recibieron unas cartas en sus domicilios en las que se les comunicaba que quedaban suspendidos cautelarmente. La universidad encargó a un catedrático de Derecho Romano, Fernando Betancourt, que instruyera el proceso y, con el reglamento preconstitucional en la mano, cuatro meses después, ya en verano, concluyó que los estudiantes habían tenido una “falta de probidad”, el quinto supuesto de las consideradas “graves” —el primer puesto lo ocupa “las manifestaciones contra la Religión y moral católicas”, y así seguirá siendo mientras no se apruebe la nueva ley— y, de esta forma, recomendó la expulsión a perpetuidad. El proceso fue opaco para ellos, no pudieron defenderse ni conocer qué pruebas tenían en contra y lo único que pudieron aportar fue una primera declaración de lo ocurrido, donde negaron ser responsables de la rotura de la puerta. Dieron igual las grabaciones, las fotografías o los testigos.

Cierre de filas institucional

Juanjo y Mariluz tuvieron que buscar en el diccionario de la RAE el significado de “probidad” y vieron que era una falta de honor, como también se consideraba copiar en un examen. “Nuestro proceso administrativo fue totalmente injusto”, señala Juanjo. En la única declaración que hicieron durante este proceso, los cinco dijeron no haber sido responsables de los destrozos; tampoco había ninguna prueba que les incriminara, salvo que habían sido actores destacados, realizando portavocías y dinamizando las asambleas, durante la movilización estudiantil. Paralelamente, se les abrió un proceso penal en el que la Universidad se presentó como parte. Se les acusó a ellos y a 24 personas más de un delito de daños contra el patrimonio, desorden público y falta de lesiones, por lo que se les pedía un año de cárcel y 150.000 euros: la Universidad solicitaba que la pena de prisión se elevara hasta los cuatro años. Diez años después se celebró el juicio, en el que todos fueron absueltos. “Llegó el juicio y nos dieron la razón —recuerda Juanjo—. Había 24 imputados y la mitad ni siquiera estaban allí ese día o no habían participado en el movimiento, era gente que la policía tenía en sus archivos, y hasta los vigilantes reconocen que los incidentes comienzan cuando nos disparan un extintor”. “Nos hacen un expediente de 400 páginas donde viene el diario político de cada uno de nosotros, detallado día a día. La jueza dijo que esto a qué venía —señala Mariluz—. La policía actuó de una manera torpona, porque en el juicio un policía declaró que por supuesto que tenían listas [con nombres de estudiantes] y de ahí habían sacado los nombres azarosamente”.

Aunque Betancourt recomendó la expulsión indefinida, el rector de aquel entonces, Miguel Florencio, la rebajó a cinco años, sin contar el curso que ya habían perdido. Juanjo estaba en el último año de la carrera, le quedaba solo una asignatura pero le anularon los exámenes de ese trimestre de otras. Durante ese tiempo se dedicó a trabajar y a los seis años volvió a la facultad para acabar la carrera. Aunque la sanción les impedía estudiar en la Universidad de Sevilla, cuando intentó llevarse su expediente a Málaga, no se lo permitieron, ya que el motivo de la expulsión se queda grabado en el expediente. La ley de Convivencia Universitaria que se está tramitando recalca que la sanción solo puede imponerse en el centro en el que se ha cometido la falta, pero se puede dar la misma situación que en 2002:  “Como cada universidad decide si te admite o no, hicieron un cierre de filas institucional y se solidarizaron con la de Sevilla, yo creo que eso no cambiaría con la nueva ley, la universidad es un lugar muy corporativista, una burbuja académica separada de la realidad en cierta manera”, valora Ricardo, que en aquel momento estaba haciendo un doctorado. Su tutor le invitó a que siguiera haciéndolo por su cuenta, reuniéndose fuera de la Universidad. “Una cosa es utilizar los servicios pero cualquier persona puede entrar en la universidad porque es un lugar público, eso me parecía humillante y al final lo dejé y no acabé el doctorado”, añade. A Mariluz le pilló la expulsión en el primer año de doctorado y, cuando pasaron los cinco años, en los que estuvo trabajando, sintió que ya había pasado su momento y tampoco lo retomó. “Fuimos injustamente condenados y aquel reglamento del 54 fue la herramienta para hacer justicia”, recalca Juanjo. “En el proceso administrativo nos jodieron la vida”, añade.

Cambio del debate

Aquella falta grave “de probidad” penada con cinco años de expulsión equivaldría con la nueva ley a una muy grave “por mutilar o sustraer obras del patrimonio de la universidad” con un máximo de tres años, o bien una grave por “deteriorar gravemente las obras que componen el patrimonio de la universidad” con una sanción de un mes. Es relevante que la nueva ley, cuyo principal aporte es la figura de la mediación para resolver el conflicto sin llegar al expediente disciplinario, deja fuera de la posibilidad de la mediación cuando se ha ocasionado el deterioro del patrimonio de la universidad. “El tema de patrimonio siempre se ha usado como una cortina de humo para tapar el debate político de fondo”, dice Ricardo. “En nuestro caso, la cuestión de la LOU ya no era tan importante sino que lo que se hizo central fue el que habíamos roto una puerta”, añade.

El caso más sonado de aplicación del reglamento de 1954 en este siglo ha sido el de Sevilla porque también fue el más mediático: la prensa había sido convocada por los propios activistas y hasta María Teresa Campos emitió en directo desde la Universidad, declarando la apertura de un juicio paralelo de los medios donde se les acusó de “terroristas”. Durante los primeros meses de expulsión, los sevillanos conectaron con otras universidades donde también se estaba aplicando el reglamento franquista para reprimir las protestas anti-LOU, como en Salamanca o Santiago. “El reglamento se hizo para un contexto de represión política que luego era usado en democracia, lo cual tenía sentido si se querían usar lógicas represoras para momentos de lucha universitaria”, analiza Ricardo.

En 2002, la Universidad de Santiago de Compostela expulsó durante tres años de todo el distrito universitario de Galicia —algo que tampoco se podrá hacer con la nueva ley— al estudiante de historia Alexandre Fernandes Ramos. Se le acusó de agredir a una estudiante y de “injerencia” en un local de una asociación estudiantil de una facultad diferente a la suya. Alexandre, así como la única testigo, negaron la agresión. Fernandes era un activista destacado, miembro del Conselho Nacional de Agir, una organización estudiantil hoy integrada en Erguer. Desde la izquierda política gallega, la sanción de Fernandes fue calificada de “ejemplarizante” y “castigo” con el movimiento anti-LOU. Agir defendió al estudiante y calificó el incidente de “montaje” y de “expulsión política”, utilizando un reglamento “redactado por las autoridades fascistas”.

Con la LOU implantada y los socialistas en el Gobierno, la ley universitaria se modificó para adaptar el Plan Bolonia, lo que también tuvo contestación en los campus en la primavera de 2008. Durante las movilizaciones contra Bolonia en la Universidad Autónoma de Barcelona, se produjeron encierros en las facultades que fueron disueltos por los Mossos d´Esquadra, e irrupciones violentas en el Consejo de Gobierno y en el decanato. Se propusieron 28 expedientes que se saldaron con 6 expulsiones de entre 1 y 3 años por la misma “probidad” ya mencionada, y 22 sanciones. Unas penas menos duras que en el ciclo de movilizaciones anteriores. Estudiantes movilizados en diferentes universidades, como la Autónoma de Madrid, pidieron a los rectores que se posicionaran contra los expedientes y por la derogación del reglamento franquista.

Mariluz piensa que después de cómo se usó el reglamento de 1954 contra ellos, el movimiento estudiantil que quedó fue “un erial” y una “balsa de agua”. “No hubo movilizaciones reales en la Universidad de Sevilla hasta siete años después, toda una generación estudiantil tuvo que desaparecer para que volviera a vivirse otras”, recuerda Ricardo. Virginia Dominguez, hermana de Mariluz, entró en la misma universidad al año siguiente de las expulsiones y fue miembro de la asamblea de alumnos como delegada de su facultad. Ella constata que “hubo un gran vacío”, donde el movimiento “se cortó en seco”. Las sanciones provocaron que la lucha anti-LOU fuera “un tema tabú” con “muy mala imagen”. “No sé si la intención que hubo de castigarlos fue en realidad la de asustar a la gente”, dice. “Después de un año tan fuerte y con tanta represión, mucha gente abandonó porque estaba asustada”.

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