El 13 de abril de 2016 faltaban 15 días para que Victoria G.C cumpliera 33 años, pero acabaría celebrando su cumpleaños a casi 9.000 kilómetros de su casa, en Honduras. Aquel día aterrizó en Madrid huyendo de Tegucigalpa, donde llevaba años amenazada por su labor como activista por los derechos de las personas LGTBI. No hace muchos meses que ha logrado, después de tres años de espera, el reconocimiento oficial de refugiada, pero en su NIE aún figura un nombre masculino que no es el suyo. La ley excluye a las personas que, como Victoria, no tienen la nacionalidad española y siguen esperando a una reforma legislativa atascada en el Congreso desde 2017.
Tras años de persecuciones, amenazas y agresiones por ser una mujer trans y pelear por los derechos de su comunidad, Victoria abandonó su país natal apoyada por la organización Front Line Defenders. Una vez aquí, dice, ha vivido “un despertar” porque, salvando las distancias con Honduras, España no es lo que pensaba. “Quería empezar de cero y llevar una vida como la que siempre hemos soñado porque yo nunca he tenido una vida plena. Pero al final la discriminación está ahí. Por mujeres trans y por migrantes. Muchas vivimos precariedad y exclusión laboral”, dice.
La reforma de la Ley de Identidad de Género de 2007, que permite el cambio de nombre y de sexo legal, es una de las demandas históricas del colectivo trans. No solo en lo que respecta a la inclusión de las personas migrantes (con permiso de residencia) y los menores de edad –también excluidos actualmente– sino en la eliminación de los requisitos médicos establecidos para ello. La norma obliga a dos años de hormonación y a contar con el diagnóstico psiquiátrico o psicológico que atestigüe que estas personas sufren disforia de género.
En la práctica, esto implica “la patologización” de la transexualidad, explica Victoria, y que “al final, sigamos siendo consideradas personas que no estamos cuerdas” porque “nos exigen un informe que diga que estamos enfermas. Es vergonzoso que siga siendo un psiquiatra el que tenga que autorizar quiénes somos. ¿De verdad es otra persona la que debe decirme que soy una mujer?”, se pregunta. Acabar con este tipo de requisitos era la intención de la proposición que tomó en consideración el Congreso en noviembre de 2017, justo ahora hace dos años, pero se quedó en el tintero con la convocatoria electoral de abril.
El cambio de nombre y sexo en la mayoría de documentos oficiales –Victoria sí se llama así en su tarjeta sanitaria gracias a la ley LGTBI de la Comunidad de Madrid– es algo más que una cuestión simbólica. Ser nombrada en público por un nombre que no es el que te corresponde genera “algo así como una vergüenza social”, en palabras de esta mujer, porque “por ejemplo en una sala de espera, la gente empieza a cuchichear y sientes las miradas”.
Una exclusión que va más allá
Sin embargo, la modificación registral “no nos solucionaría la vida tampoco”, lamenta Victoria, que alude a la exclusión que sigue enfrentando el colectivo. Según datos de 2014 de la Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (FRA), un 54% de los encuestados trans vivieron el año anterior situaciones de acoso y discriminación. Y de acuerdo con un sondeo de este año de la Federación Española de Lesbianas, Gais, Trans y Bisexuales (FELGTB), el 40% sufrió amenazas.
Victoria acaba de firmar un contrato de trabajo por tres meses –“Estoy viendo un poco la luz”, celebra–, pero el ámbito laboral sigue siendo uno de los que más obstáculos presenta y para muchas personas trans encontrar un empleo es casi tarea imposible. “Vivimos mucha exclusión, así que a muchas solo nos queda la supervivencia en el día a día”, dice.
Eso, unido a las agresiones que siguen viviendo las personas LGTBI: solo en 2017, los colectivos recogieron 623 incidentes de odio, más de 50 al día. La propia Victoria sufrió uno justo en enero de ese mismo año, cuando estando en una discoteca de Puente de Vallecas (Madrid) un hombre la insultó, la golpeó y la pateó. Tras ello, permaneció ingresada unas horas en el Hospital Infanta Leonor y denunció ante la Policía acompañada del colectivo Arcópoli, algo que la mayoría de víctimas siguen sin hacer. Por eso, las asociaciones consideran que las cifras son “la punta del iceberg” de la homofobia y la transfobia.
Ante este escenario, la reforma de la ley de 2007 relativa a la modificación de nombre y sexo es una pieza más de un puzzle que aún está pendiente, pues el Congreso tramitaba un paquete de medidas que volverá a la cámara: la ley integral LGTBI –que llevan en su programa el PSOE, Unidas Podemos y Ciudadanos– y la ley trans que propone la formación morada. “Yo lo veo cuesta arriba, la verdad. Creo que no hay interés en esto. Los políticos y los partidos hablan de inclusión y diversidad... pero a la hora de la verdad no somos una prioridad”, explica Victoria al tiempo que recuerda la total ausencia del tema LGTBI en el debate electoral del pasado lunes.
Estas normas aún pendientes incluyen medidas en distintos ámbitos –laboral, sanitario, educativo...– y pretenden homogeneizar los derechos LGTBI en todo el territorio. A día de hoy, muchos de ellos dependen de la comunidad autónoma en la que resida cada persona y de si ésta ha aprobado leyes propias, por ejemplo, la prohibición de las terapias que prometen 'cambiar' la orientación sexual o la identidad de género, algo que solo se prohíbe expresamente en cuatro autonomías. “Al final casi que acabas acostumbrándote a la discriminación, pero tenemos derecho a mucho más. Tenemos derecho a la vida”, zanja Victoria.