Elena Cabrera

13 de mayo de 2021 21:29 h

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El Valle de los Caídos es una anomalía en la Europa democrática. Fue y sigue siendo un monumento de exaltación de la victoria y de la ideología tanto política como religiosa de aquellos que ganaron la guerra. No ha sido hasta la exhumación del dictador que engendró el símbolo de Cuelgamuros, en octubre de 2019, que ha comenzado la lenta y delicada intervención en el lugar. Discretamente, sin helicópteros, unidades móviles, banderas ni losas de mármol, un grupo de arqueólogos está desenterrando algo que podría ser más potente que la momia de Franco: la dignidad de los trabajadores que construyeron ese sitio.

“Hasta ahora el foco estaba puesto en el monumento, que es lo que Franco, los arquitectos y los ingenieros del régimen querían que viéramos y es lo que seguimos viendo. Nosotros lo que proponemos es ver otras cosas”, explica el arqueólogo Alfredo González Ruibal allí mismo, al abrigo del viento y la llovizna que empapan los terrenos escarpados del arranque de la sierra de Guadarrama, rodeados de arroyos y discretas y sutiles pistas que llevan a lo que hasta ahora estaba escondido.

El foco cambia de sitio. Se mueve unos kilómetros. Se desenfoca el fondo, presidido por una cruz de 150 metros de altura envuelta en nieblas. “Dejamos de ver a los héroes y a los mártires y al Caudillo y a Primo de Rivera”. Y miramos lo que en su día quiso ser borrado y aparece, bajo las piquetas, en primer plano. “Y vemos a los trabajadores, tanto presos como libres, a los capataces, a las familias, a los niños, a las mujeres que estuvieron aquí viviendo veinte años. Creo que ellos deberían ser los protagonistas del Valle de los Caídos y su historia debería ser la más importante”, dice González Ruibal. Si el futuro proyecto de resignificación del Valle sale como este arqueólogo del CSIC imagina, los visitantes de este lugar comenzarían su itinerario pasando por los destacamentos penales; en cierta manera, “empezando la historia por donde empezó la historia, que es en el año 1943 con los batallones de trabajadores, los presos que llegan a redimir condenas para hacer la carretera, construir el viaducto o abrir la cripta”.

Para llegar al sitio de la excavación hay que internarse por carreteras estrechas señalizadas por carteles de prohibido el paso. La primera de ellas llega hasta un poblado de viviendas del particular estilo escurialense de la zona, con tejados de pizarra acabados en punta, donde actualmente viven trabajadores de Patrimonio Nacional con sus familias. Hay que atravesarlo y seguir conduciendo por caminos que parece que no llevan a ninguna parte. Pero entre el monte se abre un claro y al lado de la vía mínimamente asfaltada aparecen, entre la maleza, los cimientos de una construcción en ruinas. Es lo que queda de un barracón de trabajadores, tanto presos como libres, de uno de los tres destacamentos que trabajaron aquí: uno en el monumento, otro en el monasterio (que finalmente sería la hospedería) y otro, este en el que estamos, en los cinco kilómetros de carretera que atraviesan el valle hasta el Risco de la Nava. Pero los restos arqueológicos interesantes están aún mucho más adentro de las tripas de este bosque de pino y roca.

No les fue difícil encontrar a los arqueólogos diversos amontonamientos de escombros salpicando el terreno, no muy lejos unos de los otros, siempre al abrigo, cada uno de ellos, de una roca grande. Son los restos de las chabolas construidas por los trabajadores y sus familias para poder vivir cerca de ellos, para recrear algo parecido a una vida digna en un contexto de privación de libertad, de trabajos forzados, de dictadura, de derrota. A estas alturas del trabajo de excavación, se han liberado de escombros cinco de esas casas, por llamarlas de una manera que quizás les venga grande para unas rudimentarias estructuras que parecen neolíticas, pero hogares a fin de cuentas, y están ya a la vista la parte baja de la cimentación. Son de planta cuadrada, poco más de dos metros de lado. Un manchurrón negro nos indica dónde estaba el hogar para cocinarse y calentar la estancia. Podemos pasar por el hueco de la puerta, siempre mirando al sur, hacia el arroyo, dando la espalda al camino que lleva a los barracones oficiales. En una de ellas encontramos una parte más elevada a todo lo largo, pegada a la pared, que parece que sirvió de cama. En otra, cada esquinita tiene un poyo para sentarse. La ubicación de cada una la marca el resguardo de los afilados vientos de Guadarrama que proporciona un bolo granítico. Algún saliente se aprovecha, seguramente, para apoyar en él la cubierta de la casa, que no era muy alta, metro y medio o dos metros a lo sumo, y amañanada con vegetación, porque si hubiera sido de un material no orgánico, los arqueólogos lo habrían encontrado entre los restos del derribo.

Porque estas casas no las derribó el tiempo, sino el hombre. Cuando terminaron las obras de la carretera, este destacamento se abandona y se procede a la demolición de los barracones y las chabolas, principalmente para no afear el entorno. Se produce un sellado de estas ruinas, lo que ha permitido que ahora afloren restos intactos después de setenta años. Como remate, para eliminar las calvas producidas por la huella de estas personas borradas de la historia del Valle, a finales de los años 60 se hace una replantación de pinos. Ya solo quedan las cicatrices, como dice Xurxo Ayán, arqueólogo del Instituto de História Contemporânea de la Universidade Nova de Lisboa, y miembro del equipo.

Fernando Olmeda recoge en su libro El Valle de los Caídos. Una memoria de España, el testimonio de diversos presos que se fugan aprovechando las bajas médicas por intensos dolores de muelas. Precisamente, los arqueólogos acaban de encontrar un molar con una caries tremenda, que apareció en el suelo de una de las casas y que estaba arrancado de cuajo, con las raíces rotas por la extracción, “para hacerse una idea de lo que era estar aquí sin servicios médicos adecuados”, recalca González Ruibal. No paran de salir objetos de entre la tierra. Restos de proyectiles, pues la zona fue anteriormente frente de guerra. Un equipo de cantero. Fichas del economato donde compraban los presos. Restos de calzado. Suelas de caucho reutilizado de neumático, fabricadas aquí mismo porque ha aparecido un trozo grande de caucho recortado con una silueta. “Esta gente estaba muy aislada y la posibilidad de adquirir ropas del exterior eran muy limitadas, además no tenían dinero, por lo que reutilizaban continuamente los objetos”, aclara Alfredo, sosteniendo una olla de metal oxidado que ha sido parcheada en varios sitios. Encuentran latas convertidas en cazos para el agua. Rastros de la presencial infantil: suelas de calzados de niña, restos de lo que fueron cacharritos de juguete. Monedas de los años 40. Todo lo que aparece se puede datar como anterior al año 50, que es en el que se disuelven los destacamentos que se forman en el año 43, lo cual quiere decir, en lenguaje técnico, que “no hay ninguna intrusión”, que no ha habido vida posterior a esta vida en este mismo lugar. Pero hasta ahora, el hallazgo más impresionante, lo encontró Xurxo.

Ocultas todos estos años bajo medio metro de escombros, preservadas en el mismo lugar en el que fueron abandonadas —una fresquera en el interior de una chabola— dos botellas de vidrio verde contienen todavía el líquido en su interior. “A mí lo que más me impresiona es la intención clara de crear un hogar, de dignificar las condiciones de vida y esa chabola es espectacular porque puedes identificar todas esas condiciones de hogar, como el lecho donde dormían, el suelo empedrado y cementado, un fogón, la fresquera y hasta las suelas de los zapatos de la persona que vivía allí, abandonados junto a la puerta”, detalla Xurxo. “Es un viaje en el tiempo a los años 40. Te puedes imaginar a la mujer y a la niña que recibe al marido que lleva ocho horas picando piedra para hacer grava para la carretera, reventado, o con indicios de silicosis”, recrea el arqueólogo. “Lo que hay en estas cabañas es una voluntad de resiliencia y de sobrevivir”, añade.

Se desconoce cuántos trabajadores penados pasaron por aquí, también cuántos obreros presos y en qué porcentaje se combinaban ambas fuerzas. Pero sí se sabe la media mensual. En este destacamento de la carretera, conocido como Banús porque esta era la empresa que tenía esta contrata, en 1943 trabajaron 125 (515 era la media total). En 1946, es de 190. En 1949, último año antes de la disolución de los destacamentos, en el de la carretera trabajan 175 (272, la media total). Los archivos recogen que los trabajadores duermen en barracones de madera que son naves amplias con ventanas sin cerco y hendiduras abiertas, por las que se cuela el frío. Hay 24 grupos de camas de literas de tres alturas para los penados y 20 más para el pabellón de los obreros libres. Otro miembro del equipo, el historiador Luis Antonio Ruiz, consultó los archivos para la primera fase de documentación del proyecto y encontró que había poco que encontrar: “Abunda la cuestión monumental, hay algo de información sobre los destacamentos penales pero hay un vacío bastante llamativo sobre estas estructuras que estamos interviniendo, la arquitectura más subalterna dentro de lo subalterno que ya eran las viviendas de los obreros”.

Todos estos restos materiales que están siendo recuperados nos hablan de los “doblemente olvidados del Valle”, como dice González Ruibal, tanto los trabajadores como sus familias. Por ahora no hay un destino previsto para todos estos objetos pero a valoración de los arqueólogos serían una aportación imprescindible para un proyecto museístico que contribuyera a la reinterpretación del Valle de los Caídos.

Están por venir las exhumaciones de las criptas solicitadas por los familiares, pendientes aún de un permiso de obras del Ayuntamiento de El Escorial. Y la exhumación de los restos de José Antonio Primo de Rivera, enterrado en un lugar prominente de la basílica, algo que sucederá cuando se apruebe la nueva Ley de Memoria Democrática. Pero sobre todo lo que urge es un nuevo relato. “Lo que estamos haciendo es parte de un programa más amplio de resignificación dirigido por la Secretaría de Estado de Memoria Democrática —explica Alfredo González Ruibal— porque en el año 2021 el relato del Valle de los Caídos sigue siendo el del tardofranquismo y es injustificable que una democracia herede ese relato y no lo pueda cambiar”. El investigador evidencia que la manera de entender este lugar no ha cambiado cuando ve que “cada vez que alguien intenta hacer algo en él, se crea una polémica tremenda y se hace todo lo posible por impedirlo, desde determinados partidos políticos a determinados colectivos e individuos”, añade. 

En democracia, niños y niñas escolares eran traídos de excursión al Valle de los Caídos. Se ha inscrito en nuestro cotidiano con un componente folclórico que ha estado a punto de hacernos olvidar su verdadero significado. “Todos hemos sido culturados en este paisaje bucólico que en realidad esconde un paisaje ausente”, señala Xurxo, caminando entre las rocas para llegar a la última de las cabañas, a la que bromeando llaman el chalé con vistas, más alejado del resto, absolutamente camuflado y al borde de un desnivel. Acaban de encontrar en él una cadena para cerrar la puerta y restos de uralita en el suelo, con la que probablemente se construyó un tejado. El paisaje ausente está siendo revelando.