Desde que empezó la pandemia del nuevo coronavirus SARS-CoV-2, las comparaciones con la del VIH (Virus de Inmunodeficiencia Humano) han sido más que recurrentes. Entre ambos patógenos hay paralelismos evidentes: los dos causan miles de muertes, dejan un gran impacto social y provocan sensación de vulnerabilidad. No obstante, desde profesionales médicos, de la investigación y de la sociología hasta activistas y personas con VIH coinciden en una misma valoración: a pesar de que guarden ciertas similitudes, no son iguales.
En tan solo unos meses la COVID-19 ha causado la muerte de más de 385.000 personas en todo el mundo y ha infectado a más de 6,5 millones. Por su parte, desde que se originó la pandemia del sida en 1981, 32 millones de personas han fallecido en todo el planeta y casi 75 millones se han infectado, según datos de ONUSIDA. Las cifras evidencian por sí solas el carácter de amenaza para nuestras vidas que poseen ambos virus. Sin embargo, la crisis sanitaria mundial que se ha declarado en 2020 por el nuevo coronavirus no se decretó hace cuatro décadas por el VIH. Tampoco hubo confinamiento ni estado de alarma. ¿A qué se debe esta diferencia a la hora de abordar las dos pandemias?
Para Santiago Moreno, jefe de Enfermedades Infecciosas del Hospital Ramón y Cajal de Madrid, “la comparación ha surgido por asociación y porque se trata de dos pandemias de la edad moderna pero las dos son muy distintas en diversos aspectos. La COVID-19 y el sida no son enfermedades comparables y tampoco lo es el abordaje que se ha hecho con la una y con la otra”. El doctor especialista en VIH, virus que en su última fase provoca el síndrome de inmunodeficiencia adquirido (sida), señala el primer factor que explica por qué no se han gestionado del mismo modo: la capacidad que ha tenido este coronavirus para parar la economía global en cuestión de semanas. “Seguramente el impacto económico que la COVID-19 tuvo en el mundo no lo tuvo el sida”, resalta.
El director de la Coordinadora Estatal de VIH y Sida (CESIDA), Toni Poveda, coincide con él: “Vivimos en un mundo que parecía imparable y el hecho de que se hayan detenido las principales economías puede hacer que los estados se den mucha más prisa en hacer que llegue el tratamiento y la vacuna”. La rapidez apareció también a la hora de activar medidas para frenar el avance del virus: poco días después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara la COVID-19 una pandemia, varios países ya habían decretado el cierre de fronteras, el confinamiento y el cierre de centros educativos.
Ciertamente, el VIH no paró el mundo y esta reacción política inmediata no se vivió hace cuarenta años. El por aquel entonces presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, tardó seis años en pronunciar la palabra “sida” en un discurso público y, cuando lo hizo en 1987, ya había más de 47.000 casos en el país y más de 71.000 en todo el mundo según datos de la OMS. En España, la situación fue idéntica: en 1991 el grupo activista ACT UP Barcelona empapeló la ciudad con un cartel de Jordi Pujol, expresidente de la Generalitat catalana, para denunciar que todavía no había articulado aquellas cuatro letras. En ese año los casos de sida en Cataluña superaban los 2.600 y la cifra de fallecidos era de más de 1.200, tal y como recogen noticias de la época del archivo de Sida Studi.
Virus que matan de forma distinta
Un aspecto que explica la desigualdad a la hora de abordar las pandemias se encuentra en la forma en la que se transmiten los dos virus y la manera en la que actúan dentro de nuestros organismos. Como apunta Poveda, “el nuevo coronavirus se contagia y el VIH se transmite”. Para que una persona se infecte de VIH “es necesario que haya una transmisión” a través de una práctica de riesgo que todo el mundo puede tener, como mantener una relación sexual sin protección, o que se compartan jeringuillas para el uso de drogas. Moreno añade que esta manera “tan concreta y limitada” que tiene el VIH de transmitirse favoreció que se pudiera controlar su propagación. Sin embargo, [la transmisión] ha sido el principal obstáculo para contener la COVID-19 ya que, al contagiarse “por el simple contacto”, viaja más rápido, la protección se hace más difícil y se hacen necesarias medidas como la distancia de seguridad y el confinamiento, que, incide Poveda, no se aplicaron en el caso del VIH porque “nunca tuvieron sentido”.
La letalidad entre un virus y otro también es muy dispar: mientras que un diagnóstico positivo de VIH en los 80 y principios de los 90 significaba una sentencia de muerte, ya que no había tratamiento médico ni cura (ahora bajo medicación es una condición crónica); esta situación no se produce con la COVID-19, de la que sí es posible recuperarse y de la que sí se puede conseguir que el virus desaparezca del cuerpo. De hecho, el número de pacientes recuperados (150.000) supera al de fallecidos (27.000), según datos del Ministerio de Sanidad.
Tal y como recalca Nuria Izquierdo-Useros, jefa de patógenos emergentes en el Instituto de Investigación del Sida IrsiCaixa, “son dos virus diferentes que actúan de forma diferente y que causan la muerte de forma muy diferente. Hay muchas personas que de forma natural son capaces de hacer frente al SARS-CoV-2 gracias a su sistema inmune. El problema del VIH es que el sistema inmunitario no es capaz por sí solo de hacerle frente. En ausencia de tratamiento puede llegar a causar la muerte, pero ese un proceso extremadamente lento que puede llevar años. Con el nuevo coronavirus, en tan solo semanas una persona puede entrar en situación crítica y en cuestión de días perder la vida”, detalla. Además, Julia del Amo, directora del Plan Nacional sobre el Sida, pone sobre la mesa una distinción “importante en el patrón de la mortalidad”. Por una parte, “el VIH afectaba a personas jóvenes que morían también muy jóvenes” y, por otra parte, el SARS-CoV-2 tiene más incidencia “en personas de edad más avanzada y es particularmente letal en las personas ancianas”.
Esto sí va conmigo, el VIH no
La frenada en seco de la economía que ha provocado el SARS-CoV-2 ha hecho que “se le haya dado mucha más importancia que a la pandemia del sida”, explica Gracia Trujillo, profesora de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, que remarca que en aquella época se pensaba que “el sida era una cosa de homosexuales, prostitutas y drogadictos; de los márgenes de la sociedad”. Desde el inicio, el VIH y el sida quedaron vinculados a estos grupos de ciudadanos (los primeros nombres que recibió fueron “cáncer gay” y GRID, Gay-Related Inmune Deficiency) y tanto las informaciones en los medios de comunicación como las declaraciones de las autoridades políticas se encargaron de reforzar esta idea.
Así explica Mercè Meroño, presidenta del Comitè Primer de Desembre que reúne a una veintena de asociaciones que trabajan en el ámbito del VIH/sida en Cataluña, esta otra clave diferencial entre las dos pandemias: “Con el VIH se identificaron grupos de riesgo y la gente no se sentía aludida. Si no pertenecías a ellos, aquello no iba contigo. Ahora sí se ha lanzado el mensaje de que esto le puede pasar a todo el mundo. Con el coronavirus se han definido desde el principio medidas como el uso de mascarillas y el lavado de manos las manos y, además, se han identificado personas que pueden ser más vulnerables. Es decir, se ha realizado un esfuerzo muy grande en establecer unos parámetros que no se hizo con el VIH”.
Este señalamiento también influyó en la respuesta institucional a la hora de informar sobre la prevención. “Todo el despliegue informativo que hay sobre el coronavirus desde todos los departamentos sobre cómo se transmite, qué puedes hacer, que además está en todos los idiomas… no tiene nada que ver al que hubo cuando empezó el VIH/sida. Reaccionaron tarde. Nosotros [el activismo] hicimos el material informativo. Eso no se hizo desde los gobiernos, no estuvo orquestado y esto es un hecho caracterizador brutal”, expone Meroño.
“El coronavirus se vive en sociedad”
El cuarto factor diferencial entre cada pandemia radica en el estigma social que ha surgido en cada una de ellas. Trujillo explica que “si pensamos en cómo enferman ahora las personas con este virus y en lo que sucedía antes, las víctimas del sida eran verdaderos apestados. Esto parece que se nos ha olvidado y es importante recordarlo”. La también activista feminista queer pone de ejemplo “los aplausos que se les da a las personas que se curan y que vemos una y otra vez en los medios”, un gesto inimaginable en los pacientes con sida de los 80 y los 90 que eran rechazados por sus familiares, hubo funerarias que no se hicieron cargo de algunos fallecidos e incluso había hospitales que se negaron a atender a pacientes en fase terminal.
María tiene 59 años, reside en Vilanova i la Geltrú (Barcelona) y vive con VIH desde 1987. Reconoce que el aislamiento y la cuarentena de este 2020 le suenan muy familiares, pero matiza que aquella cuarentena no era pasajera, sino que era “casi de por vida”: “Cuando me enteré de que tenía VIH, estaba embarazada. Los médicos me decían que tenía que abortar, que no tenía que tener ese hijo y que me iba a morir porque la gente no duraba. Entonces aborté con todo el dolor de mi corazón. Tenía miedo a la muerte”.
La idea sobre el VIH y el sida que corría por aquel entonces –y que erróneamente aún prevalece– es que, si lo tienes, es porque te lo has buscado y algo habrás hecho. Es decir, la culpa caía en las víctimas, cuando nadie elegía –ni elige– vivir con un virus de por vida. “Que el coronavirus se transmita por unas gotas que expulsan las personas contagiadas da otro cariz [a esta pandemia]”, apunta Trujillo que remarca que hoy no se nos pasaría por la cabeza responsabilizar o “marcar” a los pacientes de COVID-19. “Se huía de las personas enfermas, algo que ahora nos parece impensable”, puntualiza.
¿El estigma que viviste es comparable al que se pueda tener hoy por el SARS-CoV-2? “No, no, no”, responde María. “Hoy no hay estigma. Yo lo viví en soledad durante diez años por temor al rechazo, a quedarte sin trabajo y quedarte sin amigos. El coronavirus se vive en sociedad. Si lo pasas eres hasta un héroe y se habla de si tienes anticuerpos”, explica. Ahora tiene dos hijos, un nieto, ha “cumplido sus sueños” y forma parte del grupo SuperVIHvents compuesto por personas que llevan más de 20 años con el virus: “El estigma no es solo no poder decirlo. También es tener que ir a hacerte analíticas y ver cómo lo explicas en el trabajo, tener que tomarte dieciséis pastillas al día, ver fotos de gente hecha polvo que daban terror… Esto aquí no existe”. La socióloga comparte esta idea y afirma que “la del sida fue una pandemia ocultada. Si tú y yo nos contagiamos del nuevo coronavirus no nos vamos a esconder. Vamos a ir y a pedir ayuda”.
No obstante, Toni Poveda de CESIDA remarca que en la COVID-19 han aparecido “casos de estigma y discriminación asociados al miedo que empiezan a ser preocupantes, entre ellos al personal sanitario”. Pero también a la comunidad asiática. El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha culpado a China de la pandemia del SARS-CoV-2 y ha llegado a referirse a él como “virus chino”. Como denuncia al racismo que estaban recibiendo, ciudadanos asiáticos de todo el mundo lanzaron en febrero la campaña “No soy un virus”.
Vidas que valen menos
“La pandemia del nuevo coronavirus nos lo ha puesto delante: hay unas vidas que importan más que otras. Ahora hay unas vidas por las que lloramos y por las que estamos haciendo un duelo y un luto. Con el sida, había vidas que no importaban”, subraya Trujillo. El New York Times publicaba en su portada el 24 de mayo los 100.000 nombres de las muertes por el SARS-CoV-2. Cuando esa misma cifra de fallecidos se alcanzó por el sida en 1991, el New York Times no le dedicó la página principal, sino que quedó relegada a la parte inferior de la página 18.
En la pandemia de la COVID-19 también hay vidas que importan menos. “Son las de personas migrantes sin regularizar que están ahora mismo exponiéndose al contagio yendo a trabajar en trasporte público o trabajando en los campos. También lo son las que estamos llamando trabajos esenciales como las cajeras, repartidores y el personal sanitario, que no cuentan con la protección adecuada. El coronavirus tiene un sesgo de clase, de género, de etnias, de situación legal”, anota.
Han pasado cuatro décadas entre una pandemia y la otra, ¿ha cambiado algo la forma de gestionar una pandemia? Para el jefe de Enfermedades Infecciosas del Ramón y Cajal esa respuesta es negativa: “Espero que los errores que hemos cometido y lo que hemos aprendido con esta pandemia nos sirvan de ayuda para controlar las próximas, porque vendrán”. Izquierdo-Useros en cambio argumenta que medidas como el confinamiento ponen de manifiesto el compromiso de los gobiernos para salvar vidas.
Del Amo, directora del Plan Nacional del Sida, insta a dar respuesta poniendo en el centro tanto la ciencia como la salud pública, mientras que, desde el activismo, Trujillo, Meroño y Poveda apuntan en la misma dirección: cuidar, atender y proteger a todo el mundo. “Tenemos que sacar lecciones aprendidas del VIH. No puede ser que las poblaciones más vulnerables sean las más castigadas”, incide el director de CESIDA antes de terminar: “Esto es una cuestión de derechos humanos”.