Se ha abierto una extendida polémica en algunos sectores de la izquierda al considerar que la exhumación de Franco supuso una exaltación de su figura al organizarse, dicen los más hiperbólicos, un auténtico funeral de estado. Muchos nos hemos animado a participar activamente en la discusión. Una curiosa observación al respecto tiene que ver con el hecho de que ninguno de nosotros estuvimos allí delante. Juzgamos lo ocurrido en base a una retransmisión televisiva y, por tanto, más que el hecho en sí, estamos discutiendo sobre la impresión que nos causó una reproducción electrónica de un acontecimiento.
Desde la extensión del consumo de televisión, hace mas de medio siglo, los seres humanos hemos desarrollado una doble experiencia vital. Conocemos gracias a la televisión una gran cantidad de realidades a las que nuestros antepasados nunca hubieran podido soñar con acceder. Lo cierto es que tenemos una doble experiencia vital. Por un lado, aquella a la que hemos accedido de forma directa. Pero, por otra parte, hay muchos acontecimientos que hemos conocido a través de su reproducción a través de un televisor. En nuestro cerebro, ambas experiencias se acumulan y se entrecruzan y acaban por formar parte de un único imaginario de recuerdos.
Es difícil convencernos de que no hemos visto cómo se llevaban a Franco del Valle de los Caídos. Lo que hemos conocido es una reproducción a través de medios electrónicos que nos han dado una visión absolutamente parcial de la realidad. Antes de que los conspiradores se pongan en marcha, conviene recordar que toda reproducción implica una manipulación. Lo problemático surge cuando esa manipulación se hace intencionadamente con el fin de dar una visión sesgada de un hecho. No parece el caso.
No hay duda de que el equipo de TVE que realizó la retransmisión de lo sucedido el jueves pasado intentó contar de la manera más fidedigna posible lo sucedido. A la vista de la polémica surgida, podemos afirmar que no lo consiguieron. En sus decisiones primaron criterios bienintencionados para que se viera lo mejor posible, hasta el mínimo detalle. Seguramente, de ese buen quehacer profesional puede haber derivado el problema.
Lo que vimos desde casa fue una retransmisión en directo. Este hecho ya introduce una tensión especial derivada del desconocimiento y la inquietud por lo que fuera a suceder. Los comentarios de los periodistas y las constantes conexiones y opiniones cruzadas contribuían a crear una inevitable tensión emocional en todos los que asistíamos como espectadores frente a las pantallas. Con total seguridad, nuestro estado de ánimo hubiera sido bien distinto de habernos encontrado en una esquina de la explanada de Cuelgamuros sin más sonido que lo que lejanamente nos llegara de los escasos asistentes al acto.
Las cámaras ofrecían imágenes muy cercanas de lo que sucedía. Abundaban los primeros planos e incluso de algunos detalles. Las perspectivas más generales no fueron dominantes. Es casi una norma del lenguaje televisivo. Se cuenta de antemano con que la gente va a ver todo en un monitor de pequeño tamaño en el que todo lo que suponga alejarse de los objetos dificulta su visión. Ayer se difundieron algunas fotografías realizadas desde la lejanía por periodistas gráficos que mostraban un impresionante punto de vista. Apenas algunos bultos negros empequeñecidos y en absoluta soledad en mitad de la grandiosidad del espacio escénico que supone el Valle de los Caídos. Los primeros planos con sonido directo que ofrecía la televisión y la impresionante fotografía que empequeñecía lo que allí ocurrió reprodujeron el mismo acontecimiento y, sin embargo, reflejaron dos realidades completamente opuestas.
Vista desde una perspectiva general y lejana, la exhumación fue realizada en una llamativa y marcada soledad. La familia quedaba absolutamente aislada de la sociedad española. La ceremonia, si fue impresionante por algo, lo fue por el reflejo de cómo la figura de Franco quedaba reducida a la mínima expresión respecto a lo que hoy es España. Por el contrario, una retransmisión inmersa en mitad de los escasos asistentes en la que se podía oír cada frase y observar cada mirada provocaba una tensión evidente.
Lo mismo ocurrió en Mingorrubio. Un pequeño grupo de fascistas estaban arrinconados por un perfecto despliegue de seguridad. Su lejanía de la inhumación restaba toda importancia a su presencia. Por el contrario, las cámaras de televisión metidas en mitad de la pequeña turba fascista parecían reflejar una seria confrontación. Se oían insultos a la prensa y los operadores, cámara en hombro, ofrecían imágenes en constante movimiento desnivelados por los empujones de los escasos asistentes que estaban a su alrededor. El montaje en paralelo con la llegada del féretro al cementerio trasladaba una sensación angustiosa de tumulto y descontrol.
Es difícil creerlo, pero lo que vimos a través de la televisión no fue la exhumación de Franco. Fue un espectáculo electrónico de imagen y sonido que nos produjo sentimientos diversos derivados de la pura narrativa audiovisual. Lo que vimos no fue la realidad.