Vivimos en un planeta de virus. Están en el agua: una gota de agua del océano puede contener millones. Están en el aire: cada vez que respiramos inhalamos miles —también bacterias y algún hongo—. Están en nosotros: vivimos colonizados por un número de ellos comparable al de nuestras propias células. Y, por supuesto, también están en el resto de animales. Son estos últimos los que más interesan a los investigadores, ya que se calcula que entre el 60 y el 75% de las enfermedades infecciosas emergentes tienen un origen zoonótico. Si padece germofobia, absténgase de seguir leyendo.
Aunque el posible escape del SARS-CoV-2 de un laboratorio regrese de forma cíclica a los medios por causas políticas, sin que haya evidencias —nuevas o antiguas— en favor de esta hipótesis, lo cierto es que las pandemias suelen empezar en la naturaleza. Todos los datos apuntan a que la COVID-19 es un ejemplo más.
La historia de la COVID-19, sin embargo, parece sugerir que el salto de un virus desde un animal a un ser humano es un evento muy raro que, cuando se produce, desencadena brotes y pandemias imposibles de pasar por alto. A fin de cuentas, es lo que también pasó con las gripes, el sida, el ébola, la viruela de los monos y la erradicada viruela. Con toda probabilidad es como empezó el brote de fiebre hemorrágica de Marburgo que afecta estos días a Guinea Ecuatorial y como se contagió la niña fallecida hace unas semanas en Camboya por gripe aviar. Pero, ¿son estos “derrames” (spillover, en inglés) tan raros como parece? ¿Implican siempre el inicio de una epidemia cuya relevancia clínica la haga detectable?
En un planeta de virus, la lógica sugiere que el paso de virus entre animales y seres humanos es algo habitual. “Los 'eventos de derrame' son muy comunes porque los animales tienen un montón de virus y las personas están en contacto constante con los animales, por lo que por supuesto que habrá una transmisión intensa entre ambos”, explica a elDiario.es el coronavirólogo de la Universidad de Utah (EEUU) Stephen Goldstein.
Los datos apoyan esa visión. De hecho, fue el contacto continuo a través del comercio de animales exóticos el que llevó a un grupo de investigadores a catalogar en 2007 a los coronavirus como “una bomba de relojería”. Antes, en 2003, la emergencia del primer SARS había revelado que el 13% de los comerciantes de animales tenía anticuerpos contra este virus —o alguno similar— frente a menos del 3% de los participantes del grupo control. Una muestra de 29 criadores de camellos de Kenia mostró que más del 75% había estado en contacto con otro coronavirus, el MERS, a pesar de que se pensaba que el paso de este virus al ser humano era raro.
El SARS provocó una serie de brotes y el último caso tuvo lugar en 2004. El MERS genera infecciones periódicas cada año en personas en contacto con camellos, sin pasar de ahí. El SARS-CoV-2, por otra parte, dio lugar a una pandemia global y su destino es unirse a los otros cuatro coronavirus humanos con los que convivimos habitualmente. En total se podría pensar que solo hay siete coronavirus capaces de infectar a las personas de entre los cientos o miles que deben existir en cerdos, perros, gatos, caballos, ratones y murciélagos.
Sin embargo, no es así. Si miramos solo coronavirus, desde 2001 se han reportado decenas de casos en personas, probablemente contagiadas por animales como perros y cerdos. Por ejemplo, en niños hospitalizados con neumonía en Malasia. O en un viajero que presentó fiebre y malestar tras viajar a Haití —país en el que se hallaron otros casos independientes en niños—. También en niños tailandeses. Incluso en pacientes de Estados Unidos con síntomas respiratorios. Todos estos hallazgos se han documentado en el último par de años, fruto del renovado interés por los coronavirus, lo que sugiere que estas infecciones pasan desapercibidas la mayor parte del tiempo.
El contacto con otros coronavirus nuevos y desconocidos es constante, pero no todos tenemos las mismas papeletas. Un estudio publicado la semana pasada en la revista International Journal of Infectious Diseases analizó entre 2017 y 2020 a casi 700 personas de áreas rurales de Birmania dedicadas a las industrias extractivas —desde tala a caza, así como a la matanza de murciélagos y a la recogida de su guano—. Los resultados mostraron que el 12 % de los trabajadores había estado expuesto a coronavirus similares al SARS. Los autores concluían que “la exposición entre comunidades humanas de alto riesgo aporta pruebas epidemiológicas e inmunológicas de que se están produciendo derrames zoonóticos” y defendían la necesidad de aumentar la vigilancia en estas poblaciones y disminuir el riesgo de transmisión.
Nada de esto debe quitarnos el sueño. “La gente no necesita preocuparse demasiado”, tranquiliza Goldstein. “Si aceptamos que los 'derrames' son bastante comunes eso también quiere decir que la mayoría de infecciones no son muy significativas desde el punto de vista clínico”. La mayor parte del tiempo la gente no tiene síntomas o estos son muy leves y solo en las raras ocasiones en las que se producen cuadros graves podemos llegar a detectar que algo está pasando. Para el investigador, esta es “la punta de un iceberg en su mayoría benigno”.
La otra cara de esta realidad es que en muchas ocasiones no se sabe qué provoca la infección respiratoria de un paciente que acude a un hospital. El virólogo de la Universidad de Florida (EEUU) John Lednicky aseguraba en un artículo reciente publicado en NPR que los test solo identifican al culpable en un 40% de los casos: “Me gusta verlo como que en el 60% de las ocasiones los médicos no tienen idea en absoluto de qué está causando la enfermedad respiratoria”.
Que el iceberg sea mayormente benigno no es el único motivo por el que una pandemia como la de la COVID-19 no ocurre todos los días. “La exposición [a virus animales por parte de los seres humanos] ha de ser necesariamente muy frecuente, pero hay barreras que impiden ir más allá al patógeno en la mayoría de los casos”, explica el virólogo del Instituto Nacional de Investigación y Tecnología Agraria y Alimentaria (INIA-CSIC) Miguel Ángel Jiménez.
A grandes rasgos, estos 'muros' son: el sistema inmunitario, que protege al huésped, y la barrera de especie, que hace que los patógenos se hayan adaptado a una especie concreta en un proceso que puede llevar desde años a siglos. No todos los virus son iguales: algunos pueden saltar entre especies sin miedo, mientras que a otros les cuesta salir de su zona de confort. “Hay virus más capaces que otros de llegar más lejos en ese camino hacia la adaptación total al ser humano”, aclara Jiménez. “Afortunadamente, la mayor parte de los intentos se quedan en el camino”.
Son buenas noticias si tenemos en cuenta que se calcula que existen unos 1,7 millones de virus por descubrir en mamíferos y aves, de los que entre 540.000 y 850.000 podrían infectarnos.
En busca de la próxima pandemia
En realidad, Jiménez cree que parte del debate sobre si estos saltos son más o menos habituales es terminológico. “Depende de lo que entendamos como ‘derrame’, que no deja de ser un concepto relativamente moderno”. En algunos casos puede haber exposición al virus o a su material genético sin infección: esto es casi imposible de descubrir fuera de entornos muy controlados y es lo que probablemente sucedió con las detecciones de gripe aviar H5N1 en trabajadores de Reino Unido, Estados Unidos y España en contacto con aves enfermas.
También se pueden dar infecciones en seres humanos sin que luego se produzca transmisión, lo que termina siendo una anécdota en un paper científico. Los ejemplos son más comunes de lo que parece: recientemente investigadores franceses descubrieron una especie desconocida de circovirus —cuyos hospedadores habituales suelen ser aves y cerdos— en una paciente inmunodeprimida con una hepatitis crónica sin explicación.
El contacto constante entre virus animales y seres humanos no debe impedirnos jugar con nuestro perro o ir de paseo por el campo. Para los investigadores, sin embargo, supone una forma más fácil de estudiar cómo empiezan las pandemias. Goldstein piensa que la secuenciación a gran escala de los virus que hay en animales como murciélagos “es científicamente interesante”, pero “no nos dice nada sobre derrames y riesgos de pandemias”.
En su lugar, Goldstein asegura que puede ser más útil secuenciar con mayor frecuencia las muestras de aquellos pacientes en los que no se logra identificar un patógeno conocido, así como vigilar a quienes están en contacto cercano con animales salvajes.
Jiménez ve razonable la propuesta, pero aclara que “no es incompatible con vigilar patógenos en animales para los cuales sabemos que existen riesgos”. En su opinión, “parece fuera de toda duda que tenemos que poner más esfuerzo en vigilar patógenos emergentes y hacerlo con toda la potencia que las herramientas de detección y diagnóstico permitan”. Que los saltos de virus entre animales y humanos sean frecuentes no significa que haya que ignorarlos, pero sí pone en contexto lo que supone vivir en un planeta de virus y nos recuerda dónde debemos centrar la atención antes de la próxima pandemia.