Así vivían los niños la “violencia contenida” de la escolanía del Valle de los Caídos
Al abrigo del monte Abantos, en los inviernos hace un frío perro. Los niños juegan al fútbol con una pelota de cuero mil veces pateada, pesada como si fuera un bolo de granito, cargada del agua de los charcos de hielo de Guadarrama, rebozada en la arenisca que alfombra el valle de Cuelgamuros, allí donde no hay piedra.
Son 40 los niños. Los pequeños tienen nueve años. Van siempre en pantalón corto, da igual el frío perro. A los mayores, de 12 o 13, se les ve más serios, ya van domados. Un día a la semana se los llevan a caminar entre los riscos, ya puede ser agosto o enero. Da igual el frío perro.
Pepe Galán, que estudió en la escolanía del Valle de los Caídos entre 1967 y 1970, se acuerda de esto y de muchas cosas más. De la grandiosidad del monumento visto desde la estatura de un niño de 10 años. De la piedra, de las escaleras, del eco que amplificaba cualquier murmullo. De los ángeles con espadas. Del único día que les dejaron subir a lo más alto de la cruz, a uno de sus brazos, para celebrar la graduación. Del dolor de la pelota de cuero cargada de agua y rebozada en la arenisca cuando impactaba en un muslo. Se acuerda de esto y de lo que no se acuerda, también, porque a día de hoy, gracias a su militancia antifranquista y su activismo en la memoria, es capaz de reconstruir sus años con los benedictinos, rellenando los huecos de lo que no sabía y lo que no veía entonces.
La escolanía del Valle de los Caídos, una institución educativa religiosa, un internado para niños cantores subvencionado por Patrimonio Nacional, sigue vigente y no es muy diferente hoy de lo que fue en el tardofranquismo, según se puede ver en prácticamente la única ventana documental a lo que ocurre allí dentro, la película A la sombra de la cruz, de Alessandro Pugno, premiada en el Festival de Málaga en 2013. En las entrevistas que siguieron a su estreno, Pugno declaró que lo que ocurre allí dentro no es enseñanza sino “adoctrinamiento”. Aunque su evacuación parece inminente, la escolanía tiene abierta la inscripción para el curso que viene y la hospedería sigue admitiendo reservas para retiros espirituales.
El tiempo detenido
Los niños cantan la misa diaria. Juegan al tenis usando como frontón las paredes del complejo construido con trabajadores forzados. Los niños rezan. Se marcan partidas de futbolín no muy lejos de un cementerio de miles de muertos trasladados a espaldas de sus familias. Los niños monaguillos atienden al servicio del altar. Sacan de la sacristía los objetos litúrgicos y los pasan por delante de la tumba de José Antonio Primo de Rivera. El nacionalcatolicismo franquista sigue vigente en el Valle de los Caídos.
“Un niño que está allí no debe vivir esa hostilidad en el ambiente, como la que yo viví cuando era crío. Las caras de los jefes de la Falange, de los tradicionalistas, del Movimiento Nacional… estaban allí como perdonándonos la vida. Esas imágenes a mí no se me olvidarán jamás. Había mucha tensión y violencia contenida. Allí, en las misas, estaban muchos de los que eran y de los que querían ser algo en el franquismo”, recuerda Galán. “En España hay 50 provincias que casi coinciden con las 52 semanas del año. Un día a la semana, las fuerzas vivas de cada provincia (el obispo, el jefe provincial de la Falange, el Gobernador Civil, empresarios, jefes de periódicos…) estaban allí, en el homenaje a José Antonio Primo de Rivera. Y nosotros, los niños, teníamos que cantar la misa en esa celebración semanal”.
Cuando las autoridades franquistas se iban, los niños se abalanzaban a los bancos en los que habían estado sentadas. Coleccionaban las tarjetas con los nombres, y así sabían quiénes eran. A algunos, los ministros, los reconocían de la tele. Era como jugar a los cromos. Cuanto más famoso, más valor tenía. Pepe recuerda allí a Licinio de la Fuente (ministro de Trabajo entre 1969 y 1975), a Fernando Suárez (último ministro de Trabajo y vicepresidente del Gobierno del franquismo, imputado en la causa abierta en Argentina), a José Solís Ruiz (ministro secretario del Movimiento), a José Antonio Girón de Velasco (fundador de las JONS) y, por supuesto, cada 20 de noviembre, el llamado homenaje nacional a los caídos, al dictador Francisco Franco y el príncipe Juan Carlos, “aunque a él no le ponían tarjeta”, presidiendo el acto en primera línea.
Nadie les contaba nada, pero entre los niños se decían: “Ahí hay muertos”. De alguna manera se enteraron de que habían enterrado a personas en las capillas de la nave, pero jamás en esos años fueron conscientes, que recuerde Pepe, que a ambos lados del altar, tras las capillas principales, incluso pegando a los tubos del imponente órgano OESA de 1956, había miles de huesos más. En sus dos primeros años allí siguieron llegando camiones con cajas identificadas o no, aunque muchísimas menos que en años anteriores: un centenar en la primavera de 1967. En 1968 los mandan también también desde Griñón, Chamartín de la Rosa y Villaviciosa de Odón en Madrid, de Alcázar de San Juan en Ciudad Real y de Gandesa en Tarragona. Llegan los muertos en silencio y allí los niños no saben nada, no ven nada.
“Estás ante una persona que ha borrado una pizarra con la lengua” dice Pepe. Sucedió un día en el que, sin permiso, los niños se pusieron a pintar garabatos en la pizarra. “Tonterías de niños”. Entró un fraile y dijo “poneos de rodillas”. Le señaló a uno la mitad del encerado y, al otro, la otra mitad. “Dentro de un rato voy a volver y la quiero limpia”, les dijo. Pepe lamió su parte, hasta donde llegaba, recogiendo con su lengua el polvo de tiza. “Estás ante una persona que en un momento de ocio ha entrado en un cuarto donde había un piano y por sentarse a experimentar con él, ha recibido una gran paliza”, dice.
No querrá decir quién fue, pero lo califica de reconocido organista y musicólogo. “Me acusó de aporrear el piano y me cayeron hostias como panes. Allí no se andaban con tonterías. Algunos de los curas tenían una vena un poco sádica. Como en todos estos sitios en los que tienen impunidad y saben que lo más que van a recibir es una reprimenda del padre superior o del abad”. Estas no son las únicas historias de violencia. Hay más, muchas más.
“Una noche, en el dormitorio común de los niños pequeños, entró un murciélago. Agarramos las almohadas para darle, yo no lo hice, pero se armó un alboroto. Salió el vigilante, que dormía en una habitación contigua. Dijo que todos los que hubiéramos salido de la cama, nos pusiéramos de rodillas”. Los cuarenta niños se arrodillaron en el suelo, veinte a cada lado, dejando un pasillo en el centro. El fraile mandó a uno de los niños —Pepe todavía recuerda su nombre— a buscar un martillo de madera que usaban en la capilla para marcar sonoramente las indicaciones. Cuando viene con el instrumento en la mano, el benedictino se coloca junto al primero de la fila y le suelta un martillazo en la cabeza. “Pasa al siguiente. ¡Toc! Al que le daba se llevaba las manos a la cabeza. Lloraba. Tú veías que se iba acercando. Cuando me fue a dar, cerré los ojos, se me puso todo en blanco del dolor”. El castigador había llegado al final, no quedaba un niño sin golpear. Todos se rascaban la cabeza del dolor. “Y entonces, se pone a dar una segunda vuelta”, recuerda Pepe, como si hubiera sucedido ayer, agarrándose la cabeza. “Se te caía el alma a los pies. Rezabas para que no te diera en el mismo sitio. Cuando me llegó la segunda, me dio en el mismo sitio. Se me saltaban los lagrimones”.
La verdadera historia
“Mi padre no tenía una concepción de lo que verdaderamente era el Valle de los Caídos”, señala Pepe. De cómo un niño del barrio de Orcasitas acaba internado en un lugar como aquel, tiene la culpa Japón. Actualmente Pepe está trabajando en un documental, probablemente será el último de muchos que ha producido junto a su pareja, Julieta Pérez, que cuenta su propia historia. Todo comenzó con la envidia. El primo Jesús, que estudiaba internado en un colegio de curas, llegaba de gira musical por Japón y había que ir a recogerlo a Barajas. “El primo Jesús, el del pueblo, que no había visto en su vida una locomotora, resultó que la primera que veía era el tren bala shinkansen”, dice. Pepe quedó fascinado. Toda su ilusión era recorrer mundo, ver otros japones, montar en todos los trenes bala, grabar discos, como su primo Jesús el del pueblo. Por eso, como Jesús, acabó ingresando en la escolanía del Valle de los Caídos. Lo más lejos que llegó Pepe fue a cantar villancicos en inglés en la base militar de Torrejón de Ardoz.
A pesar de los malos tratos, Pepe aguantó. “Mi madre estaba muy enferma y yo tenía una especie de orgullo, un amor propio que luego lo he comparado con el que tienen los emigrantes cuando fracasan. Yo no quería volver porque no quería reconocer que no había aguantado ni tampoco darle trabajo a mi madre en la situación en la que estaba”, recuerda.
Muchos años después, cuando aquel niño se hizo mayor y empezó a entender en qué lugar había vivido, no pudo evitar que aquella imagen de niños en fila que esperan a ser agredidos, sabiendo que no pueden hacer nada por evitarlo, le recordara el fusilamiento de su tío.
La farsa en la que había vivido Pepe empieza a destaparse el día en el que, curioseando en la madrileña Cuesta de Moyano, se encuentra con un libro que se titula La verdadera historia del Valle de los Caídos. Qué verdadera historia será esa, se pregunta, si él lo sabe ya todo, si lo ha vivido todo, si lo ha visto desde las tripas del granito de la montaña. Comenzó a leer el libro de Daniel Sueiro y a entender que no sabía nada de nada.
Años después, convaleciente su padre de una enfermedad, padre e hijo pasan muchas horas juntos. Gobierna España José Luis Rodríguez Zapatero. En la televisión se habla por primera vez sin tapujos de la memoria histórica, se ven zanjas abiertas excavando fosas, la tierra resulta removida, aparecen los huesos. El padre pierde el miedo y, tímidamente, abre su propia fosa de la memoria. Pepe conoce entonces que su abuelo había sido encarcelado. Que su padre hizo trabajos forzados en un batallón, desecando las marismas de Lugo de Llanera. Que su tío Tiburcio estaba desaparecido. El niño que dejó la escolanía atrás hace ya décadas comienza a indagar, hasta que averigua que Tiburcio Galán Crisóstomo fue fusilado en 1940 contra la tapia del Cementerio del Este. Él fue uno de los 2.936 ejecutados en la represión inmediata del franquismo en Madrid.
Nunca podrá probarlo, pero a día de hoy, a Pepe le persigue la idea de que los restos de su desaparecido tío Tiburcio estuvieran allí, tras los muros junto a los que él cantaba, entre las cajas de las 1.643 víctimas, muchas de ellas sin identificar, que fueron trasladadas del Cementerio del Este al Valle de los Caídos entre 1959 y 1961. La sola probabilidad le pone los pelos de punta. “Me cruje la cabeza de pensarlo”, dice.
“Por eso yo he llegado a la conclusión de que el Valle de los Caídos es un recinto para borrar huellas de crímenes. Todo lo que metes ahí, desaparece. Se hace invisible. En cierta forma, esa cerrazón de la comunidad benedictina nos impide saber por qué no alertaron del deterioro de los osarios, algo que formaba parte de su trabajo según el convenio inicial. Ni siquiera han sido capaces de hacer eso. No se trataba solo de llevar el libro de registros”, advierte. “Esto es una responsabilidad de alguien, de los curas o de Patrimonio Nacional. No han hecho su trabajo”.
La intervención en el Valle de los Caídos llegará próximamente. La Ley de Memoria Democrática emplaza a un futuro real decreto en el que crear un nuevo marco jurídico para el Valle, declarándose extinguida la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, que fue el ticket de ida para que la Abadía Benedictina de Silos se pudiera instalar en Cuelgamuros a finales de los años 50. El ticket de vuelta será algo que todavía está por negociar.
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