Este año 2019 celebramos el 50 aniversario de la llegada del hombre a la Luna, con la misión Apolo 11. Después de cinco días de viaje, el 21 de julio de 1969, Neil Armstrong abrió la escotilla del módulo lunar, descendió lentamente la escalerilla y pisó la polvorienta superficie de nuestro satélite por primera vez.
Lo increíble es que habían pasado solo 12 años desde que la URSS pusiera en órbita el primer satélite artificial de la historia. Eso quiere decir que, en poco más de una década, se había podido crear toda la tecnología necesaria para que tres hombres pudieran salir al frío y hostil espacio exterior, viajar a 400.000 kilómetros de distancia, pasear por la Luna y volver a casa sanos y salvos.
¿Y después, qué? Yo estoy seguro de que si por aquellas fechas hubiéramos preguntado a ingenieros espaciales de todo el mundo, muchos habrían apostado a que en una década el hombre iba a estar en Marte. Pero, aunque parezca mentira, desde que acabó el programa Apolo en el año 1972, solo nos hemos atrevido a salir hasta la Estación Espacial Internacional, un pequeño laboratorio que órbita la Tierra a 400 kilómetros de altura con seis astronautas a bordo.
Sí, lo han leído bien. En 1969 fuimos capaces de viajar 400.000 kilómetros en el espacio, lo equivalente a dar 60 vueltas a la Tierra, y ahora lo máximo que podemos alejarnos de la superficie terrestre son 400 kilómetros, menos de la distancia de Barcelona a Madrid.
Para entender esta paradoja, hace falta dar un salto hacia atrás en el tiempo. ¿Preparados?
La carrera espacial
La historia empieza en 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial. Los aliados ganan la guerra y los EEUU y la URSS entablan una dura disputa por quedarse con restos del cohete V2, el primer misil balístico de largo alcance del mundo. El cohete podía llevar casi 1.000 kg de explosivo a 300 km de distancia y fue responsable de la muerte de más de 7.000 personas, principalmente en Londres.
Terminada la guerra, los EEUU y la URSS encuentran varios V2 y empiezan a estudiarlos exhaustivamente, cada uno por su lado. Además, hacen todo lo posible por llevarse a sus países a científicos e ingenieros que hubieran estado involucrados en el diseño de esa poderosa arma.
Así es como Werner von Braun, diseñador en jefe del cohete V2 de la Alemania nazi, acaba trabajando para el ejército estadounidense (a cambio de un bonito visado y una amnesia colectiva en lo que se refiere a su pasado como miembro de las SS).
Por su parte, altos cargos de la URSS buscan a alguien que pueda liderar su programa de desarrollo de misiles. Un nombre sobresale con fuerza: Serguéi Koroliov, que había demostrado unas dotes excepcionales en cohetería amateur y parecía la persona ideal. Pero había un pequeño problema: se estaba pudriendo en un gulag de Siberia, víctima de la gran purga de Stalin. Ante la necesidad, también él fue perdonado a cambio de prestar servicios a la patria.
La Guerra Fría había empezado y los dos bloques se daban prisa en desarrollar sus propios misiles para poder alcanzar territorio enemigo en pocos minutos y sin casi oposición. Sin embargo, los misiles también abrieron la puerta a unos nuevos vehículos: los lanzadores espaciales, capaces de llegar al espacio y poner satélites y naves espaciales en órbita.
Así, la conquista del espacio se convierte en un nuevo escenario de esa guerra fría. En un primer momento la URSS se lo toma más en serio que los Estados Unidos y golpea primero. El 4 de octubre de 1957 pone en órbita el Sputnik, el primer satélite artificial de la historia.
Imaginen como sentó la noticia en los EEUU. Cualquier radioaficionado podía sintonizar ese pitido y sabía que un satélite soviético volaba por encima de sus cabezas. Los americanos reaccionan a la “crisis del Sputnik” poniendo muchos más recursos para recuperar el terreno perdido frente a la URSS. De hecho, el mismísimo Von Braun (el de los misiles V2) pasa a hacer cohetes para las NASA, lo cual, por otro lado, siempre había sido su sueño.
Todo esto no parece surtir mucho efecto. Los soviéticos son los primeros en lanzar un perro al espacio (pobre Laika), en lanzar a un hombre (Yuri Gagarin), en lanzar a una mujer (Valentina Tereshkova) y en hacer un paseo espacial.
En este contexto es cuando el presidente Kennedy hace un famoso discurso, en 1962, en el que compromete a todo EEUU para un objetivo común.
Lo interesante de este discurso es que iba en serio. En la década de los 60 los EEUU realizaron una apuesta brutal para lograr el objetivo de llegar a la Luna antes que los soviéticos. Recursos casi ilimitados en forma de inversión, talento humano e instalaciones.
El final de la historia ya lo sabemos todos: la misión Apolo 11 certifica el fin de la carrera espacial. Aunque a mi parecer la Unión Soviética ganaría el combate por puntos, pues en realidad fue primera en casi todo, los Estados Unidos consiguen el KO cuando Armstrong pisa la Luna.
¿Un futuro prometedor?
Esta bonita historia deja claro que la razón por la que hace 50 años se llegó a la Luna no fue el avance desinteresado de la ciencia. La verdad es que lo que empujó a los EEUU fue la carrera espacial en el contexto de la guerra fría. Eso quiere decir: geopolítica, propaganda y supremacía militar.
No es de extrañar que, desde ese logro, los presupuestos de la Nasa hayan caído a una décima parte de lo que fueron en los años 60 del siglo pasado. El objetivo era llegar a la Luna primeros, y eso ya se había logrado.
En la actualidad, la aparición de empresas privadas y nuevas agencias espaciales, como la China, están obligando a los EEUU, Rusia y Europa a despertar de su letargo. Yo desearía que así fuera y que los planes presentados para volver a la Luna en la próxima década fueran realistas.
Y luego, Marte; y alguna luna de Saturno.
Pero mejor dejar de soñar y seguir poniendo mi granito de arena para que la sociedad vuelva a ver la exploración como algo prioritario. Y, de ahí, directos a las estrellas.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el original aquí.The Conversationaquí