Las adicciones del Führer: así se convirtió el médico personal de Adolf Hitler en su camello de confianza

Héctor Farrés

19 de abril de 2025 13:30 h

0

Tenía más medicamentos que ideas. Y eso que de lo segundo tampoco iba escaso: eran ideas nefastas, cargadas de odio, delirio y obsesión. Su cuerpo era un botiquín con patas, aguantado por inyecciones de oxycodona, pinceladas de cocaína y potingues fabricados con extracto de testículos.

Más que tratarlo, a Adolf Hitler lo iban parcheando con lo que hubiese a mano. Y detrás del suministro constante de sustancias, siempre estaba él, convertido en algo más que un médico: el proveedor personal del dictador, su dispensador exclusivo y sin límite.

La transformación de Hitler en un paciente crónico bajo supervisión constante

A Theodor Morell no le interesaban los diagnósticos detallados, solo mantener al dictador en funcionamiento, aunque fuese a base de lo que él mismo fabricaba. Había empezado a tratarlo en 1936, cuando el Führer sufría eccemas y problemas intestinales.

Primero llegaron las cápsulas de Mutaflor y los preparados con bacterias para la irritación del colon. Luego, la escalada fue imparable: vitaminas, estimulantes, opiáceos y extractos hormonales, todos registrados minuciosamente por el propio Morell en su cuaderno de anotaciones.

Entre los muchos remedios que le administraba estaba el Vitamultin, una mezcla vitamínica diseñada por el propio médico, y productos tan peculiares como Prostakrinum, un extracto de vesículas seminales de toro joven. También empleaba derivados de testosterona como el Testoviron, con la intención de frenar un supuesto cuadro de impotencia. Según las anotaciones, hacia el final de la guerra Hitler recibía dosis diarias de hasta siete sustancias distintas, muchas sin justificación médica.

 Cocaína líquida y control absoluto tras el atentado de 1944

En 1941, tras un episodio severo de diarrea, Morell añadió la dolantina al arsenal farmacológico. La irritación intestinal derivó en una combinación de cólicos, flatulencias, estreñimiento e hipertensión, que trataba con nuevos preparados sin apenas descanso. Ese mismo año comenzaron a detectarse temblores y rigideces, síntomas tempranos del párkinson, que con el tiempo se harían más evidentes.

Después del atentado del 20 de julio de 1944, con Hitler herido en los oídos y las fosas nasales, se incorporó un nuevo nombre al listado de médicos personales del dictador: Erwin Giesing, un otorrinolaringólogo que llegó con una solución nada convencional.

Prescribió un tratamiento nasal a base de cocaína líquida aplicada directamente en las mucosas para calmar la inflamación. Durante setenta y cinco días, se le administró más de cincuenta veces, incluso cuando ya no existían daños físicos visibles.

Hitler, encantado con los efectos, llegó a expresar que para él las drogas eran fantásticas. “Ahora mi cabeza está despejada de nuevo y la presión ha desaparecido casi por completo. La cocaína es una cosa maravillosa y me alegro de que haya encontrado el remedio adecuado”, según consta en los apuntes de Giesing.

Aunque Giesing empezó a notar signos claros de dependencia y trató de retirarle el preparado en septiembre, el propio Hitler se negó. Exigía que le aplicasen el anestésico para aliviar la presión en la cabeza. El pulso duró poco. A principios de octubre, Giesing fue apartado de su función por presión del entorno médico más cercano, en plena disputa con Morell, que seguía dirigiendo todo el sistema de medicación desde el despacho central.

Este episodio marcó un punto de inflexión en la farmacodependencia del dictador. El escritor Norman Ohler, en su libro Der totale Rausch, interpreta este uso continuado como el inicio de una nueva adicción: “Es conocido que el dictador se inyectaba de forma habitual este analgésico opioide a finales de 1944”.

Sin embargo, la dependencia no lo exime de responsabilidad. Hitler no fue una marioneta de sus médicos ni un enfermo desbordado por sustancias, sino un criminal convencido de sus decisiones, que usó la química como apoyo para seguir adelante con un proyecto de destrucción masiva.

A raíz de esa afirmación, el historiador Martin Doerry, desde Der Spiegel, advirtió que “la duda reside en si de verdad se puede afirmar que Hitler ya no tenía ni un solo día de lucidez”, y remarcó que una lectura así podría diluir su responsabilidad. También el historiador Henrik Eberle, en ¿Estaba Hitler enfermo?, insistió en que “Hitler sabía lo que hacía”, pese al uso prolongado de fármacos.

Disidencias internas: críticas a Morell dentro del régimen nazi

Incluso dentro del Tercer Reich, la figura de Morell generaba rechazo. Karl Brandt, uno de los médicos del régimen, llegó a reconocer: “Sigo estupefacto por la influencia que ejercía sobre Hitler en cuestiones médicas”.

Y Heinrich Hoffmann, fotógrafo del dictador y responsable de haber recomendado a Morell, lo describía como alguien que “se creía con el derecho a hacerse rico con el trabajo de otros y lo más rápidamente posible”.

En paralelo, el uso de drogas entre los soldados alemanes estaba igualmente extendido. La pervitina, desarrollada en 1937 y distribuida masivamente, fue consumida por miles de efectivos, sobre todo en las primeras campañas de la guerra.

Según el testimonio de un soldado de la Tercera División Panzer, recogido por el profesor Otto Ranke, la droga generaba “euforia, aumento de la capacidad de atención y evidente mejora del rendimiento”.

En total, más de 70 sustancias circularon por el cuerpo del dictador. Algunas eran placebos disfrazados de medicina moderna, otras, drogas duras con efectos duraderos. Pero ninguna anuló su voluntad ni sus decisiones. Hasta el último momento, Hitler fue el mismo: el artífice del horror.

 Solo dejó de recibirlas cuando fue demasiado tarde para él: en abril de 1945, con Berlín cercado y Morell evacuado del búnker, Hitler se quedó sin acceso a los preparados que lo sostenían desde hacía años. Ya no había inyecciones, ni cápsulas, ni estimulantes. Lo único que le quedaba era el final.

icono para ir a la home