La breve vida y trágica muerte de Antínoo, el amante del emperador Adriano

El cabello caía en rizos densos sobre la frente, como si hubieran sido colocados uno a uno por un escultor obsesionado con los detalles. En los ojos, oscuros y fijos, había una calma extraña que no pedía atención, pero tampoco la evitaba. Los labios gruesos, casi infantiles, contrastaban con una mandíbula firme, demasiado marcada para la edad que tenía. El cuello, largo y proporcionado, remataba un cuerpo estilizado que transmitía equilibrio, incluso cuando estaba en reposo. Aquella imagen, que desarmaba sin esfuerzo, fue la que detuvo al emperador Adriano en medio de su recorrido oficial por Bitinia.
Una educación diseñada para el entorno del poder imperial
Ese momento ocurrió en el año 123, en plena gira imperial por las provincias orientales. Adriano no viajaba solo. Lo acompañaba una comitiva extensa de asesores, funcionarios y guardias. Pero entre todos, quien terminaría destacando no era ningún político ni soldado. Antínoo, un adolescente que vivía en Claudiópolis, fue seleccionado poco después para ingresar en el Paedagogium de Roma. El joven, de probable origen modesto, fue enviado a la capital a una edad temprana, lo que sugiere que ya entonces se habían fijado expectativas concretas sobre su futuro cercano en la corte.
La educación que recibió en ese internado romano estaba orientada a formar servidores personales de los altos cargos del Imperio. Allí aprendió latín, retórica básica, escritura y normas de etiqueta. También se formó físicamente. Era habitual que los jóvenes destinados a los entornos imperiales fuesen instruidos en equitación y caza, dos habilidades que más tarde se asociaron con él. Todo indica que Antínoo pasó entre dos y tres años en esta institución.

La historiadora Elizabeth Speller apunta en su obra Following Hadrian que Adriano tenía por entonces unos 47 años, y que su interés por Antínoo no fue inmediato. Según explica, el emperador “probablemente admiró primero su inteligencia serena antes de dejarse llevar por una fascinación más profunda”. Esa fascinación se materializó poco después de que el joven finalizara sus estudios.
En Libia demostró que no era solo un acompañante decorativo
La convivencia entre ambos se estrechó hacia el año 127, cuando el joven comenzó a acompañar a Adriano en sus desplazamientos por Asia Menor, Grecia, Judea y Egipto. Estaba presente en los rituales de Eleusis, en las expediciones de caza y en las visitas a santuarios. También aparece mencionado en inscripciones de diversas ciudades, lo que confirma su presencia activa en la vida pública del emperador.
En uno de los trayectos más extensos del emperador, la comitiva se desplazó a Libia. Allí, entre los preparativos habituales del viaje, surgió una alerta local: un león había matado a varios pastores y sembrado el miedo entre las comunidades rurales. Adriano, amante de los desafíos públicos que reforzaran su autoridad, aceptó el reto. Antínoo no se quedó atrás. El joven participó directamente en la caza, compartiendo con el emperador una jornada que terminó con el animal abatido. El suceso fue celebrado en Roma como una proeza del propio emperador, aunque el nombre del joven bitinio no quedó al margen.

La cercanía entre ambos se convirtió en un hecho evidente, aceptado incluso por la esposa oficial de Adriano, Vibia Sabina, con la que el emperador apenas compartía vida conyugal. Fuentes antiguas y modernas coinciden en que esa intimidad fue también amorosa, lo que convirtió a Antínoo no solo en compañero de viaje, sino en pareja sentimental del emperador. En los ambientes cortesanos, esta relación no se ocultaba y el historiador Aurelio Víctor lo dejó por escrito: “La entrega de Adriano al lujo y la lascivia provocó rumores hostiles sobre su libertinaje con varones adultos y su ardiente pasión por su famoso sirviente Antínoo”.
La muerte del joven, ocurrida en octubre del año 130, cortó en seco esa trayectoria. Antínoo murió ahogado en el Nilo, en pleno viaje fluvial entre Heliópolis y Hermópolis. Las circunstancias nunca se aclararon del todo. El propio Adriano se limitó a decir que fue un accidente. Sin embargo, autores como Dion Casio o el propio Aurelio Victor plantearon otras posibilidades, entre ellas la del sacrificio voluntario. El emperador, enfermo desde hacía años, habría recibido esa ofrenda como un acto de entrega suprema para aliviar sus achaques y regalarle años de vida.
Adriano convirtió su duelo en culto oficial
Tras el hallazgo del cuerpo, Adriano ordenó fundar una ciudad en su memoria: Antinoópolis. Mandó construir templos, erigir estatuas y acuñar monedas con su imagen. A partir de entonces, se promovió un culto oficial en distintas regiones del Imperio. Su imagen, joven y perfecta, comenzó a reproducirse con frecuencia inusual para alguien que nunca ocupó cargo público ni participó en ninguna campaña militar.
Las fuentes de la época, como recuerda el historiador Royston Lambert en su libro Beloved and God: The Story of Hadrian and Antinous, describen que Antínoo fue calificado con términos griegos reservados para los jóvenes en tránsito hacia la edad adulta. Según Lambert, su edad al morir se situaba entre los 18 y los 20 años. El autor señala que “Antínoo fue llamado meirakion y efebo en los textos griegos”, lo que encaja con esa franja de edad.

El origen familiar del muchacho tampoco ha podido esclarecerse. La presencia de un obelisco en el Pincio, en Roma, con referencias a sus ascendientes, hace pensar que no era esclavo. En todo caso, su procedencia parece más cercana a la pequeña propiedad agrícola o al comercio que a la nobleza local. Esa ambigüedad, lejos de restarle interés, contribuyó a consolidar su figura como arquetipo visual: el joven bello, sin pasado, cuyo único destino fue ser observado.
La escultura fue el medio que perpetuó esa imagen. Museos de todo el mundo conservan bustos, medallones y relieves que lo representan con cabello rizado, rostro apacible y rasgos idealizados. En la mayoría, el cuerpo aparece desnudo o apenas cubierto por una túnica ligera, lo que resalta una estética inspirada en los cánones clásicos griegos. Este patrón visual sirvió para reforzar su identificación con deidades asociadas al renacimiento, como Dioniso u Osiris.
El culto a Antínoo se mantuvo activo hasta bien entrado el siglo IV, cuando el emperador Teodosio prohibió las prácticas religiosas paganas. Hasta entonces, sus templos habían servido como espacios de curación, oración y conmemoración. Su figura fue tratada como la de un ser divino, no por sus méritos políticos o militares, sino por una combinación de belleza, juventud truncada y devoción imperial. Esa fue la base de su legado.
0