La euforia en la URSS por el fin de la Segunda Guerra Mundial fue tan salvaje que vaciaron el país de vodka en 24 horas

Rusia vivió un día que alteró su relación con el alcohol para siempre. En cuestión de horas, la bebida más representativa del país, el vodka, pasó de estar omnipresente a no encontrarse en ninguna parte. Hubo abrazos entre desconocidos, bailes y una exaltación desbordada.
Lo que había comenzado como una celebración colectiva en el Día de la Victoria, terminó como una especie de apagón alcohólico nacional. Aquel exceso no solo dejó resaca, también se convirtió en uno de los recuerdos más curiosos ligados al final de la Segunda Guerra Mundial.
Un brindis interminable para cerrar una guerra interminable
Algunos consiguieron hacerse con una botella justo a tiempo, antes de que se agotaran todas las existencias. Quienes lograron comprar algo en las estaciones o en pequeñas tiendas lo hicieron casi por suerte, porque en cuestión de horas ya no quedaba nada. El 10 de mayo de 1945 era imposible encontrar vodka en Moscú. La escena se repitió en muchas otras ciudades: un país entero brindando sin descanso hasta vaciar cada estante, cada reserva y cada alijo escondido.
Aunque no existe constancia oficial de que se agotaran las reservas en todos los rincones del país, el colapso en la oferta fue real. Esa noche, la bebida rusa desapareció. El 9 de mayo, al conocerse la rendición definitiva de la Alemania nazi, el júbilo colectivo arrasó con lo que quedaba en almacenes, bares y hogares. Era el fin de una guerra descomunal, y la Unión Soviética respondió como sabía: bebiendo.

Mientras algunos salían a la calle en bata, otros se abrazaban llorando o brindaban en silencio por los que no volvieron del frente. A esa hora, Moscú no dormía. En ese contexto, el navegante Nikolái Kriuchkov contó años después lo que vivió durante aquellos días: “Celebramos el Día de la Victoria con mi familia, los dueños del piso y los vecinos. Bebimos por la victoria, por los que no vivieron para ver este día y para que esta matanza sangrienta no se repitiera nunca más. El 10 de mayo era imposible comprar vodka en Moscú, porque ya se lo habían bebido todo”.
Un trago diario para aguantar el frente y el frío
Durante la guerra, el vodka formó parte del engranaje estatal. El Ejército Rojo recibía una dosis diaria de 100 gramos, la llamada ración del comisario. En un entorno marcado por el frío extremo y la presión constante del combate, ese trago ofrecía un alivio físico y mental.
Al mismo tiempo, la venta de alcohol representaba una fuente importante de ingresos para el Estado. Incluso durante la hambruna de los años treinta, Iósif Stalin ordenó mantener una producción estable. Según el historiador Walter Moss, en los años más duros de aquella crisis Stalin se aseguró de que hubiera suficiente grano y patatas para fabricar vodka, y los ingresos obtenidos por su venta llegaron a representar, en ese periodo, cerca de una quinta parte del presupuesto estatal.

Esa dependencia estructural del vodka no frenó durante la guerra. Aunque los recursos eran limitados y la producción priorizaba el apartado bélico, siempre hubo una mínima reserva. Esa provisión se evaporó en una noche. Fue tal la magnitud de la celebración, que el propio Stalin, cuando se dirigió al país oficialmente unas 22 horas después del anuncio inicial, lo hizo ante calles vacías y enmudecidas por el agotamiento. Según las crónicas, la resaca rusa alcanzó dimensiones pocas veces vistas.
La anécdota —convertida casi en mito— de que el país entero se quedó sin vodka no puede comprobarse de forma documental, pero su persistencia refleja algo más hondo: el peso emocional de aquel 9 de mayo. La fecha marcó el final de una lucha brutal y también el principio de una leyenda etílica que, desde entonces, resume mejor que ningún discurso el desenlace de una guerra descarnada e interminable.
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