La isla de Manhattan tuvo más diversidad ecológica por hectárea que Yellowstone cuando aún no estaba llena de rascacielos

Las colinas eran tantas que obligaban a adaptar cada ruta a pie. El terreno se encrespaba y se hundía en cuestión de metros, con pendientes que escondían arroyos, laderas cubiertas de árboles y claros donde se agrupaban ciervos y linces. No se trataba de un relieve suave ni accesible. En lo alto de una de esas elevaciones, los lenape encendían hogueras y organizaban sus cosechas. Allí, en la llamada Mannahatta, la naturaleza era la que mandaba
Lo que había en Manhattan antes de las avenidas y los rascacielos.
Antes de que las avenidas dibujaran el patrón rectilíneo del siglo XIX, Manhattan era una isla fragmentada en más de 55 comunidades ecológicas distintas. El proyecto Welikia, impulsado por la Wildlife Conservation Society, estima que en 1609 convivían allí 627 especies de plantas, 233 de aves, 85 de peces, 32 de reptiles y anfibios y 24 de mamíferos. Este cálculo se basa en reconstrucciones apoyadas en mapas coloniales, datos geológicos y observaciones históricas.
Para entender el alcance de esa riqueza biológica basta con compararla con Yellowstone, una de las mayores reservas naturales de Norteamérica, con ecosistemas protegidos que abarcan más de 8.900 kilómetros cuadrados. A pesar de esa diferencia de escala, la densidad de biodiversidad por hectárea en Manhattan superaba a la del parque nacional.
Eric W. Sanderson, ecólogo del paisaje y principal responsable del Mannahatta Project, explicó en su libro publicado en 2009 que la isla contaba con más de 106 kilometros de ríos y arroyos, además de manantiales y marismas costeras. Aquella red hídrica, completamente eliminada por la expansión urbana, estructuraba un ecosistema sorprendentemente variado en apenas 59 kilómetros cuadrados.

Uno de los elementos clave de esa riqueza biológica estaba en la interacción entre tierra firme, agua dulce y costa marina. Según apunta el estudio de Sanderson, esa combinación de hábitats generaba una diversidad de nichos ecológicos que permitía la convivencia de especies muy distintas en un espacio reducido. Según el propio autor “si Mannahatta existiera hoy como entonces, sería un parque nacional”.
Los lenape transformaban el entorno sin romper su armonía natural
El paisaje original, además, no se mantenía por azar. Los lenape gestionaban parte del territorio con técnicas que ahora se consideran sostenibles, como el uso del fuego para aclarar zonas de cultivo y la rotación de espacios de recolección. Estas prácticas modificaban el entorno de forma controlada, sin alterar su funcionamiento general. El Bajo Manhattan, por ejemplo, ofrecía zonas de caza y acceso al río, pero también áreas despejadas útiles para plantar maíz y calabaza.
Con la llegada de los neerlandeses, el proceso de transformación fue inmediato. Nueva Ámsterdam no solo introdujo nuevas construcciones, sino que arrasó parte del bosque para abrir paso a viviendas y puestos comerciales. Más tarde, los británicos intensificaron esa intervención, especialmente en los años de la Guerra de Independencia. Pero el cambio más radical llegó con el Plan de los Comisionados de 1811, que impuso una cuadrícula urbana en toda la isla, eliminando curvas, laderas y cauces naturales.
Central Park, aún considerado un pulmón urbano, fue rediseñado con criterios estrictamente geométricos. El trazado de caminos y lagunas respondió más a una planificación estética que a la conservación de elementos naturales. Por lo tanto, lo que antes era una red de colinas, bosques y cursos de agua, se niveló con dinamita y maquinaria. Incluso los bosques de Inwood, en el extremo norte, estuvieron a punto de desaparecer, aunque algunos tramos han llegado hasta hoy con vegetación autóctona.
En los últimos años, el interés por recuperar esa memoria ecológica se ha traducido en proyectos como el High Line, construido sobre antiguas vías ferroviarias. Aunque su diseño responde a criterios paisajísticos contemporáneos, sirve como ejemplo de cómo integrar vegetación en la estructura urbana sin disociarla del entorno. En este sentido, Sanderson apunta en su obra que “las ciudades deben construirse como ecosistemas”.
Una herramienta digital para redescubrir la naturaleza enterrada
La plataforma interactiva Welikia permite ver cómo era cada manzana de Nueva York en 1609. Introduciendo una dirección actual, se puede acceder a la flora y fauna probable de esa zona en tiempos de Hudson. Por ejemplo, en la actual zona del World Trade Center se identifican especies como el topillo de pradera, el halcón de alas afiladas o la cereza negra. Más al norte, en Washington Heights, eran comunes los halcones de cola roja y los arbustos comestibles como el viburno negro.
El proyecto, que sigue en desarrollo, propone una idea clara: el pasado ecológico de Manhattan no desapareció por completo, solo quedó enterrado. Algunas de sus huellas siguen visibles en parques, grietas del asfalto y especies resistentes que habitan las orillas del Hudson. La biodiversidad no desapareció sin más. Cambió de forma, se desplazó o quedó relegada a pequeños espacios. Pero sigue ahí.
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