Steven Spielberg regresó a la universidad después de 30 años y convirtió dos de sus películas más reconocidas en créditos académicos

Steven Spielberg: "Nunca he hecho una película por mi ego"

Héctor Farrés

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Los títulos universitarios pueden abrir puertas, pero hay veces en que la experiencia se cuela por la rendija antes de que esas puertas lleguen siquiera a girar. Saber encuadrar, cortar o narrar no siempre se aprende entre pupitres. A veces el conocimiento se forma en una sala de montaje, en una toma que sale mal o en un plano que no estaba previsto.

Porque hay trayectorias que no siguen el calendario académico, sino que avanzan al ritmo de las oportunidades reales. Y en el mundo del cine, donde el tiempo y la intuición lo son casi todo, el rodaje puede ser una escuela más efectiva que cualquier aula.

Volvió a clase con nombre falso y películas bajo el brazo

La historia de Steven Spielberg encaja de lleno en ese molde: cuando el impulso por dirigir le ganó la partida a las lecciones, no lo pensó dos veces. Con apenas 23 años y después de tres cursos en la California State University, decidió dejarlo.

Lo suyo no era asistir a clases de teoría del color o historia del cine, sino rodar. Poco después, ya tenía un contrato con Universal bajo el brazo gracias al cortometraje Amblin, que impresionó a los ejecutivos lo suficiente como para que le ofrecieran dirigir un segmento en el telefilme Night Gallery. Era 1969 y su primer trabajo profesional ya estaba en la parrilla de emisión.

Aunque el salto parecía irreversible, tres décadas después la historia tomó un giro poco habitual. En 2001, tras haber dirigido títulos como Tiburón, E.T. o Salvar al soldado Ryan, el director decidió volver a la universidad para cerrar el círculo. Ya no tenía que demostrar nada a nadie, pero quiso completar oficialmente sus estudios.

La decisión, sin embargo, no se tradujo en tardes de biblioteca o en trabajos en grupo. Se matriculó con un nombre ficticio para que no le reconocieran y presentó proyectos ya terminados como trabajos académicos. Para la asignatura de Paleontología, por ejemplo, entregó Parque Jurásico. Y en la clase de Cinematografía Avanzada, presentó La lista de Schindler como ejercicio final.

La graduación llegó al año siguiente. Tenía 55 años y una carrera hecha, pero le hacía ilusión ese gesto simbólico. Apareció con toga mientras sonaba la banda sonora de Indiana Jones, entre aplausos de compañeros con menos edad que alguna de sus películas.

En su discurso, pronunció una frase que resumía el trayecto con ironía: “Completar los requisitos para mi licenciatura 33 años después de terminar mis estudios principales marca mi calendario de posproducción más largo”.

Ni premios ni honores: solo faltaba terminar la carrera

El impulso definitivo para regresar a clase lo había tenido tras ver graduarse a una de sus hijas. Y si bien ya acumulaba varios doctorados Honoris Causa, esa licenciatura oficial era algo pendiente desde hacía demasiado tiempo.

Según explicó durante el acto, “llevaba muchos años queriendo conseguirlo como agradecimiento a mis padres” por darle la oportunidad de una educación y una carrera, y “como nota personal para mi propia familia -y los jóvenes de todo el mundo- sobre la importancia de alcanzar sus objetivos de educación universitaria”.

A lo largo de los años, universidades como Harvard y Yale le habían reconocido su aportación al cine con menciones académicas, pero completar el grado era una cuestión de principios. Un gesto que fue más allá de la anécdota: demostró que por muy alto que se llegue, seguir aprendiendo nunca está de más.

Spielberg no necesitaba ese título para consolidar su trayectoria. En su caso, fue más bien un regreso al punto de partida, con la intención de cerrar un capítulo a su manera. Pese a que llevaba años acumulando halagos en forma de premios y nominaciones, aquella ceremonia no tuvo otros protagonistas que la constancia y esa forma de satisfacción que solo llega al completar algo que, por una razón u otra, quedó inconcluso.

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