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Comerciantes de la atención

Tim Wu

Profesor en la Escuela de Derecho. Universidad de Columbia, Estados Unidos —
24 de agosto de 2020 17:39 h

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Tim Wu (Washington D. C., 1972), abogado, profesor de la escuela de derecho de la Universidad de Columbia y experto en la industria de los medios y la tecnología, analiza en ‘Comerciantes de la atención’ cómo ha cambiado nuestras vidas este escenario en el que grandes compañías tecnológicas pujan por seducirnos a través de las redes para convertir nuestro tiempo en dinero. Pero Wu sitúa el inicio de este proceso mucho antes de la llegada de Internet. Lo cuenta en una obra que fue considerada por ‘The New York Times’ libro del año en EE UU, que ahora publica en España Capitán Swing y de la que ofrecemos su último capítulo.

Epílogo

El témenos

¿Igual en realidad todo era un sueño? A finales de la década de 2010 quizá se lo pareciese a los cortacables [1] ricos o conocedores de la tecnología que disfrutaban de televisión sin anuncios en Netflix o Amazon, leían libros electrónicos o navegaban por internet en un teléfono o en un ordenador que tenía bloqueada la publicidad. Era perfectamente posible pensar que el reinado de los comerciantes de atención había sido una aberración, un intervalo sórdido en la senda hacia un mundo mejor, aunque el hechizo hubiese durado todo un siglo. Quizá la larga y oscura noche del arbitraje de la atención, incluso de la propia publicidad —que compraba barata nuestra conciencia y la vendía con margen de beneficio—, estuviera llegando a su fin. Lo cierto es que entre sus objetivos demográficos más deseados —los jóvenes y los acaudalados— la publicidad parecía haberse convertido en una toxina más que convenía evitar para tener un estilo de vida saludable, otra invención del siglo XX que habíamos cometido el error de considerar inofensiva, como los refrescos azucarados, los alimentos procesados y los solarios.

Una exageración, tal vez. Aun así, ni a los comerciantes de atención ni a sus agentes de la industria publicitaria les sentaron bien el creciente desagrado del nuevo milenio por la publicidad y la voluntad sin precedentes de pagar por disfrutar de paz y tranquilidad.

Como señala Michael Wolff, el 50% de los ingresos de la televisión en su conjunto —un porcentaje inaudito— dependía de los cobros de las suscripciones; por su parte, el internet móvil estaba sitiado y la red, atada, estaba cayendo en el olvido. Esas tendencias, que coincidían con la creciente sensación de que los medios de comunicación habían sobrecargado nuestra atención hasta un punto crítico, sin duda hicieron que pareciese que los comerciantes de atención no tenían adónde ir. No obstante, teniendo en cuenta el largo plazo, como hace nuestra historia, tales rebeliones contra la publicidad deben entenderse como parte de una dinámica más amplia. A fin de cuentas, estamos hablando de una industria a la que se ha dado por muerta por lo menos cuatro veces en los últimos cien años. Una y otra vez, parecía que la fiesta había terminado, que los consumidores habían huido de una vez por todas y, aun así, los comerciantes de atención siempre encontraban la manera de superponerse a las nuevas y brillantes máquinas que parecían estar abriéndose paso a machetazos por entre el viejo follaje. Por sorprendente que resulte, la década de 1960, el cenit del antimercantilismo, dejó a los comerciantes de atención más fuertes que nunca. Se suponía que la World Wide Web o red informática mundial, diseñada por investigadores científicos, asestaría un golpe fatal al mercantilismo de las comunicaciones, pero esas cuestiones obedecen a una lógica propia: la publicidad siempre se vuelve menos molesta e intrusiva, y la gente redescubre su gusto por las cosas gratuitas. En esa visión a largo plazo, es difícil imaginar que pueda marchitarse sin más un negocio con una premisa de una simpleza tan maravillosa: captar la atención de la gente a cambio de un poco de diversión y luego revenderla a las empresas que patrocinan el entretenimiento.

Lo que hacían en la década de 2010 los cortacables y quienes evitaban los anuncios tenía importancia, pero no era nuevo; más bien, no eran más que otras manifestaciones del esfuerzo general y continuo por ejercer el control de nuestro acuerdo con los comerciantes de atención, sin importar que el contenido fuesen las noticias de la noche de la CBS o los vídeos de hámsteres de YouTube. Dado que la industria de la atención, como cualquier otra, exige un crecimiento constante, los términos del acuerdo están en constante evolución y, por lo general, en perjuicio nuestro: más atención a cambio de menos entretenimiento. Por lo tanto, las rebeliones periódicas contra el pacto no solo son predecibles, sino necesarias, pues, para que la economía de la atención nos beneficie (y no solo nos explote), tenemos que supervisar su funcionamiento y expresar nuestro descontento ante sus tendencias degradantes. Como hemos visto, para sus peores excesos es posible que, en algunos casos, no haya más solución que la ley.

Sin embargo, la cuestión más imperiosa que plantea este libro no tiene que ver con el eterno debate de si la publicidad es buena, mala o un mal necesario. La cuestión más apremiante de los tiempos que corren no es cómo deberían hacer negocios los comerciantes de atención, sino dónde y cuándo. Por desgracia, nuestra sociedad ha descuidado lo que en otros contextos llamaríamos las reglas de zonificación, la regulación de la actividad comercial que se desarrolla donde vivimos, en sentido tanto figurado como literal. Es una cuestión que va al meollo de cómo valoramos lo que solía llamarse nuestra vida privada.

Este libro empieza con la historia del aumento de la publicidad en las escuelas públicas, un fenómeno nuevo que se fundamenta en la premisa tácita de que cada resquicio de nuestra atención puede ser blanco de la explotación comercial. Esa norma, como hemos visto, se fue extendiendo de manera lenta pero inexorable durante el siglo pasado, y se ha terminado convirtiendo en una posición por defecto con respecto a prácticamente todo el tiempo y el espacio que ocupamos. Es estremecedor lo poco que ha hecho falta para defender el alcance íntegro de los comerciantes de atención en nuestra experiencia vital. Antes, el estado de la tecnología imponía sus propios límites, pero en una época en la que ya no existe esa clase de limitaciones nos corresponde formular algunas preguntas fundamentales: ¿trazamos alguna línea entre lo privado y lo comercial? En caso afirmativo, ¿qué momentos y qué espacios debemos considerar lo suficientemente valiosos, personales o sacrosantos como para salvaguardarlos del violento ataque habitual?

La costumbre respondía a estas preguntas en épocas anteriores, pero, al igual que la tecnología ha trascendido sus antiguas limitaciones, también nosotros parecemos estar menos sujetos a los imperativos de la tradición. Hubo un tiempo en que esta limitaba dónde y cuándo se podía abordar a la gente. Incluso con los avances tecnológicos necesarios, no siempre fue tan fácil llegar a la gente cuando estaba en casa y mucho menos cuando iba andando o en taxi. Para la mayoría, la práctica religiosa solía definir ciertos espacios y momentos inviolables. Había otras normas menos formales —como el tiempo reservado para las comidas familiares— que también ejercían una fuerza considerable. En ese mundo, la intimidad era la norma y las intrusiones publicitarias, la excepción. Y, aunque pudiera haber muchos aspectos que resultaran inconvenientes o frustrantes, la vieja realidad tenía la ventaja de crear espacios protegidos de manera automática, lo que conllevaba efectos saludables. El último medio siglo ha sido una era de individualismo sin precedentes, lo que nos ha permitido vivir de un montón de formas que antes no eran posibles. Un ejemplo de ello, que no se valora lo suficiente, es el poder que se nos ha dado para que construyamos nuestra vida atencional. Hasta en la sala de espera del dentista tenemos el mundo al alcance de los dedos: podemos echar un vistazo al correo electrónico, navegar por nuestras páginas favoritas, jugar a algún juego y ver películas, cuando antes teníamos que contentarnos con un montón de revistas viejas. Sin embargo, este nuevo abanico de posibilidades también ha provocado que se erosione el perímetro de la vida privada. Por lo tanto, resulta un poco paradójico que, al haber individualizado tan minuciosamente nuestras vidas atencionales, terminemos siendo menos nosotros mismos y más esclavos de nuestras diversas redes y dispositivos. Sin consentir a ello de manera expresa, la mayoría de nosotros nos hemos expuesto pasivamente a que se explote nuestra atención con fines comerciales en cualquier lugar y momento. Si queremos que haya algún esquema de zonificación que frene esta expansión, tendrá que ser, sobre todo, un ejercicio de voluntad personal.

Lo que se necesita podría denominarse proyecto de recuperación humana. A modo de comparación, pensemos en esos proyectos que se emprenden con el objetivo de recuperar algún (otro) recurso natural, como cuando se reconvierte en naturaleza salvaje un aparcamiento abandonado. El recurso humano más fundamental que requerirá conservación y protección durante el próximo siglo seguramente sea nuestra conciencia y espacio mental.

En la práctica, el movimiento podría originarse con individuos que operen cambios graduales, tan sencillos como reservar bloques de tiempo, como el fin de semana, para pasarlos fuera del alcance de los comerciantes de atención. Las primeras agitaciones se perciben en las prácticas, ya existentes, de “desconectar” o tomarse “días de descanso digital”. El mismo impulso puede conducir también a recuperar santuarios más físicos, no solo el cobertizo del escritor en el patio trasero, sino también las aulas, las oficinas y las casas; cualquier lugar donde queramos interactuar los unos con los otros o lograr algo que sabemos que exige un alto grado de concentración. De esta manera, la práctica comienza a pagar dividendos comunales además de beneficios individuales.

Aunque es sencillo elogiar el objetivo de recuperar nuestro tiempo y nuestra atención, es sorprendente lo difícil que puede resultar alcanzarlo. Cuesta horrores resistirse, aunque sea solo durante un fin de semana, a ciertos hábitos tan profundamente arraigados como echar un vistazo al correo electrónico, a Facebook y a otras redes sociales, ojear noticias que ni nos van ni nos vienen —por no hablar de los ciberanzuelos, que despiertan aún más nuestro interés— o dejarse caer en el sofá para pasar varias horas zapeando. Esa dificultad es un reflejo de años de condicionamiento y de la determinación de los comerciantes de atención de exprimir al máximo, por todos los medios posibles, el tiempo que les dedicamos. Cuando estamos absortos en el trabajo, leyendo un libro o jugando con los niños, para los comerciantes de atención es como si estuviéramos robando. Quieren —necesitan— que estemos constantemente fisgoneando en busca de migajas de su entretenimiento, que sintonicemos las pausas publicitarias de su programación o que nos pongamos al día con nuestros amigos mediante algún sistema que pueda servir también a algún propósito de marca.

Si se necesita alguna motivación práctica para superar la incomodidad que genera reclamar la atención que nos pertenece, puede venir bien pararse a pensar en los costes que entraña no hacerlo y que se van acumulando. Sean cuales sean nuestras metas personales, las cosas que nos gustaría lograr, los objetivos de los comerciantes de atención no suelen concordar con los nuestros. ¿Con qué frecuencia te has sentado con la idea, pongamos, de escribir un correo electrónico o comprar una cosa en Internet, y te has encontrado horas después preguntándote qué ha pasado?

Y ¿cuáles son los costes sociales de tener a todos los ciudadanos condicionados para que pasen gran parte de su vida, en vez de concentrados y abstraídos, con la conciencia fragmentada y sometidos a interrupciones constantes? En ese sentido, nuestra vida se ha convertido en todo lo contrario de las que cultivaban los monjes, tanto los de Oriente como los de Occidente, cuyo objetivo era precisamente recoger los frutos de una atención profunda y concentrada. Qué irónico resulta que esa lamentable dispersión mental no proceda de una falta de empuje por nuestra parte, sino de los imperativos de un tipo en particular de empresa comercial que la mayor parte del tiempo ni siquiera resulta especialmente rentable. El resto del sector privado podría tener tantos motivos de queja como el individuo y la sociedad. Sin duda, sería estremecedor calcular el precio macroeconómico de todo ese tiempo que dedicamos a los comerciantes de atención, aunque sea para alertarnos sobre la rémora que supone sobre nuestro propio índice de productividad, que es la medida en virtud de la cual sopesan los economistas todos nuestros actos.

En el fondo, lo reconozcamos o no, los comerciantes de atención han llegado a desempeñar un papel importante a la hora de marcar el rumbo de nuestra vida y, en consecuencia, el futuro de la raza humana, dado que ese futuro no será más que la suma de nuestros estados mentales individuales. ¿Suena exagerado? Fue William James, la fuente del pragmatismo estadounidense —que vivió y murió antes del florecimiento de la industria de la atención—, quien sostuvo que en última instancia nuestra experiencia vital equivaldría a aquello a lo que hubiéramos prestado atención. Por lo tanto, lo que está en juego es algo similar a nuestra forma de vivir la vida. Eso debería bastar para que analicemos con más detalle los innumerables acuerdos que suscribimos habitualmente y, lo que es aún más importante, para que tengamos en cuenta que en ciertas ocasiones nos conviene mantenernos completamente al margen. Si deseamos un futuro que evite la esclavitud del estado propagandístico, así como la narcosis de la cultura del consumo y del famoseo, primero tenemos que reconocer que nuestra atención es valiosa y decidir no desprendernos de ella a un coste tan bajo o de una manera tan irreflexiva como tantas veces hemos hecho. Y luego debemos actuar, a nivel tanto individual como colectivo, para volver a ser dueños de nuestra atención y recuperar, así, la titularidad de la mismísima experiencia de vivir.

(1) Los cortacables (del inglés ‘cord-cutters’) son los usuarios que dejan de pagar su suscripción a la televisión por cable y empiezan a consumir contenidos en Internet.

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