Uno de los problemas clásicos de las normas jurídicas es el de sus efectos indeseados. Por ejemplo, nadie pensó que la normativa antitabaco iba a desarrollar el sector de la fabricación e instalación de dobles ventanas en las viviendas que quieren aislarse de las conversaciones que los fumadores mantienen en las puertas de los establecimientos hosteleros y al sector de las marquesinas y setas de calor que se han instalado en las vías públicas, sin perjuicio de otros efectos indirectos como los que pudieran derivarse de un director general compartiendo pitillos con el último administrativo de una empresa en una relación de falsa cercanía antes reservada a las cenas de empresa en Navidad.
Aunque no dispongamos de una métrica de la ignorancia, podemos afirmar que cuanto más ignore el legislador el objeto de regulación, más posibilidad existirá de que se produzcan unos efectos indeseados ya que difícilmente puede ordenarse conceptualmente un territorio si se desconocen las categorías que intervienen en el mismo y el funcionamiento de los procesos dinámicos que lo modelan. En el caso que nos ocupa, es difícil regular la propiedad intelectual si se desconoce la tecnología compuesta por los protocolos de la red y una producción hacker que, paradójicamente, consta de obras protegidas por la misma regulación de propiedad intelectual contra la que se codifican.
Además de los efectos indeseados, una ley hecha por quienes desconocen una materia es una ley abocada al fracaso, cuestión que ya se advirtió por activa y por pasiva en la llamada Ley Sinde y que nuevamente veremos con respecto a la Ley Lasalle. Pretender que con las leyes Sinde o Lasalle se acabará la piratería es un acto de soberbia o de ingenuidad intelectuales: internet se diseñó como un mutante que va creando y cambiando de protocolos para lograr su función final, que es la transmisión de información entre los nodos de una red.
Pretender impedir una actividad que se realiza en un entorno privado de secreto de las comunicaciones sólo será posible mediante la intervención de las mismas, lo que no parece muy legal conforme la jurisprudencia existente en derechos fundamentales si bien los actuales gobiernos demuestran poco respeto por las resoluciones judiciales ya que conocen que la promulgación de una norma les concede unos años hasta que la misma se anula, como así ocurrió con la Ley Corcuera de patada en la puerta, con la regulación de lo que se denominó canon digital o con las más recientes ejecuciones hipotecarias.
Y uno de los efectos indeseados que pueden ser posibles con la Ley Lasalle es la potestad que se le da al partido político en el poder de controlar las campañas electorales en internet que realicen los partidos rivales. Conforme la reforma que se impulsa desde la Secretaría de Estado de Cultura, se amplifica esta posibilidad que ya existía en la Ley Sinde. Podemos poner un ejemplo muy elemental, como el de que un vídeo con música subido a Youtube por el PSOE pueda ser objeto de análisis por la Sección Segunda de la Comisión de la Propiedad Intelectual pero podemos también poner ejemplos más perversos: una arbitraria orden a un intermediario de la sociedad de la información en la que se le solicite administrativamente el bloqueo de una página web del partido político rival sería cumplida por el intermediario con tal de no someterse a procedimientos donde se diriman sanciones entre 30.000 y 300.000 euros.
Puede argumentarse que la posibilidad de la utilización partidista de la ley es remota. Sin embargo este argumento no es válido puesto que hace depender la utilización de la ley de la buena o mala voluntad de quien ocupe el ejecutivo, lo que supone abrir puertas a la arbitrariedad, generando la posible injusticia a través de una deficiente técnica legislativa.
Podrán morir las webs de enlaces pero, como en el caso de la ley antitabaco, se producirán efectos indeseados, que en este caso serán el desarrollo de los servicios de las redes privadas virtuales y un mayor uso de la criptografía tanto en las transmisiones como en los mensajes. No terminarán las copias no consentidas y, además, se dará cobertura legal al análisis que el partido en el poder pueda hacer de las cibercampañas electorales ajenas.
No se trata en el presente artículo de realizar una defensa de la piratería sino de propugnar la aceptación de una realidad en la que, desde la creación del almacenamiento digital y su transmisión entre equipos, no se ha podido promulgar una ley que impida el uso de las tecnologías de la clonación, dudándose incluso que pueda crearse. Es por ello que un autor como el nóbel Krugman ya en el año 2008 se planteó que la represión de la copia no es una actividad económicamente rentable, mientras que otros como la también nóbel Elinor Ostrom o el muy reputado Richard A. Posner afirmaron que la información es un bien público caracterizado por la imposibilidad de exclusión.
Si las normas jurídicas tienen una eficacia limitada y parcial hasta el desarrollo del siguiente protocolo de internet, que las convertirá en papel mojado, las soluciones para defender a los creadores y a un modelo de industria deberán ser otras.
Por diseño teórico, estas soluciones no deberían estar muy lejos de una justicia distributiva de quienes más se lucran comercialmente en favor de quienes más pierden por los cambios, financiándose asimismo un nuevo modelo industrial que no puede tener las mismas bases y fundamentos que el sistema actual, que parte de las falsas pretensiones de que la copia se puede impedir y que los mercados en internet se pueden diseñar más allá de los sistemas colaborativos del procomún digital. Esta solución de justicia distributiva debería realizarse con el absoluto respeto de los derechos fundamentales existentes y con la vista puesta a los de cuarta generación.
Sabemos que los intereses de la industria norteamericana de los contenidos no permiten un cambio legislativo contra los anexos del tratado constitutivo de la Organización Mundial del Comercio que son en definitiva los que regulan esta mercadería en la que a través de esa regulación se convirtió la propiedad intelectual. Y conociendo que los partidos políticos PP y PSOE son en este tema la voz de su amo, poco respeto podremos tener a quienes, teniéndose por intelectuales, son meros ejemplos antropológicos de lo que supone la obediencia al dinero utilizando la falsa excusa de defender a los autores.