Prepárense para aburrirse de los drones. La fascinación tecnológica que nos invade hace ya meses que ha convertido los Vehículos Aéreos No Tripulados (VANT) en la nueva tecnología de moda. No obstante, a diferencia de otros aparatos, los VANT están aquí para quedarse –y para alterar significativamente los mecanismos de vigilancia, para normalizar la identificación y liquidación remota de objetivos y para poner en entredicho los avances en la innovación tecnológica ética y responsable.
Qué son los drones
Hay noticias de vehículos aéreos no tripulados ya en 1915 y la Segunda Guerra Mundial, pero son avances tecnológicos recientes como el desarrollo de materiales ultraligeros, la microelectrónica y el GPS lo que ha hecho que los drones sean hoy utilizados por más de 50 países en operaciones militares de reconocimiento, inteligencia e identificación de objetivos.
A pesar de la práctica inexistencia de un marco legal o directrices para su uso (motivo por el cual varios estados de Estados Unidos han optado por declarar moratorias en su uso), los drones son hoy desplegados con objetivos tan diversos como la identificación y gestión de riesgos naturales y emergencias, la monitorización de cárteles de la droga y otros grupos criminales, el control de fronteras, la protección civil y el control de zonas urbanas, la medición de la polución, la fumigación de campos, la arqueología aérea y otros servicios comerciales como la promoción inmobiliaria.
El primer reto que plantean los drones es precisamente su diversidad. Un drone no es más que un aparato que vuela y que es controlado remotamente. El aparato, no obstante, puede llevar prácticamente cualquier cosa: dispositivos de captura de imagen y/o sonido, aparatos de infrarrojos, interceptores de frecuencias, gases químicos o misiles, entre otros. Pueden pesar 680 kg y costar millones de dólares, como el MQ-1 Predator, o ser de construcción casera y costar menos de mil dólares utilizando legos, GPS y partes de maquetas de aviación. Pueden además ser dirigidos remotamente transmitiendo sólo coordenadas de localización y sobre rutas preestablecidas o pueden transmitir visión y control completos al operador, como si éste fuera dentro del drone.
Comenta Eyal Weizman que la guerra actual está marcada por la ‘política de la verticalidad’. Igual que los primeros asentamientos humanos buscaban la altura para obtener así ventaja estratégica contra el enemigo, los enfrentamientos actuales buscan también la ventaja de la altura. De ahí la voluntad contemporánea de ganar combates desde el aire, ahorrando las (imágenes de) muertes propias del combate cuerpo a cuerpo. En esta deriva, el drone es la última maquinita en llegar a la pasarela, con el sex appeal de lo viejo y lo nuevo: los viejos sueños de control y dominación total desde el aire y las nuevas posibilidades tecnológicas de la vigilancia y el ataque aéreo.
Los drones, además, son más baratos que los helicópteros, no someten a riesgos a la tripulación y pueden realizar las mismas tareas en la discreción de una mosca, literalmente. La próxima frontera en el desarrollo de VANTs es precisamente la miniaturización, y según algunas fuentes se está ya ensayando el uso de mosquito-drones en Estados Unidos, Países Bajos, Francia e Israel, capaces de extraer muestras de ADN, inyectar toxinas o implantar chips con RFID al posarse sobre la piel.
El problema de los drones
Las noticias más escalofriantes relacionadas con el uso de drones son claramente aquellas que se refieren a su uso en asesinatos selectivos en la Guerra contra el Terror (fuentes oficiales reconocen un total de 4.700 muertes utilizando VANTs en Iraq y Afganistán) y las cifras de ‘daños colaterales’, que algunas voces sitúan en 1 supuesto terrorista por cada 10 civiles muertos en ataques de drones. Además, la seguridad de estos aparatos sigue siendo un desafío, y los accidentes con vehículos no tripulados multiplican por 100 las de los tripulados.
Otro efecto perverso de los drones desplegados en zonas de conflicto y con capacidad para matar es la distancia que separa al operador del arma de su objetivo. Muchas voces han hablado ya de la ‘mentalidad Playstation’ que generan los controles remotos y el hecho de que la visión que tiene el operador de su objetivo no sólo no siempre le dé toda la información (falta contexto y el ‘ruido’ que puedan introducir otras cosas que estén ocurriendo), sino que a menudo la información que falta es la que podría permitir la empatía o la ambigüedad moral, modificando o impidiendo la acción. El asesinato teledirigido, en fin, deshumaniza a la persona contra quien va dirigida la munición, y en un contexto en el que los EE.UU. privilegian el asesinato a la captura y juicio de sujetos sospechosos, esto plantea problemas tanto legales como éticos.
No obstante, la ‘mentalidad Playstation’ tiene sus límites, y el hecho de que uno pueda realizar su jornada laboral de 8 horas desde la base aérea de Nevada realizando asesinatos selectivos y después irse a ver a su hija jugar a básquet no sale gratis a nivel psicológico. Diferentes estudios hablan ya de niveles de estrés y de estrés postraumático similares a los de otras fuerzas desplegadas sobre el terreno. La historia de Brandon Bryant, que durante 5 años estuvo a cargo de la operativa de un drone en Nuevo México es, en este sentido, escalofriante.
Otra de las derivas preocupantes en el desarrollo de los drones es su uso doméstico. Los vehículos aéreos no tripulados son cada vez menos una característica de la guerra lejana y más el último peldaño de la escalada tecnológica en el control urbano. En los últimos años, las policías de diferentes ciudades británicas y estadounidenses han adquirido y utilizado drones para apoyar operaciones policiales –en un contexto legal confuso o inexistente, y a veces con resultados tragicómicos, como el VANT de 13.000 libras que la policía de Merseyside estrelló contra un río y decidió no sustituir debido a su coste tanto de adquisición como de formación del personal policial en su uso.
Algunos interpretan la introducción de los drones en las tareas propias de la seguridad ciudadana como un perfeccionamiento de los dispositivos ya disponibles y ampliamente utilizados, como la videovigilancia. No obstante, el drone tiene muchas más funciones potencialmente invasivas de derechos fundamentales como la privacidad, además de suponer un paso más en la aplicación de sistemas y lógicas militares en ámbitos domésticos y sobre ciudadanos de pleno derecho, y evidenciar una creciente militarización de las ciudades y las fuerzas policiales que no parece estar justificada por los riesgos realmente existentes ni las tasas de criminalidad de los países occidentales.
Blowback: quien siembra drones recoge… más drones
En términos militares, el blowback define los casos en los que el mal uso de una herramienta mortífera o superioridad militar acaba generando un resentimiento que se vuelve contra aquellos que iniciaron la contienda o aquellos a los que se identifica con ella. Un caso evidente de blowback serían los ataques de Al-Qaeda, en los que la población del país definido como agresor acaba sufriendo las consecuencias de una apuesta militar.
En el caso del desarrollo de tecnologías con capacidad para la represión o el asesinato, el blowback es siempre un riesgo evidente –todo proceso de rearme de uno de los bandos en contienda lleva al enemigo a rearmarse e intentar nuevas estrategias. El blowback pues puede tomar la forma de un atentado que busca venganza, a menudo utilizando los mismos métodos empleados en el ataque original. Es decir, cada acción produce una reacción. Cada violación del derecho internacional produce otra violación del derecho internacional. Cada drone produce otro drone, en una escalada militar interminable.
La dinámica de acción reacción en el caso de los VANTs ya empieza a dilucidarse, con el anuncio de Irán del desarrollo de un drone marítimo. A nivel más rudimentario, en las zonas en combate tanto civiles como militares ensayan mecanismos de camuflaje de la mortífera mirada del VANT, cubriendo los vehículos con barro o follaje.
Mientras tanto, cada vez hay más voces que denuncian la normalización de los asesinatos extrajudiciales en las zonas en guerra y el ninguneo de principios éticos y derechos fundamentales en el despliegue de drones urbanos, ya sea a través de proyectos artísticos o del desarrollo de aplicaciones concretas para desviar la mirada del drone, como hace Adam Harvey con su ‘Anti-Drone Burqa’ o Asher J. Kohn con su Shura City, una ciudad a prueba de VANTs.
Evidentemente, el potencial violento y deshumanizador de los drones es difícil de minimizar. Pero que los drones estén al servicio del asesinato o de la prevención de incendios es una decisión que no toma la tecnología, sino las personas. Que podamos inyectar toxinas con un mosquito-drone mientras miles de personas siguen sin acceso a vacunas básicas no debería dibujar un escenario de distopía tecnológica, sino de distopía política, social y ética. El verdadero problema de los drones, diría, somos nosotros.