Don't be evil ('No seas malo') fue el lema corporativo de Google desde que la empresa necesitó uno, allá por el año 2000. “Don't be evil”, seguido de un punto, era lo primero que podía leerse en el código de conducta de sus empleados, un mandamiento fundacional de buenas prácticas que debía impregnar cada iniciativa de la compañía, cada nueva aventura. Hasta este 2018, cuando Google lo eliminó casi por completo.
Google no comunicó públicamente el cambio ni dio ninguna explicación. Gracias a la WayBack Machine, una herramienta que registra y archiva una instantánea de todo Internet periódicamente, sabemos que ocurrió entre el 21 de abril, cuando el lema seguía en su sitio de siempre, y el 4 de mayo. En esa fecha ya había sido relegado al último párrafo del documento. Desde entonces, en la primera línea del código de conducta se lee un mucho más tradicional “a Google se le medirá por el estándar más alto posible de ética empresarial”.
Como buen eslogan, Don't be evil tenía un mensaje literal cargado de simbolismo sobre Google, pero también una connotación más sutil sobre el sector digital. La empresa que marcaba el paso en el ciberespacio transmitía un halo transgresor basado en rechazar las zonas de sombra de cada herramienta, avance o tecnología que influía en todas las demás. Puede que el lema ya no guiara las acciones de su cúpula directiva y que su desaparición sea poco menos que una connotación sutil para sus empleados. Sin embargo, que Google reconozca que la etapa del No seas malo está cerrada encierra otro mensaje literal. Las cosas han cambiado.
En Google, ese mensaje ha llegado desde dentro. Hace años habría sido difícil imaginar que la empresa que desterró las oficinas convencionales para convertirlas en espacios abiertos con hamacas y máquinas recreativas, que animó a sus empleados coger sus portátiles y salir a trabajar al parque, que construyó boleras, campos de vóley-playa y toboganes para que cambiaran de planta a toda velocidad, o que enterró los trajes para institucionalizar las camisetas o la fiesta TGIF (Gracias a Dios Es Viernes, por sus siglas en inglés) se enfrentara una revolución pública de sus empleados. A falta de una, Google ha sufrido varios motines en los últimos meses. Su queja es haber traicionado el Don't be evil.
Hasta 20.000 googlers de 78 de sus oficinas alrededor del mundo salieron a la calle en noviembre en protesta por la actuación de la empresa con algunos de sus altos ejecutivos acusados de acoso sexual. En vez de apoyar señalarlos y llevaros a los tribunales, la actuación de Google fue pagar indemnizaciones para que abandonaran la empresa sin hacer ruido. La gota que colmó el vaso fueron los 90 millones de dólares que abonó a uno de los creadores de Android en plena revolución MeToo.
El reproche ha llegado también a la estrategia de negocio. 4.000 amenazas de dimisión y la consumación de una docena de ellas pararon una colaboración con el Pentágono para aplicar la Inteligencia Artificial de Google a un proyecto militar. Otra protesta, esta vez contra la posibilidad de lanzar una versión censurada del buscador adaptada a las exigencias de las autoridades chinas, dio al traste con el proyecto.
Tener cerca a una multinacional digital ya no es sinónimo de progreso y desarrollo. Al menos para los habitantes de Berlín, que tras varias manifestaciones, consiguieron que Google abandonara su objetivo de crear un campus en la ciudad.
Malditos imbéciles
“Somos una compañía muy distinta a la que éramos en 2016, e incluso hace un año”, afirmó Mark Zuckerberg en el post de Facebook que usó para despedir su fatídico 2018. Si Google es la empresa que mejor ejemplifica el cambio de época que atraviesa el sector digital, el fundador de Facebook es el personaje que mejor ha mostrado cómo ha envejecido el mito de los jóvenes empresarios de Silicon Valley que fundan multinacionales que empiezan desde un garaje. O, en su caso, desde la habitación de una residencia de estudiantes de Harvard.
En 2010, Zuckerberg fue el personaje del año para la revista Time. Tenía 26 años. Había fundado Facebook seis años antes y su cara de adolescente, unido al éxito de su plataforma, encarnaba a la perfección la imagen que promulgaba Silicon Valley: Internet era un mundo nuevo con unas nuevas reglas donde cualquiera con una buena idea y la perseverancia necesaria para trabajar en ella podía triunfar. Ese mismo año se filtró un chat que Zuckerberg mantuvo con un amigo días después de crear Facebook. Zuckerberg reconoció la veracidad de la conversación.
Casi una década después, Facebook está en problemas y el autor de esas palabras ha mentido a todos para salvar su máquina: a los usuarios les prometió que no vendía sus datos cuando sí lo hacía; a los diputados de EEUU, que no sabía nada de lo de Rusia a pesar de que se enteró mucho antes de que saliera a la luz; y a los europeos, que cumpliría escrupulosamente el Reglamento de Protección de Datos cuando meses después ya se le investiga por intentar varias brechas y hackeos que intentó ocultar.
Aunque la que quizá ha sido la acusación más grave que recibió la plataforma de Zuckerberg en 2018 fue la de ser el vehículo del odio que terminó dando pie a un genocidio. Es lo que concluyeron los investigadores de Naciones Unidas desplazados a Myanmar para estudiar la violencia étnica contra los rohingya que provocó el desplazamiento forzoso de unas 720.000 personas.
Fue una consecuencia de su plan para llevar Facebook a los países a donde ni siquiera había llegado Internet. Lo promocionó como una iniciativa altruista para conectar a la red a aquellos que se estaban quedando fuera por motivos económicos. El equipo de la ONU denunció que la red social abrió mercados como este a toda velocidad (Myanmar pasó en dos años de tener menos de un 1% de población con acceso a Internet a tener más usuarios de Facebook que ningún otro país del sureste asiático) sin establecer las mínimas salvaguardas de seguridad, como contratar moderadores capaces de entender birmano. Sin ellos, el conflicto latente en Myanmar prendió en la red social sin nadie que pudiera advertir la propagación de mensajes de odio contra los rohingya.
La prueba del algodón: el dinero saudí
Para poner en marcha una plataforma digital capaz de operar a escala planetaria no solo hace falta una buena idea. También mucho dinero. Los fondos de capital riesgo que invierten en el sector tienen diferentes políticas sobre cuándo o cómo reclamar su inversión. No obstante, la relación con algunos choca con la imagen amable y de desarrollo que caracterizaba el sector. El motivo es que es el dinero de Arabia Saudí el que está detrás de ellos.
El Public Investment Fund (PIF), el fondo que la monarquía absolutista utiliza para diversificar sus inversiones fuera del petróleo, es uno de los que más presencia tiene en Silicon Valley. Pero no el único. Según el medio estadounidense Quartz, el dinero saudí ha impulsado a startups como Uber, con 11.321 millones de dólares; Lyft (plataforma similar a Uber) con 4.915 millones; Magic Leap (realidad aumentada) con 1.888 millones; Lucid Motors (coches eléctricos) con 1.131 millones; o Virgin Galactic (aeroespacial) con 280 millones. La inversión de 500 millones de dólares en Tesla que costó el puesto a Elon Musk todavía está en cuestión.
La lista se extiende con otras cinco empresas que han recibido más de 100 millones de dólares cada una para impulsarse. Entre ellas se encuentra Snap, desarrolladora de Snapchat, red social con amplia presencia en España. De las compañías citadas, solo Virgin Galactic ha “suspendido temporalmente” una nueva gran inversión saudí, en torno a los 1.000 millones de dólares, hasta que se aclaren los hechos que han rodeado la muerte del periodista saudí crítico con el régimen de su país Jamal Khashoggi.
El trabajo y la vivienda
El sector de plataformas digitales que se enfrentó antes a la caída de su discurso publicitario es el que salió del terreno virtual para afectar directamente la vida de las personas en aspectos como la vivienda o el trabajo. Ciudadanos y ayuntamientos de todo el mundo relacionan la actividad de empresas como Airbnb con la subida del precio de los alquileres, así como de procesos como la turistificación (cuando el alto nivel de turismo transforma la identidad, los rasgos y el carácter propios una ciudad o un barrio) o de gentrificación (desplazamiento de las clases bajas o medias del centro de las ciudades debido a la presión inmobiliaria).
Otra de las principales multinacionales digitales, Amazon, ha dejado de ser protagonista por la revolucionaria gestión del trabajo y robotización que le permiten abaratar costes. Ahora ocupa titulares por las huelgas de trabajadores que enfrenta por toda Europa. Para defender su imagen, la empresa ha puesto en marcha una iniciativa peculiar: selecciona a mozos de almacén y empaquetadores, los sienta delante de un ordenador para que comenten en redes sociales el “paraíso” en el que se sienten al trabajar para “la gran familia de Amazon”.
Mientras, la relación de las plataformas con los trabajadores mediante los que prestan servicio se decide en los tribunales. En la actualidad la batalla legal se centra en plataformas como Glovo o Deliveroo, cuyos repartidores denuncian su condición de falsos autónomos. Aunque las sentencias al respecto aún no son firmes, existe el precedente de Uber. La multinacional estadounidentes llegó hasta el Tribunal de Justicia de la UE para defender que tanto los conductores como los viajeros son sus clientes, por lo que no debe ser considerada una empresa de transporte. Perdió.