Criminalizar el acoso verbal callejero contra las mujeres funciona
Si no te han dicho nunca un piropo, seguramente conoces a alguien a quien sí. En 2016, una investigación realizada por la Coalición por el Fin de la Violencia contra las Mujeres concluyó que el 64% de las mujeres de todas las edades han sufrido acoso sexual en público. Entre las mujeres de entre 18 y 24 años, el porcentaje aumenta al 85%. Con cifras como estas, uno pensaría que a todos nos preocupa el acoso callejero, pero las nuevas cifras de la ONG Plan International UK sugiere que no siempre es así.
De las 1.004 niñas y mujeres jóvenes de entre 14 y 21 años que sondearon, el 66% había recibido atención sexual no deseada, había sido manoseada o había sido víctima de un exhibicionista. Sin embargo, el 42% de ellas no se lo dijo a nadie. El 33% dijo que sentía “demasiada vergüenza” como para contarlo, el 28% pensó que nadie lo tomaría en serio, y el 14% afirmó que no dijo nada porque sintió que tenía parte de responsabilidad.
Esto contrasta fuertemente con las noticias que llegan desde Francia, donde se han emitido casi 450 multas desde que entró en vigor una nueva legislación en agosto del año pasado. El comportamiento sexista –que incluye piropos, atención sexual no deseada o comentarios degradantes– ahora puede castigarse de forma inmediata con multas de hasta 750 euros.
En el Reino Unido, no parece que estos delitos sean tomados en serio y los datos publicados este año por la Fawcett Society parecen confirmarlo. La organización concluyó que el género es la causa más común de los crímenes de odio contra las mujeres. De hecho, el 85% de los crímenes de odio por género en Inglaterra y Gales fueron denunciados por mujeres. Pero cuando la sociedad pidió que la misoginia fuera considerada un crimen de odio, la jefa de policía Sara Thornton dijo que aunque esto era “aconsejable y digno de ser atendido”, la Policía simplemente “no tiene los recursos necesarios”.
Se puede argumentar, como lo hizo Thornton, que no todos los piropos o instancias de atención sexual no deseada merecen la intervención policial o sus recursos. Sin embargo, como señaló en su momento la directora ejecutiva de Women’s Aid, Katie Ghose, los abusos más graves no surgen de la nada. El acoso callejero puede ser el extremo más inofensivo del abanico de la misoginia y la violencia, pero eso es precisamente lo que es: un abanico. Si no creemos a las mujeres cuando dicen que han recibido un piropo, un hecho que tristemente podríamos catalogar como “cotidiano”, ¿por qué van a tener fe en que les creamos cuando sufren ataques más graves?
El reconocimiento por parte del Gobierno británico del acoso callejero como una forma de violencia de género –en su actualizada Estrategia contra la Violencia hacia Mujeres y Niñas– es un primer paso positivo. Pero, como sugiere la organización Plan UK, las autoridades locales deben tomarse el tema más en serio y ejecutar estrategias propias para combatir el acoso callejero. El modelo francés podría ser un buen comienzo.
En el epicentro de la cuestión está lo que la mayoría de las mujeres piensa sobre el acoso callejero: que es algo que inevitablemente les va a suceder. Pero, ¿por qué esto tiene que ser así? ¿Por qué debemos discutir tácticas entre nosotras o darnos consejos sobre qué decir o qué hacer cuando alguien se nos acerca demasiado o no deja de seguirnos? ¿Por qué salir de casa debe conllevar el cálculo agotador sobre qué calle coger, si esta o la siguiente? Y, ¿por qué debemos aceptar que, a pesar de nuestros mejores esfuerzos por ejercer nuestra propia autonomía, no podemos hacer nada cuando alguien amenaza con arrebatárnosla?
Cuando hablamos de violencia de género, nadie discute que el acoso callejero es prioritario en la agenda: eso sería absurdo. Pero aceptar su existencia como algo inevitable, negarnos a tomar medidas al respecto y taparnos los oídos a la hora de reconocer su existencia no va hacer que el problema desaparezca ni va a hacer que las mujeres nos sintamos más seguras.
No deberíamos pasar por la vejatoria experiencia de ser acosadas cada vez que salimos de casa y se nos debe al menos la dignidad de que nos crean cuando lo contamos. En el corazón de toda respuesta social o legal tiene que estar el apoyo y la confianza en los relatos de las mujeres sobre sus experiencias negativas. Y hasta que esto no suceda, nada cambiará.