El pangolín, la cultura china y la globalización capitalista
“China”, como concepto, se ha convertido en el chivo expiatorio para los políticos de Estados Unidos y Europa occidental que tratan de desviar la atención sobre sus propios y terribles errores gestionando la pandemia del coronavirus.
El atractivo de echar la culpa a “China” reside en su ambigüedad. ¿Se limitan las críticas a la forma en que el Partido Comunista ocultó información durante esas cruciales semanas de enero, como en EEUU defienden progresistas y conservadores, incluyendo a Donald Trump? ¿O el mensaje entre líneas evidente es que el verdadero culpable es el “pueblo chino” con sus exóticas costumbres y cultura?
El líder del Partido del Brexit, Nigel Farage, juega torpemente con los dos argumentos cuando dice no sentir “ninguna animadversión hacia el pueblo chino” y a la vez afirma que el problema reside en “las pésimas condiciones de higiene en los mercados chinos de animales salvajes” y en la dieta habitual de murciélagos y pangolines.
Por variadas que sean las intenciones, ya estamos viendo cómo las críticas a “China” se están traduciendo en un recrudecimiento de la violencia racista contra la diáspora china y asiática en Estados Unidos, Europa occidental y Oceanía.
Me parece bien que desde las ideas progresistas se condenen estos ataques como xenófobos pero me preocupan los vagos llamamientos a la tolerancia hacia el “pueblo chino” y hacia la “cultura” porque le hacen el juego al racismo de la derecha: acabamos debatiendo temas de identidad y de diferencias culturales cuando lo que tendríamos que estar analizando son complejos procesos históricos. Cualquier intento serio de abordar el papel de China en esta pandemia también debe considerar las condiciones político-económicas del ascenso chino en el mercado mundial durante los últimos años, un fenómeno que ha facilitado la propagación del virus y que ha plantado las semillas de esta reacción en Europa y EEUU.
Tomemos por ejemplo la afirmación (no confirmada) de que el nuevo coronavirus fue causado por la particularidad cultural de comer pangolines. Si ese fuera el caso, y si bien es cierto que en China continental las escamas y la carne de pangolín se anuncian como una especie de medicina popular, las estadísticas sugieren que la verdadera variable clave es la globalización. Los precios del animal han pasado de 14 dólares por kilo en 1994 a más de 600 dólares hoy, con envíos ilegales confiscados en la frontera que por lo general superan las 10 toneladas.
A menudo, los clientes que compran animales salvajes lo hacen para alardear de su riqueza o para celebrar un buen día en la bolsa de valores, aunque siguen siendo una minoría. En su mayoría, los ciudadanos chinos apoyan límites estrictos, cuando no directamente la prohibición, para el consumo de animales salvajes. Por tanto, para explicar el auge del consumo de pangolín no hay que pensar tanto en una particularidad cultural sino en la liberalización económica de China, defendida por Estados Unidos.
Vínculos económicos ocultos
Estas mismas fuerzas económicas son también las que han acelerado la propagación del virus en otros países. Wuhan, donde se originó, servía originalmente como un punto de unión entre las metrópolis costeras, como Guangzhou y Shanghai, con el interior de China. Aunque se la considera una ciudad de “segundo nivel”, la última fase de la globalización también la alcanzó, a medida que los inversores buscaban terrenos y mano de obra más baratos en el interior.
En febrero y marzo, los nuevos casos de coronavirus pusieron al descubierto vínculos económicos que habían permanecido ocultos mucho tiempo, como las inversiones chinas en la infraestructura de Qom (Irán) o los vínculos entre la industria de piezas de automóviles de Wuhan y las fábricas de Alemania, Serbia y Corea del Sur. Es posible que el coronavirus haya aparecido por primera vez en China, pero la propagación y la crisis subsiguientes se deben a los sistemas mundiales de comercio, turismo y cadenas de suministro levantados por poderosos intereses durante el siglo XXI.
Responsabilizar a esa idea imprecisa de la cultura china es especialmente irónico teniendo en cuenta que las mejores respuestas a la pandemia se han dado en los gobiernos con mayoría étnica china de Taiwán (seis muertes, 390 casos), de Singapur (ocho muertes, 2.500 casos) y de Hong Kong (cuatro muertes, 1.000 casos). Sí, en gran parte la seriedad de sus políticas tuvo que ver con el drama de la epidemia del SARS en 2003, pero también con los robustos estados de bienestar de Asia oriental donde, a diferencia de Europa y Estados Unidos, se ha invertido cada vez más en infraestructura sanitaria precisamente para enfrentar este tipo de crisis.
Crisis minimizada en todo el mundo
Combatir la postura anti-China no significa excusar al Estado ni defender sus acciones. Está claro que el gobierno chino ha minimizado sistemáticamente el nivel de contagio y de muertes; y que las autoridades locales se equivocaron al silenciar al doctor Li Wenliang, que alertó en cuanto fue posible a sus amigos sobre el virus.
¿Pero es en la crisis del coronavirus la diferencia entre regímenes autoritarios y democráticos tan grande como dicen los ideólogos occidentales? La mayoría de los analistas está de acuerdo en que China ocultó la crisis de Wuhan durante tres semanas de enero, un tiempo perdido que probablemente significó pasar de una epidemia local a una mundial. Pero también dan que pensar los informes sobre la demora en responder de otros gobiernos desde mediados de enero: al Reino Unido le llevó ocho interminables semanas reaccionar y Estados Unidos ignoró durante 70 días claras señales de alerta.
Esta inacción fue, en parte, producto del excepcionalismo occidental según el cual los virus y las epidemias sólo ocurren “allí”, en países pobres y no blancos. Se trata de un punto crucial para descubrir el racismo antiasiático. Como ha escrito la directora de Justice is Global, Tobita Chow, en lugar de repartir culpas entre países deberíamos entender cómo las miopes perspectivas nacionalistas han producido respuestas fatalmente ineficaces.
Durante las peores semanas de Italia, los funcionarios admitieron que habían visto la crisis de Wuhan como una “película de ciencia-ficción que no tenía nada que ver con nosotros”. En Estados Unidos, un político de Kansas declaró que su ciudad era segura porque había pocos residentes chinos. En una manifestación aún más extrema de pensamiento racista, en Filadelfia circularon rumores de que el virus no podía infectar a los negros estadounidenses porque era una enfermedad china. Una información errónea que, según temen ahora las autoridades, exacerbó las desigualdades en los niveles de contagio.
En último lugar, tanto la pandemia como la reacción antiasiática que la acompaña son dinámicas que van más allá de las cuestiones culturales y de la xenofobia porque tienen graves consecuencias de vida o muerte. Las dos son subproductos de la aparición de China como una fuerza relevante en el capitalismo mundial, no solo creando las cadenas de suministro y redes de desplazamientos que transportan al virus, sino amenazando el centenario prestigio económico y político de Euroamérica.
En Estados Unidos esos temores ya se habían manifestado en las afirmaciones populistas de que sólo China, y no la clase política y empresarial estadounidense, era responsable de la pérdida de empleos industriales. Después de un referéndum por el Brexit que ha sido visto como un voto contra la globalización, la preocupación en el Reino Unido se ha manifestado recientemente en el miedo a que Huawei instale la red 5G del país. El coronavirus no ha creado los temores sobre China pero esos miedos lo han convertido en una conveniente metáfora, como una fuerza de destrucción invisible y global.
De ahí se deduce que estos peligrosos sentimientos no desaparecerán automáticamente con el desarrollo de una vacuna, a menos que exijamos algo más que peticiones progresitas a la tolerancia. También debemos reconocer y enfrentar las fuerzas político-económicas detrás de la reacción de Occidente contra China, y la insuficiencia del nacionalismo para responder a las crisis sociales y de salud pública a las que nos enfrentamos hoy, que son de escala mundial.
Andrew Liu es profesor asociado de Historia en la Universidad de Villanova (EEUU) y autor del libro ‘Tea War: A History of Capitalism in China and India’.
Traducido por Francisco de Zárate
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