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OPINIÓN

La farsa del nombramiento de Kavanaugh al Supremo tendrá consecuencias

La llegada de Kavanaugh al Supremo de EE.UU. agudiza el conservadurismo de la corte

Jill Abramson

La mancha quedará para siempre. El desempeño de Brett Kavanaugh como miembro del Tribunal Supremo de Estados Unidos se verá siempre empañado por el proceso partidista, forzado y poco ético de confirmación en el Senado de Estados Unidos celebrado la semana pasada.

Lo cierto es que el resultado nunca estuvo en duda. Donald Trump y Mitch McConnell estaban decididos a ganar desde que se mencionó por primera vez el nombre de la académica Christine Blasey Ford. Nunca se consideraron en su totalidad las graves acusaciones que Ford presentó contra Kavanaugh por unos comportamientos sexuales inadmisibles (corroborados de forma muy convincente, incluso con la acusación de una segunda mujer, Deborah Ramírez).

A Ford le dieron la oportunidad de presentar su testimonio, pero la audiencia estaba en su contra antes de que empezara. Todo fue diseñado para que terminara en una guerra de declaraciones y lo de la investigación del FBI fue una broma. No solo el presidente Trump la menospreció cuando se burló de ella durante un mitin en Mississippi, sino que todo el proceso de confirmación de Kavanaugh fue una forma de degradación para Ford.

Los republicanos hablaban de la necesidad de “escucharla”, pero dejaron que las preguntas las hiciera una fiscal especializada en crímenes sexuales que, como era de esperar, llegó a la conclusión de que las acusaciones de Ford no habían sido probadas.

La apresurada jura del cargo del juez Kavanaugh el sábado fue otro movimiento, claramente partidista, que exacerbó el resentimiento creado con el viciado proceso de confirmación. Después de la votación más reñida para un juez elegido miembro del máximo tribunal estadounidense, la rabia de las multitudes que esperaban fuera del Capitolio y del Tribunal Supremo se convirtió en un símbolo de la indignación que está naciendo en todo el país.

El presidente Trump y los republicanos se jactan de que la lucha por Kavanaugh ha servido para motivar a los votantes republicanos de cara a las elecciones legislativas de noviembre, pero ese es un efecto de corto plazo y pasará pronto. Grandes sectores del país están indignados por la confirmación forzada de un candidato conservador que inclinará la balanza del tribunal aún más a la derecha. Y no solo en las zonas urbanas y costeras: también entre las mujeres de los estados del interior y tradicionalmente republicanos. Esa reacción va a crecer hasta convertirse en una fuerza política relevante de cara a las elecciones presidenciales de 2020.

En la última semana hubo muchos momentos de mezquindad. Como cuando Trump, en la cima de su victoria, tuvo el descaro de elogiar a su denostado FBI ahora que había servido para limpiar la imagen de Kavanaugh. O el de la senadora republicana Susan Collins, que pronunció un grandilocuente discurso para anunciar su voto por Kavanaugh y sugerir que la profesora Ford había pecado precisamente de grandilocuencia al preferir hablar en público en Washington y no en privado en California. De todos modos, siempre estuvo claro que Collins iba a votar por Kavanaugh.

La conversación de Jeff Flake en el ascensor fue otra pieza de teatro Kabuki. Las valientes mujeres que lo enfrentaron lograron intimidarlo momentáneamente, pero su voto también fue siempre para Kavanaugh. Cuando pidió una investigación del FBI ya era demasiado tarde, y posteriormente no hizo nada para asegurar su integridad y su imparcialidad.

El proceso de confirmación de Kavanaugh apestaba a hipocresía desde el primer momento. El mismo Partido Republicano que en 2016 bloqueó al moderado Merrick Garland, nominado para el Tribunal Supremo por el expresidente Barack Obama, ahora tenía el descaro de afirmar que los demócratas hacían política partidista orquestando un golpe de última hora contra su candidato. No hay ni una pizca de evidencia de que la profesora Ford tuviera motivos partidistas.

Al principio, el presidente Trump dio la impresión de estar preocupado de verdad por las acusaciones de Ford y mantuvo una cuidadosa distancia con su candidato. A los abogados de la Casa Blanca también les preocupaba el creíble testimonio de la profesora. Hasta que el emotivo rechazo de los cargos de un juez Kavanaugh indignado y las encuestas del día siguiente los tranquilizaron. En cuestión de horas, y ya desatado, el presidente se burlaba de los lapsus de memoria de Ford, una señal que en verdad demostraba su honestidad.

Pero el auténtico triunfo en el voto de confirmación de Kavanaugh se lo apuntó Donald McGahn, el abogado de la Casa Blanca cuya única misión es lograr la confirmación de jueces de derechas. Su memoria también se verá manchada por la brutalidad de este proceso de confirmación. McGahn aprendió a manejarse en la política partidista gracias a su trabajo como representante de los hermanos Koch.

La candidatura de Kavanaugh debería haber sido retirada justo después de su histriónico testimonio ante el Senado, lleno de afirmaciones en las que decía ser una víctima sin demostrarlo. La escandalosa representación dejó en evidencia que su temperamento era todo lo contrario a la ecuanimidad que debe tener un juez. Dijo sin ningún rodeo que los demócratas andaban buscando venganza en nombre de los Clinton, ¿cómo puede nadie pensar, después de eso, que su veredicto será justo cuando se enfrente a un caso político? Su cólera evidente desmintió automáticamente lo que había dicho poco antes sobre la necesidad de que los jueces se comporten como árbitros imparciales. Fue una actuación tan vergonzosa (y preocupante para algunos columnistas) que Kavanaugh tuvo que admitir después su error en las páginas editoriales de The Wall Street Journal.

Una vez más, Washington ha demostrado ser un lugar indecente. Hubo pocos aspectos positivos. Uno de ellos fue el momento en que los políticos pensantes, entre ellos la republicana Lisa Murkowski (Alaska), decidieron oponerse a Kavanaugh. Pero la oportunidad que de verdad debería haber hecho reconsiderar su decisión a los republicanos fue la intervención de John Paul Stevens. En comentarios muy poco comunes, el exjuez de el Tribunal Supremo de 98 años dijo que los prejuicios que Kavanaugh había expresado públicamente lo descalificaban como miembro del máximo tribunal. A pesar de lo extraordinario que es escuchar a un exmiembro de la Corte hablar contra un candidato, en el estruendo de la batalla partidista su reprimenda pasó desapercibida.

De alguna manera, el proceso de confirmación de Kavanaugh fue peor que el que protagonizó en 1991 el juez Clarence Thomas, acusado de acoso sexual. Pero el resentimiento que generará será similar. Igual que ahora, la pelea de entonces motivó a los conservadores a apoyar a Thomas. Si bien es cierto que las pasiones políticas del momento favorecieron su confirmación, un año después la opinión pública dio media vuelta y en 1992 muchas mujeres hicieron sentir su enfado en las urnas.

Es más que triste que el Tribunal Supremo de Estados Unidos tenga ahora a dos jueces sobre los que penden sospechas de perjurio y de conductas sexuales impropias. Antes se consideraba que el máximo tribunal estaba por encima de la política, pero hoy se justifica no verlo así. ¿Quién puede negarlo, cuando el Presidente Trump escoge a sus candidatos dentro de listas aprobas y bendecidas previamente por las conservadoras Federalist Society y Heritage Foundation?

No debería sorprender a nadie que Washington haya demostrado ser inmune al movimiento #MeToo o que la Casa Blanca y el Senado se hayan deshecho tan cruelmente de la profesora Ford. Los republicanos juegan para ganar ejerciendo el poder a lo bruto y han encontrado en Brett Kavanaugh su nuevo héroe.

Traducido por Francisco de Zárate

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