Risas, sexo y mentiras: el camino de Boris Johnson del periodismo a lo más alto de la política
Cuando Conrad Black, entonces propietario de The Spectator y Daily Telegraph, y su esposa Barbara decidieron ofrecer una fiesta en honor a Boris Johnson, el director de su revista y aspirante a político, este ya les había decepcionado. El periodista, que no dejaba de ascender, había prometido a Black que renunciaría a lanzarse a una carrera como representante político para presidir el semanario. Pero casi al mismo tiempo se presentaba para ocupar un escaño como diputado.
Cuando los Black abrieron las puertas de su casa de once habitaciones en el barrio de Kensington aquella noche de 2011, Johnson ya no era solo el director de la revista. Era el candidato del Partido Conservador en el distrito de Henley y gozaba de una merecida y bien establecida reputación de ser alguien capaz de salirse con la suya.
Uno de los momentos culminantes de la fiesta fue la actuación de Kit and the Widow, un duo satírico. Uno de los invitados se quedó con el estribillo: “Que el descaro sea tan sórdido debería ser apreciado y recompensado (...) A medida que continúa hacia la vida pública / que le sea reconocido el honor / de haberse librado de tal mentiroso / que se elogie el fenómeno BoJo”.
“Si Boris quiere presentarse al Número 10 [de Downing Street, la vivienda del primer pinistro], el Telegraph está con él”, llegó a declarar su propietario. Nadie le tomó en serio. “Todo el mundo murmuró con una risa incrédula de tan sólo imaginarlo”, según aquel testigo.
El mandato de Johnson como director de The Spectator entre 1999 y 2005 se solapó en parte con sus siete años como diputado conservador por Henley. También escribió una columna para Telegraph, piezas sobre motor para GQ e incluso libros. Además, aunque por poco tiempo y con resultados desastrosos, formó parte de la primera fila parlamentaria de los conservadores y fue portavoz tory de las políticas culturales desde la oposición.
Su periodo al frente de The Spectator fue tan vistoso que el semanario conservador acabó siendo conocido como el 'Sextator' después de que su director (Johnson) y un columnista estrella se vieran envueltos en diversos escándalos y solo Johnson lograra mantener viva su carrera política.
Ya se había librado por poco de ser despedido en 2004 por quien entonces dirigía el Partido Conservador, Michael Howard, debido a un editorial que apareció en la revista sin firma –que de hecho no había escrito él sino Simon Heffer– en el que se acusaba a la ciudad de Liverpool de disfrutar de un “estatus de víctima” tras el secuestro y asesinato en Irak de Kenneth Bigley, que había nacido en la ciudad. Al final, y tras ser obligado a viajar a Merseyside, el distrito del que Liverpool forma parte, para pedir disculpas en persona, Johnson aguantó. Pero terminó cayendo un mes después.
Fue el tiempo que tardó en descubrirse que había mantenido una relación esporádica con Petronella Wyatt, columnista de la revista. Johnson llevaba casado desde 1993 con Marina Wheeler y tenían cuatro hijos pequeños. Wyatt se quedó embarazada y había abortado en un hospital privado apenas dos semanas antes de aquel viaje a Liverpool. Johnson apoyó la decisión pese a que en un primer momento se negó a pagar la factura, que ascendió a 1.500 libras (poco más de 1.600 euros). Cuando el dominical Mail on Sunday le preguntó por lo sucedido, mintió: “No he tenido una relación con Petronella. Todo es un disparate. Una pirámide invertida de tonterías”.
Poco después la madre de Wyatt confirmó los hechos. Cuando los dominicales se disponían a sacar la historia, Johnson llegó a decir a un periodista “publica y te hundirás”. Dos horas después fue destituido del gabinete conservador. Había mentido sobre su relación extramatrimonial y su carrera política estalló en pedazos.
Andrew Gimson, que entonces ejercía como jefe de internacional en The Spectator, fue también el primer biógrafo de Johnson. Recuerda que ya por aquel entonces el nombre de su jefe sonaba como posible candidato a liderar el partido. “En 2005, Boris se dio cuenta de que no podía competir por el liderazgo. Ya había demostrado que no se podía confiar en él. Era su conexión con The Spectator lo que le salvaba”, contó Gimson. “No podía soportar el hecho de que (David) Cameron hubiera ganado, pero él mismo fue quien se puso en una situación inasumible con Petronella, una en la que no podía mantener a todo el mundo satisfecho”, reconoció.
Johnson manejó el semanario al mismo tiempo que se presentaba a la alcaldía de Londres. Mantuvo el cargo de más responsabilidad pero los asuntos del día a día los delegó a su segundo, Stuart Reid, lo que dio pie a que el proceso de encargo de los artículos se convirtiera en algo caótico y algunos de los autores todavía no saben si algunas de las piezas que Johnson les pidió con urgencia serán publicadas algún día.
El equipo de Johnson no ha respondido a las preguntas de The Guardian sobre su época en The Spectator. Para quienes trabajaron allí en aquel momento la mayor parte de los recuerdos son gratos. Peter Osborne, que fue jefe de política recuerda que apenas recibía indicaciones de Johnson más allá de una llamada de “dos o tres minutos el domingo por la noche con la que era suficiente”. Johnson “nunca me dijo qué escribir”, afirmó. Señaló también que pese a tener un conocimiento muy cercano de lo que sucedía en el Partido Conservador, pasaba pocos consejos a sus periodistas.
Las reuniones editoriales, cuando sucedían, derivaban muy a menudo hacia la diversión. “No importaba tanto que tuvieras o no una historia siempre y cuando tuvieras alguna broma”, recuerda Gimson. “Y si no las tenías tú, ya las tenía él”, añade.
Contar chistes era un asunto serio y competitivo en una cabecera que también tuvo éxitos periodísticos. Aunque la historia se la llevó Osborne, fue The Spectator quien tuvo la exclusiva de que Tony Blair había tratado de alcanzar un acuerdo y un rol de mayor importancia que los establecidos para el primer ministro en el velatorio de la reina madre. Alastair Campbell, director de comunicaciones de Blair, acudió a la Comisión de Quejas sobre la Prensa pero el semanario salió indemne y Campbell acabó dimitiendo después de que un alto cargo del Parlamento se negara a confirmar la versión de los hechos ofrecida por la oficina del primer ministro.
Rodeado de escándalos sexuales
El periodo de Johnson en la revista llegó a su fin cuando el otrora indulgente Black, escaso de dinero, perdió el control de la cabecera. Sus nuevos dueños, los hermanos Barclay, nombraron como máximo ejecutivo a Andrew Neil, un hombre de más altos estándares morales. “Deseamos un periodo de calma” dijo durante el momento álgido del escándalo 'Sextator'. Johnson dejó su puesto como director un año después.
Pocos de estos dramas tuvieron algún impacto en la localidad de Henley, donde Johnson volvió a ser nombrado candidato del partido en el año 2000. Había llegado a ser uno de los tres finalistas gracias a la percepción de que su presencia dinamizaría la campaña en los barrios. En uno de los mítines, celebrado en el salón de actos de Benson, aparecieron 500 personas. Barry Brown, un activista local del partido, confesó entonces que no les sonaba la cara de la mayor parte de los presentes. “Había mucha gente que no habíamos visto nunca. Gente que nunca había tenido nada que ver con nosotros”, declaró.
Incluso el propio Johnson había mostrado su preocupación porque los otros dos candidatos, los abogados David Platt y Jill Andrew, estaban mejor preparados. Platt era el favorito pero su causa se había visto dañada por las preguntas que surgían sobre por qué no estaba casado. “Mi mayor ventaja sobre David Platt era que yo tenía una esposa que sonreía radiante con un elegante abrigo de flores que le quedaba perfecto en primera fila de cada aparición pública relevante”, escribió Johnson en su libro de 2001 'Friends, Voters, Countrymen' ('Amigos, votantes, compatriotas'). Ganó por un puñado de votos.
Richard Pullen, cuya esposa, Maggie, era la presidenta del comité del partido en la circunscripción en el momento de la campaña, agregó que “al comité gestor no le gustó mucho que (Johnson) fuera elegido. Aquella noche lo dejamos y vinimos aquí (a casa de Pullen) a beber champán con el resto de candidatos. No creíamos que él mereciera haber ganado”.
Con un próspero escaño asegurado, sentarse en la Cámara de los Comunes no iba a ser difícil. Ganó a los Liberal Demócratas en 2001 por 8.458 votos y por 12.793 en las elecciones siguientes. El laborismo gobernaba el país, así que Johnson no tuvo que defender políticas impopulares aprobadas por un Gobierno de su propio partido.
Richard Reed, el jefe de noticias del Henley Standard, el periódico de la zona por la que Johnson fue diputado no se mostró —como la mayor parte de los votantes— muy molesto con lo que la prensa nacional escribía sobre su representante. “No nos preocupaba”, afirmó. “No es lo que hace nuestro periódico, parroquial en mucho sentidos y con poco interés en las malas noticias”, aseguró.
“Maggie siempre se mostró sorprendida porque las mujeres de Henley no criticaran sus aventuras. No sólo eso, la mayoría creían que la responsable era Marina”, agregó Pullen en referencia la mujer de Johnson.
Prolífico escritor
En aquella época y pese a desempeñar dos empleos la mayor parte del tiempo, Johnson escribía sin parar. En su pieza quizá más notable, 'Friends, Voters, Countrymen', aseveró que pese a su euroescepticismo creía que los intereses de Reino Unido estaban “en equilibrio manteniéndose dentro de la Unión Europea”.
“Ha traído beneficios palpables a Gran Bretaña en el libre comercio y a la hora de garantizar el derecho de libre circulación e instituciones en la Unión Europea para los ciudadanos británicos. Una retirada podría significar una potencialmente preocupante pérdida de influencia”, escribió Johnson.
En 2004 publicó una novela, 'Seventy Two Virgins' ('Setenta y dos vírgenes'), protagonizada por un desventurado diputado conservador tan preocupado ante la posibilidad de que sus fechorías terminen en un tabloide sensacionalista que no logra darse cuenta de un atentado terrorista que sucede frente a él.
El libro lleva al lector a pensar que el crimen cometido por Roger Barlow es solo una pequeña aventura. Sin embargo, en las páginas finales se revela que el periódico iba a divulgar que el diputado había invertido 20.000 libras en una empresa de ropa interior que a su vez daba cobertura a una trama de prostitución. Johnson escribió que “Barlow se había extraviado en la matriz de comportamiento, extraña e hipócrita, impuesta por los tabloides sobre la conducta de figuras públicas y semipúblicas. Estaba perdido”.
La novela está llena de personajes muy cargados racialmente. Un vigilante de parking negro llamado Eric es descrito como “un metro ochenta de belleza antracita” con cicatrices en las mejillas que probaban “que era un príncipe de sangre real de la tribu hausa” en Lagos, Nigeria. Un grupo de musulmanes kosovares tienen “ojos que queman, narices ganchudas y cejas negras y peludas”.
El asistente norteamericano de Barlow, Cameron, es descrito como alguien de “profunda y sexista reverencia a los hombres que realmente saben cosas”. “Le sorprendía a veces lo poco que importaban las apariencias. Podía ser calvo, delgado, sudoroso o rechoncho pero si lo que el hombre tenía que decir revestía de suficiente interés, fluidez y autoridad, le hablaba directamente a la entrepierna”, escribió Johnson.
La oportunidad de regocijarse en tales fantasías parece lejana de las tareas y responsabilidades diarias de un primer ministro. Algunas personas que han trabajado con él se preguntan si está preparado para el cargo.
“No creo que sea algo que vaya a disfrutar” afirmó Andy McSmith, un veterano periodista político que ha escrito sobre el laborismo y los sindicatos para The Spectator en la época de Johnson. “No se trata de decidir quién va a asistir a la próxima comida de The Spectator o deshacerse de una columna. Gran parte de lo que un primer ministro hace es aburrido. Reuniones con aburridos jefes de Estado, presencia en comités, mantener a gente contenta. No creo que eso sea lo que le motiva”, sentenció.