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The Guardian en español

La derecha de EEUU sugiere que el impacto del coronavirus es culpa del estilo de vida de las minorías

A family reacts to upsetting news about a loved one outside of Bronx-Lebanon Hospital Center in the Bronx, New York, USA, 09 April 2020.

Lois Beckett

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¿Por qué Estados Unidos representa el 5% de la población mundial, pero casi un tercio de todos los fallecidos hasta el momento por coronavirus? Según el Gobierno no es por incompetencia de la Administración, sino porque su población no está sana.

El secretario de Salud del Gobierno de Donald Trump, Alex Azar, afirmó en CNN el pasado 17 de mayo que la respuesta de las autoridades a la pandemia ha sido “histórica”, pero que, lamentablemente, Estados Unidos tiene una población “muy diversa” y que “en concreto” los afroamericanos y las minorías padecen en gran medida otras enfermedades.

Jake Tapper, el presentador de CNN que entrevistaba a Azar hizo una pausa y un gesto antes de repreguntar: “¿Han muerto tantos estadounidenses porque estamos menos sanos que el del resto del mundo?”. Azar no se arredró: “Es un hecho”.

“Eso no significa que sea culpa de los ciudadanos que el Gobierno no adoptara las medidas correctas en Febrero”, respondió el presentador. Azar añadió: “No se trata de culpas. Es pura epidemiología”. “No se culpa a nadie por su estado de salud. Sería absurdo”.

Pero eso es exactamente lo que Azar estaba haciendo. Culpar a las personas negras de morir por un nuevo virus debido a que se suma a la diabetes o la tensión arterial alta. Alguien tiene que ser responsable de que hayan muerto más de 100.000 estadounidenses, más que en cualquier otro país. Para que la culpa no recaiga en la administración Trump, tiene que recaer en alguien. Es decir, en los muertos

No había pasado ni siquiera un mes desde la puesta en marcha de las primeras medidas de confinamiento, pero la guerra político-cultural ya se peleaba en varios frentes: un presidente agitando protestas de manifestantes armados; el movimiento conservador tratando de negar los datos sobre fallecimientos; comentaristas en los medios rechazando el confinamiento con frases como “sí, llámame asesino de abuelas”; grupos de peluqueros convocando a la desobediencia... Algunos estados de gobernador republicano se dieron prisa por regresar a la vida normal. Otros, de gobernador demócrata, anunciaban que las restricciones al movimiento y la actividad económica se alargarán durante meses.

La mayor parte de los estadounidenses –entre los que se incluyen la mitad de los republicanos y el 68% de aquellos que han perdido su empleo o parte de sus ingresos– apoya las restricciones impuestas por motivos de salud pública.

Las manifestaciones contra el confinamiento en las capitales de algunos estados han atraído a una amalgama de disidentes que va desde el movimiento antivacunas a cualquier otro fan de las teorías de la conspiración, provocadores de extrema derecha, milicias armadas contrarias al papel del estado en la vida civil, defensores de las armas de todo pelaje, grupos conservadores apoyados por donantes multimillonarios y personas que han perdido sus empleos.

Quien afirme que el racismo es la única, o alguna de las motivaciones decisivas tras el nacimiento de este movimiento de protesta multiforme y plural se equivoca. Pero que la respuesta de Estados Unidos al coronavirus se haya convertido en una guerra cultural en toda regla es muy revelador.

Las protestas ante los capitolios estatales en las que podía verse a miles de personas blancas exigiendo a los gobernadores la reapertura de la economía comenzaron una semana después de que los medios de comunicación alertaran a comienzos de abril de que el número de personas afroamericanas fallecidas a causa del virus es desproporcionadamente alto.

Algunos expertos en salud pública afirman que la desigualdad y el racismo estructural son los motivos por los que la salud de las personas negras es más vulnerable y son más proclives a morir por coronavirus.

Regreso al puritanismo

No sorprende que los estadounidenses, acostumbrados a mirarlo todo a través del prisma de “los derechos individuales”, tengan problemas a la hora de enfrentarse a la demanda de acción colectiva implícita a una pandemia. 

En opinión de la socióloga Jennifer Carlson, “hay un dislate entre los términos en los que se plantea un problema social y los instrumentos con los que contamos para comprenderlo”. Los estadounidenses no tienen muchas palabras para referirse a la acción y el sacrificio colectivos.

Jon Stokes, activista por el derecho a portar armas de Austin, Texas, tiene opiniones muy firmes sobre conceptos como tiranía o libertad. Pero se muestra frustrado porque alguno de los aliados habituales en este tipo de debates no parece entender que para lidiar con un nuevo virus en un país en el que nadie es inmune al mismo, se requieren enfoques diferentes.

Stokes afirma que sus derechos están siendo vulnerados. “Es un hecho. Es real”, afirma. “Este es uno de esos pocos casos en que hacerlo es lo correcto. Las pandemia requieren una respuesta colectiva. No hay otra manera de hacerlo”, añade.

Según la historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz, algunos estadounidenses acomodados son partidarios de reabrir la economía. Su motivación podría ser el miedo a que lo que sucede pudiera provocar algún tipo de cambio social. “La clase capitalista, quienes más se benefician de este sistema desigual, saben que es insostenible. Están desesperados. No quieren que el confinamiento se alargue para que la gente no se acostumbre a respirar aire limpio, sin carbono. La gente podría hacerse una idea de un mundo diferente”.

Para Dunbar-Ortiz y otros historiadores, que haya estadounidenses presionando por el regreso a la actividad económica normal durante una pandemia y que otros estén dispuestos incluso a manifestaciones portando armas para ejercer presión roza lo psicótico.

No sería la primera vez en la historia del país que miles de personas tengan que morir para que “nada cambie”. Tampoco sería la primera vez que se acepte que sean personas de color.

La nación Navajo, muchas de cuyas familias no disponen de agua corriente para lavarse las manos, tiene una de las mayores tasas de contagio de todo el país.

La guerra cultural del coronavirus es “una especie de tubo de ensayo en la que se mezclan y quedan expuestas todas las psicosis que caracterizan la historia de Estados Unidos”, sostiene Dunbar-Ortiz, autora de An Indigenous People’s History of the United States.

Los colonos europeos establecieron sus primeros asentamientos en paralelo a un proceso masivo de muerte de indígenas que abrió el mercado americano a la empresa “a punta de pistola y a raíz de epidemia” según Patrick Blanchfield, autor de un libro que está a punto de publicarse: 500-year history of American gun violence.

Las personas negras esclavizadas desarrollaban los trabajos esenciales necesarios para que la economía funcionara. El virus de la viruela que los europeos habían traído a un nuevo mundo repleto de personas sin inmunidad terminó con las vidas de decenas de millones de personas. “¿A quien se le pide morir hoy a cambio de que el mercado siga funcionando?”, se pregunta Blanchfield. “A las comunidades nativas tribales”, añade.

Los relatos de la llegada a lo que hoy es EEUU de quienes estuvieron entre los primeros colonos, los puritanos, están marcados por la muerte de los indígenas debido a las infecciones. Suenan fariseos. Los puritanos creían que la epidemia era “un castigo divino”. Blanchfield explica que “la muerte se explicaba como una apertura pragmática de oportunidades de mercado y como una vindicación teológica de su propia supervivencia”.

Ese instinto puritano que identifica la infección con una supuesta culpa y la salud con una especie de reivindicación de un comportamiento correcto sigue, de alguna manera, sobrevolando algunas lecturas políticas de lo que sucede.

Para Blanchfield, los progresistas en Estados Unidos a menudo tratan su creencia en la ciencia como una especie de religión. La tecnocracia es uno de sus fetiches y disfrutan del castigo a los conservadores “que no creen en la ciencia”. Según el analista Adam Kotsko, algunos han afirmado que no pueden desear que los manifestantes a favor del regreso de la actividad económica se contagien porque en ese caso podrían contagiar a personas inocentes.

Cuando Georgia decidió reabrir las empresas en el estado pese a las reiteradas advertencias de las autoridades sanitarias, un activista progresista con muchos seguidores en redes sociales tuiteó “*sips coffee*” (que viene a decir “tómate esa”). Fue su único comentario a un artículo que informaba de 1.000 casos nuevos de coronavirus en 24 horas.

Algunos activistas de izquierdas comenzaron a llamar al Partido Republicano “secta de adoradores de la muerte” y otros a sugerir que el castigo para quienes no creen en la ciencia debería ser justo eso, la muerte.

El impulso por culpar a otros de su propia enfermedad nace del miedo, según Jonathan Metzl, profesor de Sociología y Psiquiatría de la Universidad Vanderbilt. “Todos necesitamos una narrativa que explique los niveles de enfermedad, muerte y vulnerabilidad inimaginables que vivimos. Todo el mundo necesita alguna lógica para esto”.

Pero ese culpar a la víctima en el que ha caído parte de la izquierda se limita a algunos individuos en sus cuentas de Twitter, no viene de la dirigencia del Partido Demócrata. Culpar a los estadounidenses negros por lo que les sucede es algo que viene de los niveles más altos de Gobierno.

“Un sacrificio asumible”

Pocos días después de que algunos medios de comunicación informaran de la disparidad en la proporción de muertes según el color de piel, el Cirujano General de la Administración Trump, Jerome Adams, afroamericano, afirmó en una reunión con los medios en la Casa Blanca que las comunidades afroamericanas necesitan “dar un paso adelante” y les aconsejó “evitar alcohol, tabaco y drogas”. “Hacedlo por vuestras madres”, dijo Adams.

Dar lecciones a la población de color sobre el tabaco en lugar de hablar sobre, por ejemplo, el incremento de su exposición a la contaminación del aire, uno de los factores que se sabe incrementan la prevalencia del coronavirus, es criticable para algunos. Cae dentro del ámbito de los comportamientos que los reverendos William J Barber, padre e hijo, responsables de una organización que trabaja el tema, citaron en un artículo de publicación reciente en el semanario the Nation.

A comienzos de abril, algunos alcaldes afroamericanos dijeron a los medios que temían que la población negra no se tomaba en serio los riesgos de la pandemia. Algunos medios han llegado a publicar que el virus no se transmite a las personas negras.

Ibram X. Kendi, Director del Centro de Investigación contra el racismo de American University en Washington, se muestra escéptico sobre esos comentarios y su posible influencia. No está convencido de que la ignorancia sea responsable de las diferencias entre grupos sociales en el número de infectados. Cita encuestas realizadas a mediados de marzo que muestran que las personas negras son más proclives que las blancas a ver el coronavirus como una amenaza a su propia salud.

Después de que los grupos de manifestantes blancos sin mascarilla comenzaran a protestar ante los capitolios estatales, el rumor de que los negros no se tomaban el virus en serio se esfumó. “Es duro que cuando hay tantas personas blancas manifestándose sin guardar la distancia se argumente que son ellos quienes se lo están tomando más en serio y por eso tienen menos posibilidades de morir”, protesta Kendi.

Pero el mismo argumento respecto a los estadounidenses negros, su culpa y su fallecimiento, ha evolucionado, explica, en dirección a algo más sensato: “Su estado de salud previo”.

En Luisiana, el Senador Bill Cassidy, blanco, médico y republicano, ha sembrado dudas sobre la relación entre desigualdad, racismo estructural y el alto número de habitantes negros de Luisiana fallecidos por coronavirus. “Es retórica”, declaró a NPR a principios de abril. La respuesta real, la sustentada por la ciencia, para él, es que los “afroamericanos tienen un 60% más de posibilidades de sufrir diabetes” y que “hay que hacer algo respecto a la epidemia de obesidad”.

Finn Gardiner, miembro del Instituto Lurie para Políticas de la Discapacidad de la Brandeis University cree que actuar ante la desigualdad con la que impacta el coronavirus en diferentes comunidades sugiriendo que la gente adelgace no tiene ningún sentido. ¿Cuál es el marco temporal que tienen los ciudadanos en riesgo para adelgazar y protegerse así de una pandemia que ya ha penetrado sus comunidades?

Ese echarle la culpa a la grasa del Senador Cassidy no es nuevo, explica Gardiner.

Algunos estadounidenses han optado por ser testigos de la crisis y los muertos con esa actitud, sin sentir responsabilidad alguna. Las personas, sea cual sea su color de piel, con cuerpos más grandes acaban enviados al cajón de los “prescindibles”, convertidos en un “sacrificio aceptable”.

Culpar a las víctimas por la disparidad de datos y achacar su sufrimiento a motivos relacionados con circunstancias previas como origen y clase tiene una consecuencia clara. No se hace nada. Muere más gente. Los estados del sur, que ven como las diferencias entre seres humanos creadas por siglos de políticas racistas siguen estando ahí, ven como las cosas empeoran. “Creo que esto va a ir a peor”, añade Kendi. 

Algunas encuestas recientes realizadas a personas blancas por una empresa de orientación progresista encuentran que algunos votantes blancos son más proclives a creer en la idea de la “responsabilidad individual” a la hora de valorar la diferencia en los resultados en cuanto a parámetros de salud pública cuando se trata de personas afectadas negras.

Kotsko explica que Ronald Reagan disminuyó de manera importante la inversión en programas sociales en Estados Unidos durante la posguerra. La mentalidad que se impuso es que “cuando la generosidad se extiende a la población negra” sugiere que “es mejor desmontar el sistema que permitir que reciban ayuda quienes [ellos creen] son las personas equivocadas”.

Culpar a los estadounidenses negros también ayuda a conformar la percepción que los blancos tienen de sí mismos y los riesgos asumidos. “Si creyeras de verdad que el coronavirus va a ser letal para ti y para tu familia, ¿irías a manifestarte sin mascarilla junto a un grupo grande de gente frente al capitolio? Se pregunta Metz. ”Creo que sólo lo harías si te creyeras seguro o inmune“.

El problema, por supuesto, es que morir o vivir durante una pandemia no depende de la rectitud de comportamiento. Acusar a las personas afroamericanas que han fallecido de ser “pecadoras” no sirve para solucionar ningún problema. Provoca más muerte.

Metzl argumenta en su libro Dying of Whiteness que el modo en que el racismo ha conformado la política respecto a las armas o las políticas sanitarias en Estados Unidos conforma una mentalidad colectiva que perjudica a las personas negras y latinas. Así ha sido en el pasado y así continua siendo en el presente. Pero la Casa Blanca, según Metzl, ha mantenido un peligroso silencia cuando se trata de solucionar las desigualdades que están llevando a miles de muertes. 

Gardiner, afroamericano, sabe lo que siente. No es fácil describir las implicaciones de ser testigos una y otra vez de los mismos errores, de las mismas repeticiones de los hechos violentos de nuestra historia. Cuando uno escucha a otros ciudadanos y entiende que están convencidos de que alguien es responsable de su propia muerte o de que hay cuerpos que son prescindibles, es imposible no sufrir. 

Los puritanos tenían una técnica de tortura llamada “planchado”. La usaron durante los juicios por brujería de Salem. Obligaban a la acusada a echarse en el suelo. Poco a poco, día tras día, iban colocando piedras sobre su pecho. Una tras otra. el terror de los estadounidenses ahora no es que el coronavirus es un desafío sin precedentes, sino que que es demasiado familiar.

Traducido por Alberto Arce

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