El coronavirus saca a la luz la Nueva York más pobre que no se ve en las postales
Cuando el enfermero Sean Petty entró en la sala de urgencias para comenzar su turno en el Jacobi Medical Center del Bronx, le asaltó una escena catastrófica. Unas 60 personas, prácticamente todas afroamericanas o latinas procedentes de los barrios de los alrededores, con clásicos síntomas de COVID-19, jadeaban en sus camillas por donde quiera que mirara.
“Cada rincón de la unidad de urgencias estaba lleno de pacientes conectados a tanques de oxígeno portátiles, personas tan enfermas que necesitaban estar tumbadas. Las camillas llenaban la sala e inundaban los pasillos. De hecho, en un solo pasillo llegamos a tener unos diez pacientes”, recuerda. Los espantosos sonidos asociados con esta enfermedad resonaban por la estancia: “Es como un coro, una cacofonía de tos”.
Petty, un enfermero de urgencias de pediatría que ahora destina gran parte de su tiempo a cuidar a adultos enfermos de coronavirus, no podía sacarse de la cabeza la imagen de miles de partículas contagiosas que se liberan al toser. “Me sentí como si fuera a atravesar una nube de veneno”, señala.
Petty está en la primera línea de la primera línea: una unidad de urgencias en la ciudad de Nueva York. La metrópoli se ha convertido en el foco de la pandemia mundial de coronavirus, al igual que con los atentados del 11-S de 2001 cometidos por Al-Qaeda se convirtió en el foco de la amenaza del terrorismo internacional.
Todos los días, las estadísticas cuentan su propia y sombría historia. Hace una semana, la cifra de muertos en la ciudad de Nueva York superó la del 11-S. El miércoles, Nueva York sufrió la cifra más alta de muertos en 24 horas; 806 vidas menos en un solo día.
Este fin de semana, el estado de Nueva York se colocó por encima de cualquier país del mundo en casos detectados. Este lunes ha superado las 10.000 muertes asociadas al coronavirus, según ha explicado el gobernador. En la ciudad, los decesos ya son más de 6.000. La cifra es con casi toda seguridad mucho más alta, ya que no se contabilizan a los neoyorquinos que mueren en sus casas.
El balance de muertos en los ataques terroristas de 2001 fue de 2.753 personas. A diferencia de los atentados del 11-S, en los que en el transcurso de una soleada mañana de septiembre se desmoronaron las Torres Gemelas y miles de personas perdieron la vida, en esta ocasión se trata de un ataque implacable a lo largo de días y semanas.
Ahora, hay “zonas cero” en toda la ciudad, como el centro médico Jacobi, uno de los 11 hospitales públicos de mayor envergadura que se encuentran al límite de sus posibilidades o hace tiempo que lo sobrepasaron.
Las dos ciudades de Nueva York
A medida que la crisis se recrudece, se hace evidente cómo el virus devasta la ciudad, y sale a la luz una dura realidad. El coronavirus por sí mismo no discrimina, pero su impacto no es igual para todos. Su terrible efecto no debe analizarse sobre el conjunto de la ciudad sino atendiendo las dos realidades paralelas en la metrópoli, las dos ciudades que hay en ella.
“El coronavirus ha dejado al descubierto que en Nueva York conviven dos sociedades”, explica a The Guardian Jumaane Williams, Defensor del Pueblo de Nueva York [un cargo de la ciudad que vela por los derechos de los neoyorquinos]. “Una de las sociedades pudo escapar a los Hamptons [una exclusiva zona de veranero] o trabaja desde casa y pide comida a domicilio, mientras que la otra está integrada por trabajadores del 'sector esencial' que siguen trabajando sin la protección adecuada”.
Cada uno de los distritos, e incluso distintos barrios en un mismo distrito, lidia con el coronavirus como si se tratara de un virus distinto al de otras partes de la ciudad. En barrios de la ciudad que son predominantemente blancos y ricos, las calles están desiertas. Los aparcamientos que normalmente son codiciados, ahora están vacíos ya que muchos residentes se han ido a sus segundas residencias o han alquilado casas a través de Airbnb.
En cambio, en lugares como el Bronx, donde el 84% de la población es afroamericana, latina o mestiza, las aceras siguen llenas de gente que se dirige al trabajo. Todavía existe la hora punta. “Solíamos referirnos a ellos como 'trabajadores que prestan servicios”, señala Williams. “Ahora son 'trabajadores de servicios esenciales' y los hemos abandonado a su suerte”.
El defensor público subraya que el 79% de los profesionales que trabajan en la primera línea de esta crisis sanitaria en Nueva York, como enfermeras, personal del transporte público, trabajadores sanitarios, conductores de furgonetas y cajeros de supermercado, son afroamericanos o latinos.
Los neoyorquinos que se lo han podido permitir están encerrados en sus casas. En cambio, los que residen en los barrios con menos recursos no tienen otra opción que poner en peligro su salud a diario. El pasado 20 de marzo, el gobernador del estado, Andrew Cuomo, ordenó que todos los empleados de los servicios no esenciales se quedaran en casa como medida contra el coronavirus.
Según el análisis de The Guardian de 76.876 casos confirmados en la ciudad el pasado 10 de abril, si se superpone un mapa de las zonas donde viven los que trabajan en primera línea de la crisis sobre otro mapa con estos contagios, los dos son prácticamente idénticos. En Queens, la concentración más intensa de infecciones de COVID-19 se produce precisamente en los barrios con gran número de trabajadores de servicios considerados esenciales.
Un detalle revelador es que al menos 41 trabajadores del servicio público de transporte (metro y autobús) han muerto por coronavirus. Un estudio sobre la diversidad de su plantilla llevado a cabo por la Autoridad de Transporte Metropolitano (MTA) en 2016 reveló que el 55% de sus 72.000 empleados eran negros o latinos, y el 82% eran hombres.
“Sacamos a todas estas personas a la calle y les decimos que tienen que trabajar, pero no les damos equipo de protección ni les hacemos pruebas para que lo hagan sin riesgos para su salud. Es como si considerásemos que este grupo tiene que mantener la ciudad activa, incluso si esto conlleva sacrificarlos”, sostiene Wiliams. “Un tigre da positivo [en el zoo del Bronx], es bueno saberlo. Si tenemos suficientes test de diagnóstico para tigres, ¿no deberíamos tener suficientes para aquellos que trabajan en primera línea?”.
A unos tres kilómetros del zoológico del Bronx, en la sala de urgencias del centro médico Jacobi, Sean Petty observa a diario cómo el coronavirus impacta de forma distinta en estas dos sociedades de la ciudad. “Prácticamente ninguno de los enfermos en nuestra unidad son blancos”, señala Petty. La mayoría de los pacientes adultos enfermos con COVID-19 que cuida también lidian con patologías previas que los hacen mucho más vulnerables a la enfermedad.
“Nuestros pacientes vienen con todas las comorbilidades asociadas con la pobreza y el racismo: diabetes, asma, hipertensión. Tenemos pacientes que están más enfermos y tienen más probabilidades de morir porque sus vidas han sido condicionadas por estas enfermedades crónicas”, explica.
Mayor mortalidad en los neoyorquinos negros y latinos
Resulta difícil obtener datos fiables, ya que las autoridades municipales y estatales se han resistido durante semanas a proporcionar las cifras oficiales alegando que mantener a flote los hospitales era más importante que la brecha racial o económica. Periodistas del portal de noticias sin ánimo de lucro e independiente The City elaboraron su propio análisis de los datos del departamento de salud de la ciudad de Nueva York y descubrieron que la tasa de mortalidad por coronavirus en el Bronx duplica la tasa de la ciudad en su conjunto.
El pasado miércoles, el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, cedió finalmente ante la presión y publicó unas conclusiones preliminares que muestran sin ambigüedades la fractura racial del número de muertes por coronavirus. La tasa de mortalidad de los neoyorquinos negros y latinos duplica la de los neoyorquinos blancos y asiáticos; un hallazgo que sigue la línea de las dos sociedades de las que habla el Defensor del Pueblo.
“Hay evidentes desigualdades, evidentes disparidades en la forma en que esta enfermedad está afectando a los habitantes de nuestra ciudad”, ha reconocido De Blasio.
En los últimos días, el gobernador del estado de Nueva York ha empezado a insinuar que la crisis puede haber llegado ya a su punto álgido y podría estar estancándose a medida que las curvas de nuevos casos, hospitalizaciones e ingresos en la UCI muestran signos de aplanamiento.
Si es cierto que la ciudad está ganando el pulso al coronavirus, Sean Petty todavía no lo ha constatado en su hospital. Cuando se toma un descanso y mira por la ventana de la sala del personal sanitario, ve el camión frigorífico que transporta a los fallecidos con COVID-19, uno de los 80 camiones estacionados en las puertas de los hospitales de la ciudad. “Por aquí todavía no tenemos buenas noticias”, concluye.
El centro médico Jacobi ya ha perdido a dos trabajadores que estaban en primera línea; un educador del departamento de psiquiatría y un auxiliar de enfermería. Para Petty, estas muertes se podrían haber evitado. Reconoce que lo que más lo ha sacudido, además de estas dos muertes, es el ingreso en la Unidad de Cuidados Intensivos de uno de los médicos residentes que trabaja en urgencias, que tiene 27 años. “Para mí, esto fue un gran toque de atención. Ver cómo una persona de 27 años, que trabajaba a 100 metros de mí, tenía que ser ingresada en la UCI me impresionó”, reconoce.
Petty afirma que nunca hasta ahora había sentido tanta indignación contra el sistema sanitario de Estados Unidos y con los líderes políticos, tanto con las autoridades federales y la administración Trump como con las autoridades de la ciudad y del estado, por no proteger a los trabajadores de primera línea. A través de su sindicato, la Asociación de Enfermeros del Estado de Nueva York, ha librado una batalla para conseguir el equipo básico de protección individual (EPI) para él y sus compañeros.
A medida que el virus se cobra más vidas, la ciudad se ha visto obligada a pensar en lo impensable. Rikers Island, la isla que alberga un conocido centro penitenciario, está haciendo frente a su propio brote de covid-19. El domingo 5 de abril murió el primer preso con coronavirus. Las autoridades penitenciarias han estado pagando 6 dólares por hora a los reclusos para que cavaran fosas comunes en una isla cercana del Bronx. Ahora ya han contratado a trabajadores externos.
La semana pasada, un concejal de la ciudad de Nueva York [Mark Levine] reveló en un tuit, que más tarde eliminó, que el ayuntamiento sopesaba enterrar de forma “temporal” en los parques de la ciudad. De hecho, afirmó que se excavarían zanjas para diez ataúdes en línea. Más tarde se retractó y dijo que era un “plan de contingencia”.
Este fin de semana, han circulado imágenes de trabajadores apilando ataúdes y enterrándolos en dos enormes zanjas cavadas en Hart Island, que están destinadas los cadáveres de fallecidos con coronavirus que lleven días sin ser reclamados por ningún familiar o pertenezcan a familias demasiado pobres para permitirse los gastos funerarios.
Hospitales al límite
Algunos líderes políticos, como De Blasio a nivel local, pasando por Cuomo a nivel estatal y Donald Trump a nivel nacional, han tratado de apaciguar los ánimos con iniciativas de gran envergadura que tienen el objetivo de aliviar la carga de hospitales que ya están al límite de sus posibilidades. El Centro de Convenciones Javits se ha convertido en un hospital militar; y el USNS Comfort, un buque hospital, está ahora atracado en el río Hudson.
Sin embargo, aunque estos planes han conseguido captar la atención de los medios de comunicación y han hecho mucho ruido, han tenido pocos resultados. El pasado viernes, el Centro de Convenciones Javits y el USNS Confort habían tratado, en total, a poco más de 100 pacientes.
En los barrios de la periferia donde viven la mayoría de los enfermos de COVID-19, y lejos de las cámaras y de la política, se consolida un patrón mucho menos glamuroso pero más tangible. En los centros médicos de estos barrios, el personal sanitario trabaja muchas más horas que antes, y a un ritmo mucho más intenso, y con medidas de protección escasas
Debido a la escasez de respiradores, los médicos se ven obligados a hacer apresuradas llamadas a otras unidades para ver si pueden compartir sus recursos. Cuando un hospital se queda sin camas, manda a los pacientes a otros centros médicos. Y los profesionales de la salud que en circunstancias normales no trabajarían en urgencias o en la unidad de cuidados intensivos ahora cubren esta necesidad.
En toda la ciudad, la práctica médica ha dado un giro de 180 grados. Un médico que trabaja en el hospital Bellevue de Manhattan explica que siempre que es posible intenta ver a sus pacientes enfermos de coronavirus por la ventanilla de la habitación para minimizar el riesgo de contagio. A menudo les da instrucciones para que sean los mismos pacientes los que ajusten sus niveles de oxígeno.
“Tenemos que recurrir al ingenio”, señala. “Pero no es precisamente cómodo”. Explica que decenas de compañeros de su unidad han enfermado pero la mayoría se ha recuperado rápidamente y ha vuelto a trabajar.
Un médico del hospital de Elmhurst, que como el centro médico Jacobi está en el epicentro de esta crisis sanitaria y trata a la población de bajos ingresos e inmigrante, explica que antes de esta pandemia solía mantener una conversación sobre la atención en los últimos días y la muerte con pacientes o con sus familias una vez cada dos semanas y que en cambio ahora se ve obligado a hacerlo seis o siete veces al día. “Son conversaciones profundamente íntimas y emotivas”, señala. Ahora ya no puede llevar a los familiares a la habitación del paciente ni agarrar la mano del enfermo. “Hay un grado de desapego y despersonalización”, lamenta.
En un contexto en el que a lo largo y ancho de la ciudad están teniendo lugar estas conversaciones tan desgarradoras, la desigualdad racial lo sigue distorsionando todo. Uché Blackstock, doctora [y responsable de Advancing Health Equity, una entidad sin ánimo de lucro que defiende una atención médica de calidad para los grupos más vulnerables] es testigo a diario del abismo que separa las experiencias de los enfermos de las zonas más adineradas o pobres de Brooklyn, en función de si pertenecen a un grupo u otro.
Trabaja en distintos centros médicos y cuando está en uno situado en una zona afroamericana o latina sabe que tendrá pacientes que presentan síntomas parecidos a los de Covid-19. En cambio, en las zonas más ricas y predominantemente blancas, la demanda ha disminuido desde el comienzo de la crisis, hasta el punto de que varias clínicas han cerrado. “Esta pandemia está poniendo al descubierto las desigualdades que siempre han existido en la ciudad de Nueva York”, señala. “No invertimos en el bienestar de las personas, no invertimos en los barrios, y este es el resultado”.
Traducido por Emma Reverter
Este artículo ha sido actualizado y ligeramente ampliado por la redacción de eldiario.es
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