Internamiento de personas contagiadas asintomáticas
A la vista de las cifras dramáticas que nos proporcionan los comités encargados del seguimiento de la pandemia, me parece que, nadie en su sano juicio y con un mínimo de racionalidad y responsabilidad sea capaz de sostener que no estaba justificada la declaración del estado de alarma. La ley reguladora del estado de alarma está prevista para los casos de crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves. Faculta al Gobierno para adoptar las medidas necesarias para atajar la pandemia.
Al intensificar las medidas de detección del contagio se ha abierto un nuevo debate sobre la posibilidad de alojar o internar a contagiados por el coronavirus pero asintomáticos, para evitar que puedan contagiar a otras personas. No estamos hablando de las medidas que previsiblemente tomará el Gobierno para iniciar, lo que en algunos países se llama el confinamiento inteligente, y aquí se ha dado en llamar desescalada, sino de una alternativa médica que nada tiene que ver con el confinamiento de las personas sanas.
Para definir esta opción se manejan los vocablos, internamiento o alojamiento. Las palabras son siervas de su propio significado. El alojamiento es por su propia naturaleza voluntario y el internamiento, normalmente es obligatorio. Antes de tomar esta medida se hace necesaria una reflexión sobre los bienes jurídicos en conflicto que no son otros que la libertad de circulación y movimientos y la salud individual y por extensión la salud pública.
Parece lógico dejar en manos de los médicos y de los especialistas las medidas aconsejables en cada caso. Una de ellas es la posibilidad de aislar en establecimientos distintos a los hospitalarios, aquellas personas asintomáticas que han dado positivo en el test del coronavirus, evitando el riesgo de la propagación si permanecen en su domicilio en contacto inevitable y sin alternativas, con las personas que en él habitan.
Han surgido ya voces que dicen que se trata de una medida atentatoria contra el derecho a la libertad, en este caso de circulación, que como todo derecho fundamental, puede entrar en colisión con otros derechos o intereses generales como el de la salud pública. En todos estos casos la tarea de los juristas es poner en la balanza ambos intereses y decantarse por aquel que produce un mayor beneficio a una comunidad que se encuentra en evidente peligro, por una pandemia que está arrojando unas cifras dramáticas de muertes y contagiados hospitalizados.
Ni la regulación del estado de alarma, ni el artículo 17 de nuestra Constitución que desarrolla el derecho a la libertad, nos dan unas pautas precisas para determinar, en qué supuestos se puede incidir sobre la libre circulación de las personas y su posible limitación, en la situación de excepcionalidad, que estamos viviendo. Para abordar el dilema, en términos jurídico constitucionales podemos acudir a la Ley Orgánica de Medidas Especiales de Salud Pública (LOMESP) que concede a la Administración el poder para ordenar “medidas de reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control” (art. 2) cuando se aprecien indicios racionales de la existencia de un peligro para la salud de la población. Además, cuando tal peligro venga dado por el brote de una enfermedad transmisible, la Administración podrá acordar las “medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato” (art. 3). Se trata, en cualquier caso, de medidas especiales y, en consecuencia, propias de situaciones extraordinarias por razón de su gravedad.
Como se puede observar, la ley juega con las posibilidades alternativas de reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control. En el caso de que se llevase adelante el internamiento en establecimientos no hospitalarios de personas contagiadas asintomáticas, nos encontraríamos ante un supuesto incuestionable de control aconsejado por los conocimientos médicos y los expertos. Estas medidas se pueden activar cuando se aprecien indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población, debido a la situación sanitaria concreta de una persona o grupo de personas o por las condiciones sanitarias en que se desarrolle una actividad.
El Convenio Europeo de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, al regular los derechos protegidos suele introducir una especie de cláusula de de reserva, en la que se añade que, el ejercicio de estos derechos no podrá ser objeto de más restricciones que las previstas por la ley y constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad nacional, la seguridad pública, el mantenimiento del orden público, la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, o la protección de los derechos y libertades de terceros. La medida anunciada, puede ser necesaria y compatible con un sistema democrático y por supuesto tiene por objeto la protección de la salud. Excepcionalmente, el Convenio Europeo, en el artículo 5, relativo a la protección del derecho a la libertad y la seguridad, no incluye esta cláusula pero en el Protocolo Nº 4, ratificado por España, al referirse a la libertad de circulación, recupera la clausula de excepción y admite la limitación de movimientos, cuando sea necesaria para la protección de la salud.
Ante la inevitable colisión del derecho a la libertad y la protección de la salud, hago mías, las reflexiones del Profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Lleida, César Cierco Sieira, cuando afirma que, el valor superior de la libertad impone, con carácter general, la posibilidad de inclinarse por ella, en una posible colisión con otros valores. En el caso de que la Administración considere prioritaria la protección de la salud, deberá inclinarse por aquella que suponga una restricción o injerencia menor en la esfera jurídica del ciudadano. Un postulado que también reclama la propia Ley General de Sanidad (LGS), al señalar que “se deberán utilizar las medidas que menos perjudiquen al principio de libre circulación de las personas y de los bienes, la libertad de Empresa y cualesquiera otros derechos afectados” (art. 28, d).
De todas formas, sugiere que ante la parquedad en esta materia, de la Ley General de Sanidad, se puede acudir a las normas que se contienen en el Reglamento para la Lucha contra las Enfermedades Infecciosas, (de la época de la Dictadura pero formalmente en vigor), que da cobertura a las medidas extraordinarias que se contemplan, tanto en la legislación sobre protección civil como, llegado el caso, la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio. No hay que olvidar, en este sentido, que las situaciones de grave riesgo colectivo, calamidad pública o catástrofe extraordinaria a las que sirve el servicio público de protección civil pueden venir motivadas por razones de tipo sanitario.
Ante el carácter excepcional de las medidas, en todo caso transitorias, el principio de proporcionalidad aconseja la oportunidad de ofrecer al particular, la posibilidad de actuar “motu proprio” sin necesidad de acudir a la imposición forzosa. El instrumento de la advertencia, del aviso, de la intimación, del requerimiento puede resultar aquí, a pesar de lo que pueda pensarse, extraordinariamente útil. No en vano, algo de esto se desprende del propio art. 28, a) de la LGS, cuando apunta a la “preferencia de la colaboración voluntaria con las autoridades sanitarias” como uno de los principios informadores.
Haciéndome eco de todo lo que he transcrito con anterioridad, considero que la medida anunciada , persigue un fin constitucionalmente legítimo, por lo que habría una base de cobertura para el sacrificio o menoscabo de un derecho fundamental como es el de la libertad.
Dicho esto, los juristas debemos detenernos en este punto, existe cobertura legal pero serán los científicos los que valoren los casos y circunstancias, que aconsejan adoptar una medida de esta naturaleza que, a primera vista, me parece que tiene sus dificultades. Si se opta por esta medida, se debe sopesar su incidencia, en función del núcleo de población sobre el que se va a actuar y los beneficios que puedan derivarse para atajar más eficazmente la pandemia. Estos indicadores serán los que tengan la última palabra. Los expertos deben explorar todos los caminos posibles para conseguir el objetivo de erradicar la pandemia.
La logística me parece complicada, dada la infinita variedad de casos y situaciones personales y habitacionales. Finalmente serán los políticos los que tienen que tomar esta compleja decisión, escuchando las opiniones y consejos de los científicos y haciéndose eco de las posibles alternativas, concretas y detalladas, que procedan de los partidos políticos y las Comunidades Autónomas.
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