El virus, el balcón y las golondrinas que no volverán
Hace poco estábamos celebrando la entrada en 2020. Si observamos esas fotografías aún recientes, nos veremos alegres, algo despreocupados de cara al futuro, empapados de ilusión ante la llegada del año recién estrenado. Eran frecuentes las alusiones a unos nuevos “felices años 20”. No podíamos sospechar una ruptura en nuestras rutinas diarias como la irrupción de una pandemia que nos encarcelaría en nuestras viviendas y nos haría temer por nuestros seres queridos. La realidad supera a la ficción y también la inspira.
Nos ha asaltado una especie de pesadilla inexplicable, entre una nebulosa confusa de impotencia, perplejidad e incertidumbre. Al mismo tiempo, son reiteradas las arengas de las más variadas autoridades que nos aseguran un pronto retorno a la normalidad. Pero eso no es cierto. O solo se trata de una verdad a medias. Sin duda, el coronavirus será controlado por los conocimientos científicos, los generosos esfuerzos individuales y la capacidad organizativa de la especie humana. En cambio, nos autoengañaremos si confiamos en que regresaremos a la situación anterior. La imposible erradicación completa del virus en pocas semanas y la magnitud global del zarpazo a la actividad económica van a generar obligatoriamente un impacto muy negativo a nivel internacional.
Recordemos aquellos discursos similares tras el estallido de la crisis de 2007. Todo volvería a ser como antes. Pero sabemos que no fue así. Los bancos desahuciaron de sus viviendas a quienes no tenían culpa de la debacle económica y, ciertamente, no volvieron a repartir dinero a manos llenas. Fueron despedidos muchos de quienes ocupaban puestos de trabajo bastante estables; ya no los recuperaron o acabaron en las catacumbas de la precariedad y la economía sumergida. Las desigualdades económicas se incrementaron, los servicios públicos se deterioraron y las prestaciones sociales fueron podadas sin contemplaciones.
La regresión económica provocará un menor volumen de bienes a repartir. Y habrá de afrontarse cómo se distribuyen. Las recetas de la Gran Recesión se pueden volver a aplicar. Conocemos bien lo que sucedió en nuestro país: las élites económicas salieron reforzadas y más enriquecidas; los sectores más débiles de la sociedad fueron duramente castigados. La historia nunca se repite, pero a veces rima. Una conmoción colectiva como la que está causando el coronavirus puede estimular esa forma de repartir los sacrificios.
Como nos explicó Naomi Klein, en estado de shock resulta bastante más sencillo imponer a la ciudadanía soluciones injustas, ante el miedo de que la existencia pueda ser aún peor. Lo comprobamos durante la crisis financiera. Además, en palabras de Byung-Chul Han, bastantes dirigentes occidentales están cada vez más fascinados por los métodos del autoritarismo digital de países como China o Corea del Sur, cuya traslación a nuestras sociedades sería devastadora para las libertades y los derechos sociales.
Otra de las consignas más repetidas estos días es que debemos remar todos en la misma dirección, sin mostrar ninguna discrepancia. Efectivamente, en la respuesta contra la pandemia resulta imprescindible la actuación conjunta. Debemos respaldar sin fisuras el abnegado esfuerzo de nuestro personal sanitario. Debemos ejercer la solidaridad con espíritu comunitario en cada gesto que impida la propagación del virus. Debemos tejer lazos de esperanza en los balcones.
Sin embargo, no parece aceptable guardar silencio ante todo lo que se avecina. En primer lugar, algunas decisiones presentes ya afectan a esa distribución de las cargas de esta crisis. Por ejemplo, la recomendable medida de acordar un mayor confinamiento de la población genera un conflicto entre los intereses empresariales y el derecho a la salud de las personas, que debería resolverse a favor de limitar al máximo los contagios.
Por otro lado, los sectores más desfavorecidos ya empiezan a sufrir consecuencias lesivas, lo cual habría de llevar a medidas muy enérgicas de protección social. Es el caso de trabajadores despedidos, autónomos sin actividad, pequeñas empresas que perciben la amenaza del cierre. No es cierto que todas las personas se encuentren en la misma situación. Por eso no pueden opinar del mismo modo. No puede ser equiparable la situación del directivo de una gran empresa del IBEX (con unas retribuciones millonarias que deseará amarrar a toda costa) que la situación de un trabajador precarizado de la misma compañía.
Y, especialmente, no se puede callar ante situaciones estructurales que nos han debilitado en esta emergencia colectiva, porque afectan a valores que han de estar presentes en la futura reconstrucción comunitaria. Estamos asistiendo al hundimiento moral de quienes han erosionado nuestro Estado Social. Ahora podemos constatar con más claridad algunos riesgos. La mercantilización de nuestros ancianos en residencias, los favores a la sanidad privada para hacer negocio, los recortes injustos a la sanidad pública que nos han dejado a la cola europea en el número de camas hospitalarias por habitante. Estamos ante una visible crisis del capitalismo clientelar. Y también de los postulados de quienes han apostado por someter la salud de las personas al parámetro del beneficio económico.
En su novela Ensayo sobre la ceguera, José Saramago nos mostró de forma admirable la trascendencia de la cooperación humana para curar la deshumanización de los egoísmos individuales, en el marco de una epidemia que iba dejando progresivamente ciegas a todas las personas. En la nueva etapa que se abrirá tras el control del virus, se impone una respuesta de exigencia de desmercantilización de los seres humanos. Solo así se pueden garantizar sus necesidades básicas. Ahí el consenso no parece probable. Los previsibles intentos de los sectores más privilegiados de eludir sus responsabilidades sociales deben contrarrestarse con el espíritu de estos días: la unidad de los balcones, los aplausos a quienes defienden a la colectividad, la música que nos reconforta en este singular arresto domiciliario. Las palmadas de quienes no vemos o apenas conocemos nos confirman que integramos una nueva sociedad que podrá edificarse si aprendemos de las enseñanzas del pasado reciente.
En estos días extraños no podemos tocar a muchas de las personas que más amamos. Observamos que la muerte está llenando ataúdes y los familiares ni siquiera pueden despedirse de sus parientes. En las crisis las viejas fórmulas ya no funcionan y las nuevas todavía no han surgido. Como sabía Bécquer, a veces hay formas de dicha que no regresan y golondrinas oscuras que se van para siempre. Pero pueden llegar otros tiempos ilusionantes si los sabemos construir. Estamos empezando a cimentarlos justo ahora, si no aceptamos imposiciones inaceptables. El futuro no se puede adivinar, pero sí se puede consentir.
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