Nos ha tocado vivir en tiempos difíciles. No porque la vida sea compleja –siempre lo fue- sino porque nuestra relación con la naturaleza ha contribuido a desarticular los sistemas naturales que constituyen el hábitat de muestra especie. Hemos desbordado los límites de la Biosfera y roto la variabilidad de muchos procesos ecológicos, lo que nos ha traído a un mundo incierto y lleno de riesgos. En este escenario, la moda del “aquí y ahora” ha impregnado el imaginario colectivo. Hemos preferido quemar las naves del presente antes que prever un futuro sostenible para nuestros hijos y nietos.
Los actuales sistemas de vida son muy vulnerables. No solo por su tamaño, sino por la intrincada red de relaciones de todo tipo que los mantiene. En esas condiciones de alta complejidad, cualquier pequeño fallo en una parte del sistema afecta seriamente al conjunto. Y un diminuto virus, una bacteria, pero también una colilla en un bosque o una decisión equivocada a la hora de pulsar un botón, pueden poner en jaque a toda la sociedad mundial. Este es el mundo que hemos creado. Nos guste o no, es lo que hay.
Así que sería bueno que no nos asombrásemos tanto cuando nos ocurren sucesos extraordinarios como el que estamos viviendo con el coronavirus. Porque el mundo ha entrado en una nueva época –el Antropoceno- en la que lo extraordinario va a ser bastante frecuente y tendremos que aprender a vivir así. La incertidumbre y el riesgo se han convertido en nuestros compañeros de viaje, espoleados por la emergencia climática. Y ya no vale lamentarse, sino aprender a gestionar esa incertidumbre con serenidad y sentido común porque, querámoslo o no, ese es el horizonte de la humanidad de aquí en adelante.
El espectáculo de la gente vaciando los supermercados nos dice, sin embargo, que muchos creen todavía en la “salvación” individual, que acumulando comida o dinero estaremos a salvo de los efectos indeseables de cualquier emergencia. Pero esa es una simplificación que muestra la falta de información y formación que hoy reina en nuestra sociedad sobre el momento histórico que estamos viviendo. También de la falta de solidaridad y de sentido común.
Comencemos por lo primero. Quienes trabajamos en temas ambientales no hemos contado con el suficiente apoyo para difundir el mensaje del Antropoceno a la población. Y aunque lo hemos explicado aquí y allá, las televisiones y la mayor parte de los medios han preferido edulcorar el presente teniéndonos entretenidos antes que contar con toda su crudeza la situación del planeta, que es – no podría ser de otro modo- la de la humanidad.
En cuanto a la formación, hemos dejado que prosperase la idea de que lo grande es siempre mejor. Eso nos ha llevado a más de una catástrofe, porque, en la dialéctica entre lo grande y lo pequeño, lo apropiado es, generalmente, lo que nuestros maestros (Bateson, Schumacher…) llamaban “el tamaño óptimo”. Un óptimo definido con criterios que no están guiados por el beneficio a corto plazo sino por la adaptabilidad y viabilidad de una vida sobre el planeta tanto ecológica como socialmente. Eso incluye el largo plazo, visión de futuro.
¿Y qué decir de la solidaridad en un mundo globalizado en el que el sálvese quien pueda no vale de nada? Pues, lo primero, que ser solidarios se impone como criterio ético para que no nos devoremos unos a otros y que no pierdan siempre los mismos. Pero también que es absolutamente necesario como criterio estratégico, para aprender a compartir recursos escasos en un planeta finito. Porque viajamos todos en un mismo barco y, a la hora de salir adelante, o lo hacemos colaborando y remando juntos, o el barco se acabará escorando con riesgo de naufragio.
Éste no es el mundo ideal, ni siquiera el mundo que habíamos soñado para nuestros hijos. Es un fruto de nuestros aciertos y errores, en el que estos últimos han generado la que ya hace décadas Ulrich Beck definió como “sociedad del riesgo”. Nos toca aprender a vivir en ella. Nos guste o no.
La situación actual no se ha generado por arte de magia. Es el resultado de algunas opciones que, mayoritariamente, han ido adoptando las sociedades humanas. En el breve espacio de este artículo me referiré someramente a tres que, a mi juicio, están en el trasfondo del panorama actual: la opción por lo grande, lo lejano y lo rápido.
La primera, esa fascinación por lo grande, nos ha llevado a optar por megalópolis imposibles de gestionar en términos de sostenibilidad; ha creado grupos financieros que escapan a cualquier control y usurpan el poder de los Estados… La opción por lo lejano ha hecho que deslocalizásemos las economías perdiendo autosuficiencia y dejando sin empleo a millones de trabajadores. Y ha generado esa manía colectiva de estar todo el tiempo viajando como si una vida tranquila, un paseo por un parque, fuesen algo sin valor. Y lo rápido –esa sacralización de la eficiencia a cualquier coste- ha traído el estrés a las generaciones jóvenes y la pérdida de saberes y valores que no encajan con las prisas.
En esta deriva, se nos ha olvidado lo esencial: somos miembros de la familia humana y vivimos en una casa común que es el planeta. Nuestro destino personal está absolutamente ligado al colectivo. No es cuestión de llenar los carros de la compra y poner hasta arriba la despensa de nuestra casa, sino de retomar la cordura y aprender a vivir pensando en la colectividad.
El panorama se presenta lleno de cisnes negros, situaciones imprevistas, conflictos inéditos, que hemos de afrontar con imaginación y creatividad, no con miedo. Tenemos que aprender a gestionar esas crisis en un difícil equilibrio entre prudencia y riesgo. La primera para anticiparnos e intentar reforzar nuestra resistencia y resiliencia como individuos y sociedades. La segunda para aprender la sabiduría de la inseguridad.
Para ir avanzando, tal vez podríamos probar qué tal nos va con lo pequeño, lo cercano y lo lento…
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