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Adiós, estabilidad climática

15 de enero de 2021 06:00 h

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Con este frío y tanta nieve ¿cómo va a haber calentamiento global? Pues sí. Contra las apariencias, y contraintuitivamente - como lo son los procesos sistémicos - el sistema climático de la Tierra ha sido definitivamente desestabilizado, cosa para la que, a estas alturas, caben ya pocas dudas. Las causas físicas no cesan ni con una reducción notable de la actividad económica inducida por la pandemia, y por tanto de las emisiones. Esta ola de frío es una consecuencia indirecta del calentamiento global, y directa del extremo calentamiento del Ártico. ¿Cómo es esto posible? Bueno, tal vez le haya sorprendido que el frío, que suele llegar desde el norte, en esta ocasión haya venido también del sur y haya sido hacia el norte adonde se ha ido desplazando.

El vórtice polar del Ártico (conocido más cerca de la superficie como jet stream, o corriente en chorro), determinante del clima global, ha perdido una vez más la estabilidad que lo constriñe a la zona polar. Aunque desde la perspectiva meteorológica es todavía pronto para disponer de una explicación detallada, lo cierto es que, en el Ártico, las temperaturas han llegado a ser de +24 °C en pleno invierno (ver figura). Ello provoca que inmensas cantidades de aire polar pierdan su adherencia a la corriente y se precipiten más o menos libremente hacia el sur. Filomena, intensificada al oeste del golfo de Cádiz, tomó una ruta ascendente justo por encima de la península ibérica.

Si, ciertamente, las emisiones originadas en la quema de combustibles fósiles se han reducido un 7% en 2020. Pero el pasado año la temperatura global alcanzó el récord que se había registrado en 2016. Estos récords puntuales se han ido produciendo tradicionalmente en los años en que la corriente subtropical del pacífico, conocida por El Niño, contribuía al calentamiento. Pero en 2020 no solo no ha habido Niño, sino que fue un año de Niña, a saber, el fenómeno que produce el efecto contrario y debería haber contrarrestado el incremento que se hubiera producido sin él. Pero no ha sido así. Tenemos así récord de temperatura global en un año en que no tocaba. Menos todavía cuando la radiación solar ha sido levemente inferior a la normal. ¿Entonces?

Antes que nada conviene recordar que el sistema climático no responde a la intensidad de las emisiones, sino a la concentración de gases en la atmósfera. Más allá de que la respuesta del sistema climático no es, en términos de temperatura, inmediatamente consecutiva a una variación de esa composición – se produce un retardo de uno o varios lustros – unas emisiones un 7% menores equivalen a las que tuvieron lugar hace unos pocos años, con lo que la concentración de gases de efecto invernadero ha seguido aumentando de forma indeleble. Por lo demás, el ritmo de aumento de la temperatura, como muchos otros parámetros climáticos, lleva ya varios años acelerándose de forma persistente tras medio siglo de comportamiento proporcional, mientras que los forzamientos (GEI + radiación solar) no lo han hecho en la medida suficiente como para dar cuenta del comportamiento térmico registrado. ¿Qué está ocurriendo?

El sistema climático contiene otros elementos contraintuitivos. Este nuevo récord (o casi) parece tener una explicación particular. Sabemos que los aerosoles de azufre, esos que hacen que el cielo ya no sea el que era en mi juventud, producen un cierto apantallamiento de la radiación solar, de modo que la temperatura no aumenta tanto como cabría esperar por la composición de la atmósfera sin ellos. Estos aerosoles son emitidos por las centrales de generación de electricidad a base de carbón, material que contiene impurezas de azufre. Tanto los filtros que se están incluyendo en las centrales que no disponían de ellos (caso de China y otros) como, también, el menor consumo de electricidad resultante de la disminución de la actividad económica, hacen suponer que la concentración de estos aerosoles ha ido disminuyendo. Dado que el tiempo de residencia del CO2 atmosférico es de milenios, mientras que el de los aerosoles es de dos a cuatro semanas al precipitar al suelo en poco tiempo, el efecto invernadero se mantiene - pero el de apantallamiento no. Esta es, probablemente, la clave del comportamiento que se viene observando, y que en 2020 ha sido singularmente acusado debido a la pandemia. Así lo entiende James Hansen, quien fuera director de climatología de la NASA durante cerca de 30 años y que sigue en activo desde la Universidad de Columbia tras su jubilación forzada del organismo federal.

Solo probablemente porque, hoy por hoy, no es posible confirmar este extremo con la exactitud que sería de desear y hay que deducir su magnitud mediante aproximaciones indirectas con la ayuda de modelos y a un plazo bastante mayor. Esto es así porque, a pesar de la insistencia de sus cuadros científicos, la NASA decidió en su día, en tiempos de George W. Bush y sucesivos, no monitorizar directamente los aerosoles mediante satélites por ser demasiado caro. En todo caso parece claro que la concentración de estos aerosoles ha ido disminuyendo persistentemente en los últimos años. Si, dejar de quemar ciertos combustibles fósiles, o limitar la contaminación atmosférica, produce calentamiento. Casi nadie menciona este efecto, que por otra parte se conoce desde hace mucho tiempo.

Pero el año que hemos dejado ha sido pródigo no solo en otros récords (fuego, número de huracanes tropicales, daños climáticos, migraciones…) sino también en informaciones bastante pavorosas que siguen confirmando que la realidad supera a las previsiones y que las nuevas previsiones empeoran sustantivamente las anteriores, patrón al que nos tiene acostumbrados la comunidad del clima y también la de la energía y la biología.

Lo más destacado ha sido, sin duda, el hecho de que la sensibilidad climática – a saber, el incremento de temperatura que corresponde a una duplicación de la concentración de gases de efecto invernadero – resulta ser muy superior a lo que se ha tenido por cierto a lo largo de todo el último siglo. Si desde siempre se han considerado unos +3 ºC como mejor estimación, ahora este valor se situaría entre +4 ºC y + 5 ºC según la mayoría de los modelos que acaban informando al IPCC. Podría ser incluso mayor. Este organismo, cuyo próximo informe está previsto para abril de este año, tiene un auténtico papelón para justificar este cambio, que parece ser debido a una mejor resolución en la modelización de la nubosidad. Este nuevo valor de parámetro tan crítico tiene una incidencia directa en la velocidad a la que se produce el incremento de temperatura, haciendo aún más verosímil la posibilidad de +4ºC en 2060 que se había barajado a finales de la década de 2000 en el escenario de emisiones actual. Por si esto fuera poco, sabíamos ya que los impactos, a igualdad de incremento de temperatura, son peores de lo que se había anunciado.

Las cosas tampoco pintan nada bien en los océanos. Olas de calor en superficies marinas de enorme tamaño liquidan de un plumazo habitantes que, a diferencia de las especies terrestres, no soportan variaciones de temperatura de esas magnitudes. La hipoxia y la acidificación aceleradas, ayudadas éstas por los vertidos de fertilizantes, están generando auténticos desiertos marinos. Los arrecifes de coral están ya sufriendo especialmente, e incluso su reproducción resulta afectada al estar perdiendo su sincronismo. Esto es especialmente grave, pues el coral constituye la base de la cadena trófica de una gran parte de las especies marinas de todo el mundo.

Para el colapso ecológico final no hará falta esperar a 2060, pues un estudio reciente lo sitúa nada menos que en la década de 2040 si no cesa inmediatamente la desbocada deforestación de las selvas tropicales.

Groenlandia se da ya por definitivamente perdida, y la Antártida Occidental, muy probablemente, también. Habrían superado su tipping point. Las emisiones netas de CO2 y metano originadas por la fusión del permafrost no van a cesar: la Tierra ya emite por su cuenta de forma neta, tipping point donde los haya. Y más que lo hará, pues la Amazonia está a punto de iniciar esta senda por su cuenta. Y ahora sabemos que las explotaciones marinas de petróleo y gas abandonadas están provocando el vertido de metano del lecho marino a la atmósfera a manos llenas.

Los fríos y las nieves de estos días, que a punto han estado de colapsar la cadena de distribución alimentaria (en el primer confinamiento se estuvo al límite de esta situación, por lo menos en Cataluña) son solo un aperitivo de lo que está por llegar. A corto plazo podrían volver a repetirse si se cumple la previsión de temperaturas más extremas todavía en el Ártico a lo largo de las próximas semanas.

Podría continuar señalando situaciones de consecuencias muy graves, pero no hace ya demasiada falta y es verdaderamente agotador. Créame que escribir este tipo de textos le deja a uno completamente exhausto, cosa que intuyo que también le ocurre a usted al leerlo, estimado lector. Baste (encima) saber que, según insiders que siguen los hechos científicos día a día - todavía no publicados - las cosas parecen ser todavía peores (!) de lo que afirmamos quienes documentamos lo peores que son las perspectivas a cada nuevo trabajo, a cada nuevo informe, al conocer la medida más reciente o la última consecuencia que se hace (más o menos) pública.

Concluyendo. El clima estable del Holoceno (los últimos ∼10.000 años), ese que mantuvo un perímetro inalterado de las costas, el que facilitó una regularidad suficiente de las cosechas para poder generalizar la agricultura y permitir así la sedentarización, aquella en la que se han basado todas las civilizaciones conocidas, ha llegado a su fin. En tiempo geológico el Holoceno ha sido una auténtica rareza histórica, un regalo de los dioses. Y lo hemos echado a perder. Pensábamos, en nuestra arrogancia adolescente, que podíamos controlarlo todo. Ya vamos viendo que no. Por si faltara algo, la energía neta a disposición, ya menguante, limitará cada vez más nuestra capacidad de acción.

Ya no vale intentar apaños para lo que no tiene remedio. Los registros geológicos muestran que los cambios climáticos del pasado no han sido por lo general graduales sino abruptos, disruptores. Parafraseando a Winston Churchill, hemos entrado ya en la era de las consecuencias, y estas no van a ser agradables. Para nadie. Hay que ir preparándose para lo que viene.

Es necesario cambiar de una vez la forma de relacionarnos con la realidad. Físicamente, psicológicamente, también espiritualmente. Todo lo demás es pensamiento mágico.

Con este frío y tanta nieve ¿cómo va a haber calentamiento global? Pues sí. Contra las apariencias, y contraintuitivamente - como lo son los procesos sistémicos - el sistema climático de la Tierra ha sido definitivamente desestabilizado, cosa para la que, a estas alturas, caben ya pocas dudas. Las causas físicas no cesan ni con una reducción notable de la actividad económica inducida por la pandemia, y por tanto de las emisiones. Esta ola de frío es una consecuencia indirecta del calentamiento global, y directa del extremo calentamiento del Ártico. ¿Cómo es esto posible? Bueno, tal vez le haya sorprendido que el frío, que suele llegar desde el norte, en esta ocasión haya venido también del sur y haya sido hacia el norte adonde se ha ido desplazando.

El vórtice polar del Ártico (conocido más cerca de la superficie como jet stream, o corriente en chorro), determinante del clima global, ha perdido una vez más la estabilidad que lo constriñe a la zona polar. Aunque desde la perspectiva meteorológica es todavía pronto para disponer de una explicación detallada, lo cierto es que, en el Ártico, las temperaturas han llegado a ser de +24 °C en pleno invierno (ver figura). Ello provoca que inmensas cantidades de aire polar pierdan su adherencia a la corriente y se precipiten más o menos libremente hacia el sur. Filomena, intensificada al oeste del golfo de Cádiz, tomó una ruta ascendente justo por encima de la península ibérica.