Tendemos a olvidar la tupida red de interdependencias ecológicas y sociales dentro de la cual vivimos. Ahora bien, la agricultura concebida como cuidado de la T(t)ierra tiene el potencial de hacer saludablemente presente para todos y todas los estrechos vínculos que la acción humana mantiene con la ecología del planeta. Aquí están en juego asuntos de suma importancia para la vida buena del ser humano, y conviene recordarlo en un momento en que bastantes “ayuntamientos del cambio” están apoyando (y en algunos casos poniendo en marcha) iniciativas agroecológicas y de agricultura urbana.
Escribió Bertrand Russell en La conquista de la felicidad que “somos criaturas de la tierra; nuestra vida es parte de la vida de la tierra, y nos alimentamos de ella lo mismo que los animales y las plantas. (...) Los procesos que nos ponen en contacto con la vida de la tierra tienen en sí mismos algo que satisface profundamente. Cuando cesan, la felicidad que habían producido permanece” (Espasa-Calpe, Madrid 1978, p. 75).
Hortus, en latín, significa tanto jardín como huerto. El cultivo del huerto/jardín probablemente sea el conjunto de prácticas humanas donde más cerca llegamos a estar de una experiencia de salvación. ¿Parece demasiado exagerado? Reflexionemos un poco.
El cultivo del jardín/huerto hace tangible para nosotros la utopía concreta de una vida sin violencia (vida que se sitúe parcialmente fuera de la cadena de devoraciones que hallamos en la naturaleza) y sin dominación (esa aspiración “de máximos” que sería vivir sin esclavos: sin “esclavos energéticos” fósiles, sin esclavos animales –y sin esclavas y esclavos humanos). El huerto del campesino adyace con el jardín del filósofo.
David E. Cooper, profesor emérito de filosofía en la Universidad de Durham (Gran Bretaña), publicó hace algún tiempo un libro profundo y hermoso sobre el hortus (A Philosophy of Gardens, Oxford University Press, 2006). Podemos convenir con él en que el cuidado del huerto y la jardinería es una práctica que, si se realiza con atención despierta y sensibilidad adecuada, llega a encarnar –quizá de forma más sobresaliente que cualquier otra práctica- la verdad de la relación entre los seres humanos y su mundo. Además, los huertos-jardines ejemplares nos hacen experimentar –de buena manera-- no solo nuestra ecodependencia (la co-dependencia entre la actividad humana y el mundo natural), sino un vínculo fértil con la “tierra profunda” del mundo y de nosotros mismos. Para Cooper, el hortus es una epifanía de la relación del ser humano con el misterio de la existencia.
¿Se van mostrando las dimensiones existenciales, morales y estéticas de la experiencia del hortus? A poco que las circunstancias sean propicias y las cosas se hagan bien, viviremos sentimientos de plenitud y gratitud hacia la naturaleza que florece y nos nutre. Podrá darse una comunión con algo que es mucho más grande que nosotros, lo cual infunde sentido a nuestra vida. En su tesis doctoral Opción cero, observa Emilio Santiago Muíño –a partir de su trabajo etnográfico en Cuba— que las historias de vida de los pioneros agroecológicos cubanos están marcadas por un profundo enamoramiento: no solo de su trabajo, también de otra forma de entender la felicidad que ha sido, para ellas y para ellos, una divisoria de aguas biográfica. Veamos alguno de los testimonios citados:
“Con la permacultura yo creo que yo me encontré a mí misma, sentí que podía ser útil. La tierra te desgasta un poco, pero te da mucho placer, también felicidad. No hay cosa que más me guste que levantarme por la mañana y ver que las matas dan flores, que hay frutos, que puedes conversar con las plantas, es como si descubrieras tu esencia. Yo estuve muy separada de la tierra, y descubrirla, eso es como volver a nacer, es muy bonito” (Carla, pionera agroecológica y antigua ingeniera petrolera, entrevista).
“Yo no sabía nada de permacultura. Y cambió mi concepto de las cosas. Lo primero que me sorprendió fue cuidar la naturaleza. Yo antes a todos los deshechos del jardín les metía candela. El agua, lo mismo podía echar agua por el tragante y la planta necesitada. En la permacultura todas las cosas son necesarias, ya uno se da cuenta de las cosas que son buenas y cosas que son malas. Me sorprendió que se hacen las cosas con cultura. No es como tradicionalmente la agricultura, que son los canteros largos que se pierden por allá y solo es lechuga, lechuga, lechuga… En la permacultura me sorprendió que siempre tienes alimento” (Sánchez, permacultor habanero, entrevista).
“Fue algo muy bonito, éramos como una guerrilla, un pequeño grupo de compañeros donde todos hacíamos todo (…) Vivía muy entusiasmado con el trabajo, con el sueño de hacer realidad la Agricultura Urbana (Mario García, productor de organopónico, refiriéndose al inicio del movimiento de los organopónicos)” (Opción Cero. Sostenibilidad y socialismo en la Cuba postsoviética: estudio de una transición sistémica ante el declive energético del siglo XXI, tesis leída en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid, 11 de enero de 2016).
En este año cervantino de 2016, quiero releer unas líneas donde Kenneth Rexroth, el gran poeta, traductor y activista libertario, comenta Don Quijote. En cierto momento hace las observaciones siguientes: “Don Quijote aprende ‘por la vía difícil’ –como dicen algunos—que el Sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el Sábado. Ésta es una enseñanza que la mitad de la cultura española se ha negado violenta y constantemente a aceptar: una visión de esplendores verdaderos que sobrepasan todos los imaginados, afirma Cervantes, y que solo está al alcance de la nobleza de un loco, el loco más noble de toda la literatura. ¡Cuán urbano es todo esto!, a pesar de que las aventuras de Don Quijote tienen lugar entre campesinos y castillos, entre miseria y esplendor. La inteligencia que opera sobre este material es la inteligencia de un ciudadano que no habita un pueblo miserable; habita antes bien esa república mediterránea universal que se remonta hasta la Jericó de la Edad de Piedra con sus calles de arena, sus buenas acequias, sus casas de adobe rodeadas de jardines, sus foros en que los hombres iban a escuchar y a charlar acerca de cada una de las novedades, su vida de decencia y orden” (Recordando a los clásicos, FCE, México DF, 2001, p. 165).
La “república mediterránea universal” que aquí ejemplifica la aldea neolítica de Jericó, en ese momento de la historia humana en que la igualdad básica de todas y todos no se ha precipitado aún apenas hacia el patriarcado y la Megamáquina de Lewis Mumford (la triste historia de los últimos cinco-seis milenios), tiene rasgos de un ideal que no deberíamos perder de vista. Como señala Santiago Muíño en su tesis doctoral, “debe ser estudiado el potencial para la conversión biográfica de la agroecología: despierta un amor y una pasión fascinantes. Sospecho, siguiendo a Mumford, que la agricultura descubre, en personas socializadas bajo el modelo de personalidad de la megamáquina, un tipo de relación orgánica con el medio, que si bien puede ser físicamente mucho más exigente, presenta, también por ello, algunas satisfacciones inauditas”.
Vale la pena citar por extenso a Mumford en este punto. “Fue en el huerto donde, gracias sobre todo a los esfuerzos de la mujer, pudo sentirse el ser humano en su casa: en paz, aunque solo fuera de forma efímera y precaria, con el mundo que le rodeaba (…) En el huerto y el jardín, un mundo en que la vida prosperaba sin grandes esfuerzos ni matanzas sistemáticas, el hombre tuvo sus primeros atisbos del paraíso, pues paraíso no es más que el término persa original para un jardín vallado. (…) La capacidad de crecer, la expresión de exuberancia y la trascendencia, que las plantas en flor simbolizan estética y sexualmente, es un don original de la vida; y en el hombre florece mejor cuando están presentes de forma constante criaturas vivas y símbolos vivientes que agiten su imaginación y los alienten a llevar a cabo actos de expresión, tanto en su mente como en las labores cotidianas dedicadas al sostén de la vida y al cuidado humano. El amor engendra amor al igual que la vida engendra vida. (…) Un día sin tales contactos ni estímulos emocionales –reacciones al aroma de una flor o una hierba, al vuelo o la canción de un pájaro, al resplandor de una sonrisa o al cálido roce de una mano--, esto es, un día como los millones de días que se pasan en fábricas, oficinas o autopistas, es un día ausente de contenidos orgánicos y gratificaciones humanas” (Lewis Mumford, El pentágono del poder, Pepitas de Calabaza, Logroño, 2011, pp. 621-622).
El filósofo Emilio Lledó ha llamado la atención sobre un pasaje del canto VII de la Odisea, de extraordinaria belleza, que expresa un humanísimo sueño de felicidad concentrado en unas cuantas imágenes vegetales. “Ahí han crecido grandes y florecientes árboles: perales, granados, manzanos de espléndidas pomas, dulces higueras y verdes olivos. Los frutos de estos árboles no se pierden ni faltan, ni en invierno ni en verano: son perennes; y el céfiro, soplando constantemente, a un tiempo mismo produce unos y madura otros. La pera envejece sobre la pera, la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y el higo sobre el higo” (El epicureísmo. Una sabiduría del cuerpo, del gozo y de la amistad, Taurus, Madrid, 2003, p. 101).
Concluyamos aquí. Lledó cita estas líneas en un significativo libro suyo sobre el epicureísmo, y precisamente Epicuro de Samos ha pasado a la posteridad como “el filósofo del jardín”, el pensador del hortus.