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¿Y si la alternativa a los supermercados fuesen los supermercados cooperativos?

El primer supermercado que se construyó en nuestra geografía tuvo su ubicación en la Feria de Muestras de Barcelona de 1959, cuando el pabellón de Estados Unidos decidió instalar la réplica exacta de uno de los que funcionaban en cualquier gran ciudad americana. Imaginar una sociedad marcada por la pobreza, y que a duras penas iba saliendo del periodo de autarquía, ante esta apología del consumismo. Un espectáculo digno de ciencia ficción, que presentó públicamente al supermercado como símbolo de modernidad y progreso. Una aspiración que varias décadas después estaba conseguida, con su plena incorporación al paisaje urbano.

Proximidad, libertad de elección, comodidad y ahorro de tiempo al comprar todo en un mismo establecimiento, ofertas recurrentes, marcas blancas que vendían calidad y abarataban el precio… ideas que racionalizaron el cambio de hábitos de la mayor parte de la población. No era una conspiración secreta, los supermercados triunfaron porque facilitaban la vida a la gente, eran cómodos, tenían horarios ininterrumpidos y permitían el acceso asequible a una amplia gama de productos. Y lo que es más importante, invisibilizaban sus impactos negativos sobre los barrios, la economía y el medio ambiente.

Mientras Alaska y los Pegamoides cantaban entre risas aquello de Terror en el hipermercado, los primeros movimientos ecologistas empezaban a denunciar la verdadera historia de horror que iba a suponer este proceso: la pérdida de diversidad en el pequeño comercio de barrio y la deriva de los supermercados hacia grandes corporaciones, el fomento del consumismo y la capacidad de control que ejercían sobre productores y consumidores. Desconfianzas contraculturales, que junto a los inicios de la agricutura ecológica, impulsaron la puesta en marcha de las primeras cooperativas de consumo de productos ecológicos y las primeras experiencias de comercio justo.

Hoy sabemos que muchas de esas críticas a los supermercados fueron visionarias. Recientemente Amigos de la Tierra presentaba AGRIFOOD ATLAS, informe que sintetiza una exhaustiva investigación donde muestran cómo la producción de alimentos en el mundo está monopolizada por cada vez menos empresas, y cada vez más grandes, a lo largo de toda la cadena alimentaria. Unas pinceladas: casi la mitad de la comida que se vende en la Unión Europea viene de solo 10 cadenas de supermercados, apenas 50 industrias se llevan la mitad de las ventas de comida en el mundo... Perversa dinámica que concentra el poder de la cadena alimentaria en muy pocas manos.

La buena noticia es que, tras décadas de trabajo en la penumbra, el movimiento agroecológico va ganando la batalla cultural sobre la imprescindible transformación del modelo alimentario. Hemos logrado un cambio parcial pero profundo en los imaginarios: la importancia de que el pequeño campesinado pueda ganarse la vida, el valor estratégico cultural y ambiental de la agricultura de proximidad, la puesta en valor de las producciones artesanales y de las variedades locales, y especialmente la importancia de la producción ecológica. El mérito es de la frágil alianza entre miles de persistentes cooperativas y grupos de consumo, en barrios y pueblos, con productores y productoras hipermotivados que hacen frente a enrevesadas logísticas de distribución y, en muchos casos, a malabarismos contables para llegar a fin de mes.

Al hablar de esto me acuerdo de Schumacher, cuando afirmaba aquello de lo pequeño es hermoso, o del proverbio escocés que dice lo de muchas pequeñas gentes en pequeños lugares, haciendo pequeñas cosas cambiarán el mundo. Me conmuevo y me vengo arriba, pero lo cierto es que al pensarlo detenidamente hay que reconocer que no estamos sabiendo gestionar este éxito. ¿Nos vale realmente con replicar más veces y en más lugares proyectos como los grupos de consumo?, ¿Es viable que la principal fórmula que proponemos demande tanto tiempo y dedicación?, ¿Comer ecológico debe ser sinónimo de convertirse en activista alimentario? Lo pequeño es hermoso, pero corre el riesgo de generar dinámicas autocomplacientes y de renunciar a ser una alternativa de consumo para las mayorías sociales.

Hace unos años Milton Friedman, uno de los principales arquitectos del neoliberalismo, afirmaba que “los valores ecológicos pueden encontrar su espacio en el mercado, como cualquier otra demanda de consumo”. Y sabía lo que decía, pues no hay más que ver cómo, tras haber construido una opinión pública que da creciente importancia a la proximidad, lo artesano y lo ecológico; el mercado se ha volcado en satisfacer la demanda insatisfecha por las redes agroecológicas. Un vacío que se apresuran a llenar corporaciones, grandes superficies y supermercados ecológicos, como muy bien contaban Esther Vivas y Brenda Chavez estas semanas atrás.

Democratizar el acceso a la alimentación agroecológica nos interpela a ir hacia modelos más ambiciosos, de mayor envergadura y complejidad, que también puedan ser más inclusivos. Desde la economía social y solidaria no podemos resignarnos a dar pequeñas respuestas a grandes problemas, o nos conformaremos con ser la mala conciencia que crítica y regaña al mundo. ¿Y si lo grande también es hermoso?, ¿Y si montar supermercados cooperativos fuese una parte de la solución?, ¿Somos capaces de identificar las bondades de los supermercados y traducirlas a las lógicas y valores de la economía solidaria?

En Brooklyn lleva cuatro décadas funcionando FOOD COOP, un supermercado cooperativo propiedad de las más de 16.000 personas socias, que vende productos ecológicos, de proximidad, comercio justo y un porcentaje de convencionales, cuando el diferencial de precio es muy grande. Más de 70 empleados y tres horas al mes de trabajo obligatorias para asociados, que logran rebajas en los precios que rondan el 40% manteniendo la justicia en el pago a proveedores. El supermercado más rentable de la ciudad, haciendo diez veces la venta por m² de los supermercados convencionales. Disponen de servicio de guardería, editan su propio periódico para pasar el rato en las largas colas, tienen una amplia oferta sociocultural y han impulsado innovadores mecanismos de gestión para posibilitar la autoorganización de miles de personas. Una iniciativa inspiradora sobre la que recientemente se ha hecho un documental, que la semana pasada estrenábamos en Madrid de la mano del proyecto MARES, como punto de partida para arrancar un proceso de supermercado cooperativo en nuestra ciudad.

Y no es una exótica anomalía que crece en el corazón de la bestia, también en nuestra geografía encontramos otras experiencias sumamente interesantes, como el supermercado La Louve de París con más de 5.000 personas asociadas, la asociación Landare que en Iruñea agrupa a más de 3.600 familias, Bio Alai en Vitoria con 1.400, el recién estrenado supermercado cooperativo de Bilbao Labore, las 400 del Encinar en Granada, y de Árbore en Vigo, el proyecto de Som Alimentació en Valencia, la cadena de tiendas cooperativizadas de Alicante Biotremol… Experiencias que, por imperfectas que sean y por contradicciones que tengan, apuntan una forma alternativa de construir alternativas de consumo.

Hace poco menos de una década el divulgador científico Steven Johnson analizaba las dinámicas autoorganizadas y cómo los sistemas descentralizados generan espontáneamente una estructura cuando crecen de tamaño: las hormigas crean colonias, las ciudades establecen barrios, las conexiones neuronales derivan en áreas cerebrales especializadas. Esta evolución desde reglas simples a complejas es lo que el autor denomina como emergencia. Y una de sus principales enseñanzas es que Más es diferente, hace falta una masa crítica para que una lógica emergente funcione y corrija los posibles errores de cálculo individuales, distinguiendo entre micromotivos y macroconductas. No es una casualidad que sincrónicamente se estén dando estos debates y apuestas en distintos lugares, puede que esta efervescencia anuncie que estamos alcanzando esa masa crítica.

Recordemos el primer supermercado de la Feria de Barcelona, llegó a destiempo pero funcionó como una profecía autocumplida, capaz de lograr que el futuro se pareciera a lo que los grandes poderes económicos habían proyectado. Los supermercados cooperativos no van a protagonizar ninguna gran exposición, ni van a contar con la complicidad del poder, pero son más fieles a los orígenes de la palabra feria, que viene del latín festus, fiesta. Iniciativas que deberíamos celebrar como una fiesta pues están ilusionando a la gente y la alegría es contagiosa. El mundo cambia principalmente a base de buenos ejemplos, por tanto la viabilidad práctica de los supermercados cooperativos favorece que se hagan creíbles y deseables otras formas de organización social, otras formas de vida.

El primer supermercado que se construyó en nuestra geografía tuvo su ubicación en la Feria de Muestras de Barcelona de 1959, cuando el pabellón de Estados Unidos decidió instalar la réplica exacta de uno de los que funcionaban en cualquier gran ciudad americana. Imaginar una sociedad marcada por la pobreza, y que a duras penas iba saliendo del periodo de autarquía, ante esta apología del consumismo. Un espectáculo digno de ciencia ficción, que presentó públicamente al supermercado como símbolo de modernidad y progreso. Una aspiración que varias décadas después estaba conseguida, con su plena incorporación al paisaje urbano.

Proximidad, libertad de elección, comodidad y ahorro de tiempo al comprar todo en un mismo establecimiento, ofertas recurrentes, marcas blancas que vendían calidad y abarataban el precio… ideas que racionalizaron el cambio de hábitos de la mayor parte de la población. No era una conspiración secreta, los supermercados triunfaron porque facilitaban la vida a la gente, eran cómodos, tenían horarios ininterrumpidos y permitían el acceso asequible a una amplia gama de productos. Y lo que es más importante, invisibilizaban sus impactos negativos sobre los barrios, la economía y el medio ambiente.