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Lo que nos aterra a algunos del nuevo coronavirus

Nada más lejos de nuestra intención que restar importancia al coste humano de la pandemia causada por el SARS-CoV-2: miles de personas han perdido a seres queridos sólo en nuestro país y muchas más lo harán en las próximas semanas. Cada una de esas muertes será una tragedia, y no sobra encomio a la lucha del personal sanitario para evitarlas, ni al esfuerzo de quienes suministran servicios básicos en primera línea de combate. La precariedad laboral y vital que asuela nuestras sociedades convierte además cada desaceleración económica en un drama para millones de trabajadoras y trabajadores. Las crisis golpean diferencialmente a nuestras sociedades según múltiples líneas de fractura: de clase, de género, territoriales, étnicas…

Cada una de esas líneas merece una atención que no podremos prestarle en estos escuetos renglones. Del mismo modo, dejaremos aquí de lado la propia emergencia de salud pública (bien tratada estos días en numerosos textos, por ejemplo éste de Joan Benach) y cargaremos las tintas sobre otros motivos para la alarma, el compromiso y la acción coordinada: los vinculados con una crisis ecosocial que es ya una crisis civilizatoria.

Al aproximarnos a esos otros motivos constatamos que uno de los aspectos más terroríficos de esta pandemia reside en el modo en que nuestra cultura nos invita a contemplar el frenazo que ha ocasionado en nuestras economías. Ese frenazo no debiera presentársenos como algo que ha de ser superado. Muy al contrario, tendría que posibilitar una cuidadosa deliberación en torno a la desesperada urgencia de revertir nuestra extralimitación material y poner fin a la irracionalidad económica que mantiene de forma totalmente innecesaria cantidades absurdas de personas y mercancías dando constantemente vueltas al planeta. Producir por producir y consumir por consumir, de manera que siga girando la rueda de la acumulación de capital, es un desatino que ya fue diagnosticado por los socialistas del siglo XIX, comenzando por Marx. El fin de ese desmedido trajín está, por cierto, a la vuelta de la esquina: queramos o no asumirlo, nuestras sociedades se verán pronto obligadas a usar mucha menos energía primaria.

Lo que nos aterra a algunos, cada día a más, es la ceguera de nuestra cultura frente a la disyuntiva que abre ante nosotros la transición hacia esas sociedades energética y materialmente frugales: donde hay, esencialmente, dos alternativas, nuestros comisarios culturales ven una nada más. La primera alternativa consistiría en tratar de adaptar nuestro metabolismo ecosocial a los límites biofísicos de un sistema Tierra que se encuentra ya en un estado precario. La segunda, innegociable en nuestro marco cultural, consistiría en pisar el acelerador de la extralimitación y la devastación colocando un nuevo parche –previsiblemente más violento y autoritario que los previos– en el ya inviable capitalismo global. Lo que nos aterra a algunos del nuevo coronavirus es, en otras palabras, que sigamos después de él hundiéndonos en un suicidio ecocida inserto en coordenadas sociopolíticas peores aún.

Podemos desglosar en tres dimensiones nuestra trayectoria de colapso civilizatorio desde el punto de vista de la alarma suscitada por la reciente pandemia: la sanitaria, la económica y la propiamente ecosocial.

Comencemos echando un superficial vistazo al plano sanitario. Cabe en este punto escoger al azar un par de conclusiones del último informe sobre salud y cambio climático de la revista médica más prestigiosa del planeta (The Lancet): la alteración de los patrones climáticos ha hecho que nueve de los diez años más adecuados para la transmisión del dengue tuvieran lugar después del año 2000, y asimismo que en menos de cuatro décadas se hayan duplicado los días propicios para la infección por Vibrio (el género de bacterias al que pertenece la que provoca el cólera). Por su parte, la contaminación del aire sigue causando siete millones de muertes anuales. De acuerdo con estimaciones de Marshall Burke, profesor del Departamento de Ciencias del Sistema Tierra de la Universidad Stanford, la reducción de la contaminación del aire subsecuente a la parálisis de la economía china ha servido para evitar la muerte de entre 50.000 y 75.000 personas. ¿Cuáles son, pues, nuestras pandemias?

La crisis ecológica es una emergencia sanitaria incomparablemente mayor que la pandemia de COVID-19, y a ambas subyace uno y el mismo patógeno: un sistema socioeconómico dominado por el motivo del lucro.

El sector agroindustrial ha adoptado una forma incompatible con la estabilidad de la biosfera no por motivos de eficiencia material, sino crematística. Se trata de un hecho extensa y minuciosamente documentado. Existen, por otra parte, pocas dudas acerca del vínculo entre ese modelo agroindustrial y el creciente riesgo de pandemias. Según Peter Daszak, codescubridor del origen del SARS, alrededor de 1’7 millones de virus nos esperan en los ecosistemas que no han sido arrasados aún con buldóceres para abrir espacio al monocultivo intensivo. La deforestación, la drástica simplificación de ecosistemas y la desaparición de especies intermedias a expensas de esta «gestión» industrial de algunos de los reservorios de biodiversidad más ricos del planeta hacían que una pandemia como la actual fuera cuestión de tiempo. Adicionalmente, la ganadería industrial, para cuyo mantenimiento y expansión se diseñara aquel sistema de «gestión», tiene su propia leña que arrojar al fuego: tal y como evidenciaran ya la gripe aviar, la gripe porcina y el propio SARS, la cría industrial de animales tiene lugar en entornos que deben describirse como «fábricas de replicación y mutación de virus».

Este insostenible modelo agroindustrial es sólo una de las facetas de un modelo socioeconómico netamente insostenible: cada uno sus elementos venía exhibiendo signos de agotamiento hace largo tiempo. El subsistema económico no es ninguna excepción a esta regla. Así, resultaría absurdo culpar a la pandemia producida por el nuevo coronavirus de la crisis económica en la que comenzamos a adentrarnos. De hecho, ni siquiera estamos adentrándonos en una crisis nueva, sino sencillamente profundizando en la de 2008. La crisis de la economía capitalista no es nueva, sino permanente ya. Sería inútil recurrir al nuevo coronavirus para tratar de explicar el crecimiento anémico, la volatilidad especulativa o los niveles estratosféricos de deuda característicos de esta última fase del capitalismo financiarizado.

El capitalismo global pudo mantenerse con respiración asistida después de 2008 gracias al aliento de la Reserva Federal y, sobre todo, al del crecimiento de la economía china. Hoy no cabe esperar nada parecido. Los bancos centrales volverán a regar generosamente los mercados financieros, pero el nivel de inversión en la economía real será menor incluso que el anterior a la pandemia. A pocos les extrañará que se repita el procedimiento, y a menos aún que lo haga el resultado: las masivas adquisiciones de títulos financieros y los ínfimos tipos de interés seguirán generando deuda y cebando a los gigantes financieros, pero no producirán ningún goteo –entre otras cosas, porque no es ése su propósito.

No es necesario disponer de una bola de cristal para predecir lo que sucederá con las tasas de desempleo. Y lloverá sobre mojado, porque este declive del poder adquisitivo de la clase trabajadora tendrá lugar tras una década en la que ha venido flotado a la deriva, entre la Escila de un marcado deterioro de servicios públicos y coberturas sociales y la Caribdis de unos inusitados niveles de pobreza.

Después de esta pandemia ninguna implementación de ninguna reformulación concebible del credo neoliberal servirá para hacer frente a un desplome de la demanda como el que se avecina. Por su parte, extender el «keynesianismo para las élites» de los últimos cuarenta años a un nuevo «keynesianismo para los pobres» quizá pudiera mantener vivo el capitalismo por un par de décadas, pero arruinaría definitivamente la biosfera.

A los dos planos comentados –el sanitario y el económico– subyace el decisivo: el de nuestro metabolismo ecosocial, esa economía “real-real” a la que se ha referido en más de una ocasión Joan Martinez Alier. Si fuésemos –fantasía de ciencia-ficción– una colonia organizada por una civilización extraterrestre para la rápida extracción de los recursos del planeta Tierra, poniéndolos al servicio de un proyecto alienígena de mercantilización generalizada, ese metabolismo imaginario no diferiría demasiado del que de hecho está hoy funcionando (y que acaba de sufrir un parón inesperado a causa de la pandemia). El capitalismo fosilista convierte hoy en escasos incluso los recursos minerales más abundantes (como la arena), desequilibra el clima hasta desembocar en perspectivas de calentamiento infernales, esquilma el suelo fértil y el agua dulce, y desgarra hasta tal extremo el tejido de la vida que tenemos que inventar neologismos como “desfaunación” para referirnos a las dimensiones casi inconcebibles de la Sexta Gran Extinción en curso. Cada una de estas agresiones contribuye no sólo a incrementar la probabilidad de nuevas pandemias, sino asimismo a minar las bases de la salud de todos y cada uno de los ecosistemas y, por tanto, de todas y cada una de las comunidades humanas.

La pregunta más de fondo que deberíamos hacernos estos días quizá sea: ¿por qué tiene que pasar algo así –una pandemia semejante– para que podamos simplemente reconocernos como sociedad, para que emerja poco a poco una noción reconocible de bien común, en vez la lucha de todos contra todos espoleada por el capitalismo? ¿Por qué tiene que ocurrir algo así, un desplome brutal e imprevisto de la actividad económica, para que se recupere tendencial y mínimamente algo de la salud ecológica de nuestros territorios?

Cuando pase la crisis sanitaria, «volver a la normalidad» no puede querer decir, en ningún caso, regresar a la sociopatía neoliberal a que parecíamos condenados –o estaremos condenados de verdad. La «normalidad» no puede ser un sistema socieconómico enemigo de la sociedad y de la vida. Tedros Adhanom, director general de la Organización Mundial de la Salud, afirmaba recientemente que «la amenaza del contagio mundial nos ha sacudido devolviéndonos la imagen de un mundo tan interdependiente y globalizado como vulnerable». Hace décadas que esa imagen debió sacudirnos, pero por motivos distintos, por amenazas mayores. Después de la pandemia seguiremos teniendo entre manos un problema mucho más grave que ella, y sólo podremos comenzar a abordarlo desde una progresiva superación de la necrocultura capitalista. ¿Seremos capaces de verlo?

Nada más lejos de nuestra intención que restar importancia al coste humano de la pandemia causada por el SARS-CoV-2: miles de personas han perdido a seres queridos sólo en nuestro país y muchas más lo harán en las próximas semanas. Cada una de esas muertes será una tragedia, y no sobra encomio a la lucha del personal sanitario para evitarlas, ni al esfuerzo de quienes suministran servicios básicos en primera línea de combate. La precariedad laboral y vital que asuela nuestras sociedades convierte además cada desaceleración económica en un drama para millones de trabajadoras y trabajadores. Las crisis golpean diferencialmente a nuestras sociedades según múltiples líneas de fractura: de clase, de género, territoriales, étnicas…

Cada una de esas líneas merece una atención que no podremos prestarle en estos escuetos renglones. Del mismo modo, dejaremos aquí de lado la propia emergencia de salud pública (bien tratada estos días en numerosos textos, por ejemplo éste de Joan Benach) y cargaremos las tintas sobre otros motivos para la alarma, el compromiso y la acción coordinada: los vinculados con una crisis ecosocial que es ya una crisis civilizatoria.