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Brasil: otro golpe político contra la sostenibilidad

Última llamada para quienes aún confíen en que las élites económicas están preocupadas por la democracia y por la sostenibilidad en este planeta. El escondido romance del TTIP entre los Estados Unidos y la Unión Europea ha puesto de manifiesto que, en este interesado amor de las élites, poco importa el apoyo de sus pueblos o el respeto a unos mínimos ambientales que aboguen por la precaución frente a un planeta en estado de shock. Entre capitalismo del shock y capitalismo contra el cambio climático anda el mundo, según nos documenta la ensayista Naomi Klein. Y Brasil no es más que un eslabón en esta cadena.

El 18 de abril de este año, menos de un mes antes del golpe político en Brasil, el coordinador del programa económico del partido que ha accedido al poder (PMDB, centro-derecha), Roberto Brant, que ya había sido ministro con Fernando Henrique Cardoso (PSDB, socialdemocracia neoliberal), afirmaba lo siguiente sobre su propuesta económica: “la propuesta no fue hecha para enfrentarse al voto de la población. Con un programa así no se acude a una elección […] Todo lo que allí se dice precisa ser realizado. El tamaño del desastre que vive hoy Brasil es inédito en nuestra historia”. El desastre de Brasil existe, ciertamente, y se llama desigualdad social, sólo comparable con Sudáfrica, según datos de Oxfam. El desastre ambiental de Brasil se refleja en el avance de la deforestación amazónica, que oscila entre 10.000 y 25.000 km2 por año, siendo la presión combinada de mercados que buscan carne y grano para alimentarlo, y élites dispuestas a obtener beneficios rápidos, la causa de ello.

El desastre político de Brasil que, en gran parte, ha alentado esta llegada ávida del neoliberalismo al poder se llama “bancada ruralista”: cerca de un tercio de diputados que en el congreso son afines o controlados por grandes terratenientes y que mantienen una oposición sistemática a introducir avances en el reparto de tierra, la ayuda al pequeño agricultor o el respeto de los derechos humanos en el campo. No en vano, todo legado del PT en términos de apoyo a una agricultura familiar y propuestas en clave de producción ecológica, por mínimo que haya sido, ha sido borrado en estos días. De un plumazo ha desaparecido el Ministerio de Desarrollo Agrario, donde la lógica era de apoyo a estos pequeños productores, responsables del 70% de los alimentos que consume el país, y cuyos programas se considera que son la causa que ha permitido a la FAO retirar a Brasil de sus mapas del hambre.

La consumación del impeachment en Brasil llevó a Michel Temer (presidente del PMDB, centro-derecha) al poder, en contra de los deseos de la población. Días antes de la salida de Rousseff, una encuesta de Datafolha reflejaba que Temer sólo recababa el apoyo del 2% de la población. Y un 60% de las personas encuestadas pedían su renuncia por estar pendiente de juicios que sí le relacionarían directamente con el entramado de corrupción de Brasil. El avance de la agenda neoliberal y a favor del cambio climático es ya un hecho. Valgan como ejemplo las justificaciones de Ismael Bicharra, presidente de la Asociación Comercial del Amazonas, que impulsa la zona franca de Manaos: “estábamos sin un plan para impulsar la economía brasileña”. El ministro de educación exige pago, inmediato, de tasas universitarias. Se suprime el Ministerio de Cultura. Ninguna mujer entrará en el gabinete. Fin de la secretaría de Igualdad Racial. Posibilidad de revisar de convenios laborales en las diferentes empresas. El nuevo gobierno, como ha afirmado el ministro golpista de Salud, Ricardo Barros, no está para “sostener el nivel de derechos que la Constitución determina”. Blanco y en botella: hay que reducir el Estado, los derechos y los programas de sostenibilidad por el bien de las élites que frecuentan los mercados globalizados.

La nueva política se venía gestando meses antes y pasará por “concretar una acción de colaboración estatal y privada verdaderamente agresiva con respecto a los mercados de exportación”, como llegaba a afirmar el actual Secretario de Agricultura de Sao Paulo y otros círculos afines al agronegocio dentro de instituciones estatales como Embrapa. Nada más ocurrir el llamado impeachment, el pasado 12 de mayo, ONGs, sindicatos ruales y Consejos nacionales relacionados con desarrollo rural, advertían de los peligros que supondría para la sostenibilidad social y ambiental del Brasil si se avanzaba por el camino de desmontar políticas y estructuras que han impulsado avances en temas de seguridad alimentaria, agroecología o en la defensa de los territorios indígenas y de comunidades tradicionales. La advertencia no ha surtido efecto. Dilma Rousseff no está siquiera acusada de corrupción ni de participar en la trama de mordidas alrededor de la Petrobrás (el proceso “Lava Jato”) algo que no pueden exhibir quienes han impulsado el impeachment. Está por ver si es responsable de mover dineros entre bancos y otras cuentas del Estado. Y si dicha responsabilidad fiscal puede justificar el apartamiento definitivo de la presidenta electa de Brasil.

Lo cierto es que el golpe político sigue, quién sabe su futuro. Sí conocemos su pasado y su presente. En Brasil y en América Latina en general. Las élites están sedientas de beneficios, tras tres años de encogimiento del PIB en Brasil, fruto de una crisis económica internacional que reduce ganancias en la exportación de materias primas y que además se enfrenta a una subida paulatina de los tipos de interés en Estados Unidos. Otra vez el fantasma de la década perdida, allá en los 80, por una ilegítima deuda externa. Otra vez a olvidar lecciones aprendidas: que los gobiernos más democráticos y más sociales en esta parte del mundo sacaron a mucha gente de la pobreza y concedieron derechos donde aún se respiraba esclavitud. Otra vez las élites enfrente y doblegando voluntades populares. Como cuando los golpes militares eran la respuesta de las élites a los intentos de realizar reformas agrarias y dar de comer a los pueblos: Arbenz (Guatemala) en los 50, Goulart (Brasil) e invasión de República Dominicana en los 60... Y un largo etcétera que hoy se actualiza en golpes políticos que han desalojado del poder a incómodos gobernantes con estas élites agroexportadoras, caso de Zelaya (Honduras) en 2009 o Lugo (Paraguay) en 2012. Se trata de asonadas jurídico-parlamentarias, donde los tanques son sustituidos por un “maquiavelismo” de palacio, que sirve para desmontar procesos incipientes, lentos y graduales de democratización en muchos de estos países.

Y Brasil no podía ser menos. No en vano, tiene una soberanía (mermada en los últimos años) sobre la compañía Petrobrás. Toda una joya que en el 2006 se topaba con unas reservas petrolíferas que podrían llegar a suponer 300.000 millones de barriles de crudo: recursos bajo el mar Atlántico, el conocido Presal. Y, casualidades de la vida, las filtraciones de Wikileaks servían para conocer que el senador José Serra (hombre fuerte del PSDB) ya había pactado con Chevron que se modificaría la ley que prohíbe a Petrobrás tener una participación estatal inferior al 30% en el Presal. Ley ya impulsada y que aguarda una segunda votación.

Efectivamente, Brasil no es hoy, como buena parte del mundo, un país para viejos que busquen algo de bienestar para ellos y para futuras generaciones. Menos aún para esos jóvenes que en junio del 2013 alzaron su voz en numerosas calles brasileñas reclamando derechos sociales en un país, como el resto de América Latina, presa de la agenda agroexportadora como único e insostenible paradigma de “desarrollo”. Precisamos urgentemente desarrollar economías que cuiden de las personas y de sus territorios. Y precisamos también parar los golpes políticos en cualquier parte del mundo, se disfracen de impeachment parlamentario o de TTIP.

Última llamada para quienes aún confíen en que las élites económicas están preocupadas por la democracia y por la sostenibilidad en este planeta. El escondido romance del TTIP entre los Estados Unidos y la Unión Europea ha puesto de manifiesto que, en este interesado amor de las élites, poco importa el apoyo de sus pueblos o el respeto a unos mínimos ambientales que aboguen por la precaución frente a un planeta en estado de shock. Entre capitalismo del shock y capitalismo contra el cambio climático anda el mundo, según nos documenta la ensayista Naomi Klein. Y Brasil no es más que un eslabón en esta cadena.

El 18 de abril de este año, menos de un mes antes del golpe político en Brasil, el coordinador del programa económico del partido que ha accedido al poder (PMDB, centro-derecha), Roberto Brant, que ya había sido ministro con Fernando Henrique Cardoso (PSDB, socialdemocracia neoliberal), afirmaba lo siguiente sobre su propuesta económica: “la propuesta no fue hecha para enfrentarse al voto de la población. Con un programa así no se acude a una elección […] Todo lo que allí se dice precisa ser realizado. El tamaño del desastre que vive hoy Brasil es inédito en nuestra historia”. El desastre de Brasil existe, ciertamente, y se llama desigualdad social, sólo comparable con Sudáfrica, según datos de Oxfam. El desastre ambiental de Brasil se refleja en el avance de la deforestación amazónica, que oscila entre 10.000 y 25.000 km2 por año, siendo la presión combinada de mercados que buscan carne y grano para alimentarlo, y élites dispuestas a obtener beneficios rápidos, la causa de ello.