Los procesos de degradación ambiental y empoderamiento social corren en paralelo. A medida que aumentan el metabolismo social y los procesos extractivistas, se agrava consecuentemente la crisis ambiental y los ciudadanos protestan contra dicha situación. Se visibiliza entonces también un creciente déficit democrático en lo relativo a las decisiones que afectan a los recursos o al medio en el que vivimos. A pesar de la existencia de un marco formal de apariencia democrática, en el que existen canales para la información, la reclamación y la participación, nos hallamos en realidad ante un mero espejismo participativo. Permitir la participación implica ceder poder y capacidad de decisión. Sin embargo la crisis ambiental pone de manifiesto la existencia de una falta real de mecanismos de control social sobre los procesos que generan la degradación ambiental, sobre la gestión de los recursos o sobre las decisiones energéticas y la producción de residuos contaminantes. La toma de conciencia respecto a esta situación lleva unos años conduciendo a un empoderamiento social y comunitario que es hoy más necesario que nunca. A medida que se percibe de forma creciente que lo que mueve a las grandes corporaciones y a los gobiernos que las amparan, no es precisamente el bien común, crece la conciencia de que si la sociedad no toma las riendas para defender el agua, la tierra o el aire,... nadie lo hará.
Y prueba de este empoderamiento creciente de la sociedad está en la propia respuesta dada desde el poder. La protesta es cada vez más duramente reprimida. Cuando se fuerzan avances legislativos de protección en las escalas más inmediatas de gobernanza (principalmente a nivel local o regional), estos son revertidos por instancias superiores (nacionales o supranacionales) o amenazados por los acuerdo comerciales (como en el caso del TTIP), ignorando la voluntad popular. Y cuando la protesta se produce, esta se criminaliza y reprime. Se niega a las comunidades afectadas su derecho de autodeterminación e incluso el de consulta previa. Las protestas por cuestiones ambientales han ofrecido resultados antes impensables, tanto a la hora de concitar gente en las calles (recordemos las más de 300.000 personas en las calles de Nueva York en la marcha por el clima), como a la hora de forzar giros en las políticas (el movimiento por la desinversión fósil, o el rechazo de la administración Obama al oleoducto XXL son algunos ejemplos). Pero este movimiento se está volviendo como decimos, cada vez más autónomo, y a medida que avance la desobediencia civil avanzará previsiblemente la represión. Tras el sabor amargo que el Acuerdo de París dejó en la sociedad civil, y bajo la máxima de “desobediencia” durante este mes se están llevando a cabo en todo el mundo acciones directas contra los combustibles fósiles, desde ocupaciones en minas de carbón a bloqueos de cumbres de empresas energéticas.
Esta situación represiva cobra aún mayor relevancia en países donde la corrupción institucional es mayor y el arraigo de los sistemas democráticos menor. En ellos, la defensa de la vida y el territorio puede salir muy caro, al tolerarse la acción de grupos paramilitares y mafiosos que en defensa de los intereses de algunas empresas, acosan, persiguen y matan a aquellos activistas que se atreven a dar un paso al frente en defensa de los comunes. Es el caso lamentable del asesinato en Honduras de la activista Berta Cáceres, pero también el de muchos otros activistas anónimos que cada año son asesinados en diferentes partes del mundo por su obstinación en la defensa del medio. Algunos de los más los más recientes, el de un monje budista y una mujer en una protesta contra una represa hidroeléctrica en Arunchal Pradesh en la India, y el de un activista en KwaZulu Natal en Sudafrica defendiendo las dunas contra la minería de titanio a cargo de una empresa australiana. El de Cáceres es sin embargo un buen ejemplo de que la lucha social da resultados, como lo demuestra el hecho de que se retiraran del proyecto hidroelectrico contra el que luchaba algunos de los actores más significativos, como un banco holandés, el Banco Mundial, o la empresa china Sinohydro.
Dar visibilidad a estas realidades es hoy muy necesario. Y este es uno de los propósitos del Atlas de la Justicia Ambiental (EJAtlas, por Environmental Justice Atlas) que presentamos hoy miércoles 18 en Madrid, explicando sobre todo los casos de conflicto en España y Portugal.Este proyecto que arrancó en el ICTA de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) en 2012, tiene el objetivo de documentar y catalogar conflictos ambientales en todo el mundo. A día de hoy recoge más de 1730 casos de movilizaciones de comunidades y movimientos sociales surgidos en respuesta a determinadas actividades como la construcción de infraestructuras, la contaminación, el vertido de residuos, u otras actividades generadoras de impactos ambientales. La visibilización de los conflictos ambientales permite poner en el centro del debate temas como los conflictos distributivos, la deuda ecológica o la responsabilidad ambiental.
El EJAtlas pretende demostrar la existencia de un Movimiento Global por la Justicia Ambiental que empuja a la sociedad y la economía en la dirección de la sostenibilidad ambiental. El proyecto ENVJUSTICE dirigido por Joan Martinez Alier, que acaba de recibir un “Advanced Grant” por parte del Consejo Europeo de Investigaciones, conjuntamente con el nuevo proyecto Acknowl-EJ dirigido por Leah Temper (con fondos del ISSC[1], también gestionado desde el ICTA de la UAB), pretende ahora analizar nuevos casos que nutran el EJAtlas, con la aspiración de convertirse en un instrumento útil para investigaciones comparativas y estadísticas de ecología política. Los conflictos ecológico-distributivos son el objeto de estudio de la ecología política y son causados por el aumento del metabolismo social. ENVJUSTICE analizará las conexiones entre los cambios del metabolismo social y los conflictos ecológico-distributivos.
La investigación a partir del EJAtlas estudiará los movimientos de resistencia que nacen de tales conflictos y las redes internacionales que se forman en el Movimiento Global de Justicia Ambiental. ¿Quiénes son los actores sociales y las víctimas en esos conflictos?, ¿cuáles son las formas de movilización y las variables que explican los “éxitos” en crear nuevas alternativas? Visibilizar toda esta realidad, a través de este atlas, ayudará a fortalecer las redes de resistencia al actual modelo depredador y a la construcción colectiva de una sociedad diferente.
[1] International Social Science Council
Los procesos de degradación ambiental y empoderamiento social corren en paralelo. A medida que aumentan el metabolismo social y los procesos extractivistas, se agrava consecuentemente la crisis ambiental y los ciudadanos protestan contra dicha situación. Se visibiliza entonces también un creciente déficit democrático en lo relativo a las decisiones que afectan a los recursos o al medio en el que vivimos. A pesar de la existencia de un marco formal de apariencia democrática, en el que existen canales para la información, la reclamación y la participación, nos hallamos en realidad ante un mero espejismo participativo. Permitir la participación implica ceder poder y capacidad de decisión. Sin embargo la crisis ambiental pone de manifiesto la existencia de una falta real de mecanismos de control social sobre los procesos que generan la degradación ambiental, sobre la gestión de los recursos o sobre las decisiones energéticas y la producción de residuos contaminantes. La toma de conciencia respecto a esta situación lleva unos años conduciendo a un empoderamiento social y comunitario que es hoy más necesario que nunca. A medida que se percibe de forma creciente que lo que mueve a las grandes corporaciones y a los gobiernos que las amparan, no es precisamente el bien común, crece la conciencia de que si la sociedad no toma las riendas para defender el agua, la tierra o el aire,... nadie lo hará.
Y prueba de este empoderamiento creciente de la sociedad está en la propia respuesta dada desde el poder. La protesta es cada vez más duramente reprimida. Cuando se fuerzan avances legislativos de protección en las escalas más inmediatas de gobernanza (principalmente a nivel local o regional), estos son revertidos por instancias superiores (nacionales o supranacionales) o amenazados por los acuerdo comerciales (como en el caso del TTIP), ignorando la voluntad popular. Y cuando la protesta se produce, esta se criminaliza y reprime. Se niega a las comunidades afectadas su derecho de autodeterminación e incluso el de consulta previa. Las protestas por cuestiones ambientales han ofrecido resultados antes impensables, tanto a la hora de concitar gente en las calles (recordemos las más de 300.000 personas en las calles de Nueva York en la marcha por el clima), como a la hora de forzar giros en las políticas (el movimiento por la desinversión fósil, o el rechazo de la administración Obama al oleoducto XXL son algunos ejemplos). Pero este movimiento se está volviendo como decimos, cada vez más autónomo, y a medida que avance la desobediencia civil avanzará previsiblemente la represión. Tras el sabor amargo que el Acuerdo de París dejó en la sociedad civil, y bajo la máxima de “desobediencia” durante este mes se están llevando a cabo en todo el mundo acciones directas contra los combustibles fósiles, desde ocupaciones en minas de carbón a bloqueos de cumbres de empresas energéticas.