Las insostenibiilidades del actual sistema agroalimentario son múltiples y generalmente las relacionamos con su impacto medioambiental, sus efectos nocivos sobre la salud o la destrucción de las producciones y modos de vida campesinos. No obstante, las violencias que se ejercen sobre la mano de obra que trabaja en condiciones de gran precariedad en los campos de la agricultura global forman parte estructural de este sistema aunque queden, a menudo, invisibilizadas.
Estas últimas semanas, hemos visto romperse el pacto de silencio existente en torno a las condiciones de vida y trabajo de las temporeras extranjeras en el sector de la fresa en Huelva. La publicación a finales de abril de un reportaje denunciando las violaciones y abusos sexuales sufridos por trabajadoras marroquíes del sector ponía en el punto de mira el sistema de contrataciones en origen, erigido durante años como modelo ejemplar de “migración ordenada” por las instituciones españolas, marroquíes y europeas.
A principios de junio, unas cien jornaleras marroquíes, apoyadas por el SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores), intentaron denunciar en los juzgados incumplimientos del contrato y abusos sexuales en una empresa de Almonte. En solo dos días, el empleador organiza el retorno del conjunto de trabajadoras de su finca a Marruecos, aún cuando sus contratos no habían finalizado. El objetivo, evitar que pudieran ratificar sus denuncias ante la inspección de trabajo el lunes siguiente. Sin embargo, una parte importante de las trabajadoras resiste y se niega a embarcar en los autobuses. Las redes sociales y medios locales retransmiten lo que está ocurriendo y se logra detener el traslado de las trabajadoras al puerto de Algeciras.
Esta situación, en la que ante una tentativa de denuncia las trabajadores son “devueltas” a Marruecos ilustra especialmente bien la tendencia autoritaria del mercado de trabajo en el sector fresero y del sistema de contrataciones en origen que lo organiza.
Como en ocasiones anteriores, las asociaciones de productores denuncian una campaña de desprestigio contra el sector, minimizan lo que consideran “prácticas aisladas” de ciertos individuos e incluso basculan la responsabilidad sobre las propias víctimas, acusándolas de mentir y relacionándolas con la prostitución.
En estos fértiles terrenos para los estereotipos sexistas y racistas (Martin Díaz 2002), nos parece muy importante insistir en que no se trata de hechos aislados ni fortuitos, sino que el programa de contratación en origen desarrollado para responder a las necesidades del monocultivo de fresa, es la causa principal de la vulnerabilidad de estas temporeras frente a todo tipo de abusos. Es el régimen migratorio, puesto al servicio del capitalismo agroalimentario global y su alianza con el patriarcado y el racismo, lo que explica la situación de las jornaleras marroquíes en la agricultura onubense.
La provincia de Huelva es la principal zona de producción de fresas extra-tempranas en Europa. Su vocación exportadora y la utilización de todo tipo de insumos (variedades patentadas de fresas, plásticos para invernaderos, agroquímicos...) insertan al sector en una cadena agroalimentaria dominada por las grandes empresas transnacionales que producen los insumos agrícolas y controlan la distribución de la fruta en los mercados europeos, acumulando la mayor parte de los beneficios. La dependencia de los productores agrícolas frente a estos actores globales, junto a la gran cantidad de mano de obra necesaria para recolectar la fresa, hacen que el mantenimiento del costo del trabajo a la baja constituya una estrategia fundamental para los productores a fin de asegurar la rentabilidad del sector y aumentar el margen de beneficios.
En este contexto de búsqueda de una mano de obra flexible, barata y que no se organice para exigir mejoras laborales, debe entenderse la instauración de un sistema de contrataciones en origen totalmente feminizado desde el año 2000. A partir de 2006, se institucionaliza el programa de contrataciones con Marruecos que contará con cuantiosas subvenciones de la Unión Europea, y ello a pesar de su dimensión utilitarista, la precariedad laboral y jurídica que impone a las trabajadoras y el carácter sexista de la selección.
En efecto, al Estado español y a la Comisión Europea poco ha parecido importarles el carácter discriminatorio que establece la contratación de mujeres pobres con hijos menos de 14 años a su cargo para garantizar el retorno a su país de origen al final de la campaña.
Además, el sistema de contrataciones en origen establece una cautividad jurídica y material sobre las temporeras que constituye la base de su desprotección. Primero, porque los permisos de residencia y trabajo de estas trabajadoras están vinculados a un territorio, a un sector de actividad y a un empleador concreto, lo que supone que las temporeras no tienen derecho a cambiar de trabajo. Igualmente, su retorno la temporada siguiente depende de la voluntad del empleador. Ello instituye una dependencia absoluta de las trabajadoras ante el empresariado y reduce enormemente su capacidad para negociar las condiciones laborales o denunciar cualquier forma de abuso pues si pierden o renuncian a sus empleos, ya de por si valiosos debido a la diferencia salarial existente con Marruecos (equivalente a 6,3 euros por jornal) pierden, además, el derecho a trabajar legalmente en el Estado español. Las alternativas para aquellas que no acepten las condiciones ofertadas son claras y poco alentadoras, quedarse de manera irregular en el Estado español o regresar a Marruecos sin posibilidad de volver a acceder a un contrato.
Segundo, porque el hecho de que las temporeras residan en las fincas agrícolas permite ejercer un control sobre la vida privada de las temporeras, como muestra el hecho de que estas trabajadoras vean a menudo limitadas sus salidas nocturnas a fin de garantizar su productividad en el trabajo o que se les lleguen a retener los pasaportes para evitar lo que en el sector se consideran “fugas”, es decir, el abandono del programa. Asimismo, este modelo residencial dificulta su contacto con la población local y el aprendizaje del español, vías fundamentales para hacer valer sus derechos. En contraste, este sistema resulta de gran utilidad para los productores pues les permite de poseer trabajadoras “en stock” y ajustar diariamente el tamaño de su plantilla a las necesidades del cultivo.
Por todo esto, para proteger a estas mujeres se hace imprescindible asegurar su igualdad de derechos con el resto de trabajadores y trabajadoras, que es justamente lo que el programa de contratación en origen impide, articulando desigualdades de género, clase, origen y precarización jurídica, así como cuestionar el modelo productivo de la fresa, paradigmático de una agricultura globalizada, que induce a que los eslabones más débiles de la cadena, las trabajadoras, carguen con todas las insostenibilidades y violencias de un sistema que beneficia al gran capital y sus alianzas patriarcales.