Un enfoque recurrente entre sectores vinculados a la izquierda más institucionalizada suele partir de una elección dicotómica entre reforma o revolución, accionarnos para modificar el arriba u organizarnos para construir desde abajo, hacerlo pensando en mayorías sociales o desde nuevos laboratorios de la política, impulsando la protesta o centrándose en una concreción de propuestas. Termino de leer el libro del líder de Izquierda Unida Alberto Garzón, Por qué soy comunista. Una reflexión sobre los nuevos retos de la izquierda (Península, 2017), y ante la crisis que nos atraviesa la vida nos invita a analizar “el famoso debate entre calles o instituciones”. El libro, en línea con otras manifestaciones de intelectuales de izquierda en los últimos tiempos, recupera la dialéctica marxista anclada en la explotación capitalista pero incorporando algunas cuestiones sobre el pico del petróleo, el cambio climático, la depredación social asociada a la demanda de recursos por parte de las economías centrales o la relevancia de otras formas de desigualdad más allá de la visión de “clase” por razones de género, cultura o acceso a educación. La construcción de una conciencia de clase que impulse una conquista del poder colectivo a través del Estado se recupera como propuesta esencial, urgente.
Con la que se nos viene encima, llámese colapso civilizatorio o cuarta guerra mundial entre las de arriba y las de abajo, ciertamente haríamos bien en preocuparnos por tener a nuestro favor todas las herramientas (iniciativas, organizaciones políticas, instituciones) que nos permitan recuperar cierta conciencia de especie desde premisas de sostenibilidad intergeneracional, igualdad y solidaridad. Pero, ¿es suficiente?, ¿todos los análisis, por el hecho de tener una hemeroteca histórica detrás, nos valen para enfrentar un presente incierto e insostenible? Si el cambio climático “lo cambia todo”, como afirma Naomi Klein, ¿no deberían también cambiar nuestras preguntas, algunos de nuestros debates?
Pienso que sí. Me cuesta imaginar otro mundo si ese mundo ha de pasar necesariamente por la toma de algún palacio financiero o electoral y no por la construcción de otras economías, de otras formas de entender la política y la manera que tenemos de cuidar la T(t)ierra que nos alimenta (Jorge Riechmann dixit). Afirma la ecofeminista Mery Mellor que para hablar de socialismo “no es posible disociar el cuidado mutuo del cuidado del mundo”. De la misma manera creo que no es posible hoy hablar de hacer política (decidir sobre lo público) sin cultivar socialmente otros modos de estar en lo político (tejer otros cotidianos). No busquemos una palanca o unos dicotómicos debates, apostemos por explorar otras formas de vida que reclamen otras organizaciones políticas.
De esta manera, si pensamos en quiénes están ahí sosteniendo agendas que contrarresten el gran desplazamiento de la vida como razón de ser de la política, nos encontramos con grupos que insisten en cultivar otros lazos sociales, partiendo de lo experimentable, lo inclusivo y cotidiano, lo solidarizable desde abajo. Me estoy refiriendo en estos últimos años a la capacidad de parar países y dinámicas autoritarias, al menos intentarlo, por parte de redes de mujeres capaces de plantear, como no son capaces otros movimientos sociales, una huelga feminista y mundial, de convocar y convocarse frente a Donald Trump en los Estados Unidos o contra el golpe patriarcal de Tremer en Brasil, como ellas afirman. La pervivencia del zapatismo se fundamenta en un municipalismo arraigado en territorios y en una radicalización de la democracia: asambleas comunitarias se entralazan a mayor escala con cooperativas económicas bajo las llamadas Juntas de Buen Gobierno. Pienso sobre todo en la persistencia secular del movimiento indígena. O en las formas campesinas que se vinculan en movimientos por una reforma agraria integral. Observo cómo sus formas de vida tienen expresión y autonomía social dentro de marcos políticos de mayor escala, incluso internacionales: coordinadoras como el Consejo Indígena de Centroamérica (CICA), la Red de Mujeres Indígenas por la Biodiversidad, la Vía Campesina. La coordinación a gran escala de pequeños mundos, es más que un “marchar separados y golpear juntos”. Sitúo aquí dinámicas de afinidad entre iniciativas de economías sociales y solidarias y el ciclo de protesta que despegó en los 90 bajo las redes “antiglobalización”. Esta perspectiva de otra política a través de otras economías y redes de alta sociabilidad ha marcado también, por ejemplo, la lucha contra los desahucios en este país. Si llegó a irrumpir social y mediáticamente en nuestra cotidianidad, si tuvo potencialidad para ser palanca de partidos políticos de naturaleza municipalista, lo fue sin duda por su capacidad para tejer otras sociedades, lo que llamaron Grupos de afinidad y apoyo mutuo (GAYAM) en medio de un mar hostil y revuelto que nos precipita hacia la exclusión. Es lo que he definido en otro lugar (Democracia Radical, Icaria, 2011) como cultivos sociales: iniciativas de autonomía social destinadas a (auto)gestionarse necesidades humanas básicas: materiales, afectivas, de solidaridad, de relación con el medio. Mujeres, indígenas, campesinados y nuevos comunes comparten esos mimbres: parten de lazos sociales que promueven lazos sociales, hacen del bienestar socioemocional una variable importante para contrarrestar el desquicio enfermo de este planeta. Democratizan dónde y cómo se decide políticamente, democratizan también nuestras economías, proponen otras formas de vida frente a unas élites que insisten en depredar la vida. Enfrente, los fascismos incluso de tintes “verdes”, buscan desalentar la autonomía de lo social, la auto-organización desde abajo, nos retrotraen a la bandera y al hombre-masa, al hombre-fuerte, a la necesidad del padre. Los actuales partidos de izquierda, por otro lado, se alejan mucho de estar enraizados en estos cultivos sociales. Les estorban. No están en sus círculos de legitimación, en sus programas, en sus mentes. En particular, el ecofeminismo como apuesta que hace de la vida la génesis de la nueva política, y el reconocimiento de autonomías desde abajo que ello supone, les asustan, no cuadran en sus juegos de tronos y de votos.
No nos olvidemos. El dilema no es calles o institución. La condición necesaria para una transformación radical frente a propuestas ecofascistas vendrá de la construcción de realidades contestatarias que aúnen voluntad de protesta y capacidad para generar otros mundos.