El pasado 24 de mayo enviamos desde el Foro Transiciones una carta pública al presidente del Gobierno donde se planteaba la necesidad de abrir un gran debate sobre la crisis ecosocial. Una discusión que debe formar parte del proceso de reconstrucción tras la crisis COVID-19, pues las apuestas políticas y las inversiones económicas que se realicen determinarán en enorme medida las oportunidades de pilotar transiciones ordenadas, que superen la insostenibilidad socioeconómica y ambiental del modelo de crecimiento actual. Recuperando ese espíritu profundizamos en un aspecto estratégico: la cultura.
Tras la pandemia se reabría el Gran Teatro Liceu de Barcelona con un concierto para más de dos mil plantas que ocupaban las butacas del anfiteatro y los tres pisos de balcones. Un cuarteto de cuerda interpretaba con total solemnidad la obra “Crisantemi” del italiano Giacomo Puccini para un público vegetal. Este poema visual fue concebido por el artista Eugenio Ampudia durante el confinamiento, mientras escuchaba a los pájaros y veía crecer a las plantas desde su balcón, como una fórmula para reflexionar sobre nuestra relación con la naturaleza.
Puede parecer una frivolidad pero el imprescindible cambio de valores y prácticas que requiere la transición ecosocial demanda de otra inteligencia, pero también de otras emociones. Y es que toda posibilidad de pilotar transiciones ecosociales de forma relativamente ordenada pasa por acelerar un enorme cambio antropológico, pues, más que tecnológico o normativo, a lo que nos enfrentamos es a un enorme desafío cultural. O lo que es lo mismo, a la necesidad de cambiar los imaginarios y los estilos de vida, replantearnos que es vivir bien o cuales son unas expectativas de futuro realistas en tiempos del Antropoceno.
Las políticas culturales deberían ser nucleares en este proceso de socializar nuevos conocimientos y sensibilidades que permitan a la ciudadanía comprender la encrucijada en la que nos encontramos, establecer complicidades con las rupturistas políticas públicas que necesitamos e imaginar futuros alternativos lo suficientemente seductores como para involucrarse personal y colectivamente en su construccción.
Los medios y el medio ambiente
El poder para incidir en nuestras sociedades se juega en la mente de las personas, por lo que uno de los principales campos de disputa es el modo en que se definen la realidad y las posibilidades para intervenir sobre ella. Manuel Castells defendía que atender políticamente un problema exige situarlo en la agenda, lograr que se priorice a nivel comunicativo y que su marco de referencia lo haga inteligible, de forma que permita el posicionamiento deseado por parte de la ciudadanía. La crisis ecosocial se encuentra en la periferia de la agenda mediática, su nivel de prioridad comunicativa es bajo y, aquí aparece el principal problema, su enmarcado elude tanto la gravedad de la situación como la urgencia temporal para lograr cambios radicales.
Este verano he estado un poco obsesionado con el artículo publicado en Nature, donde se plantea que nuestras sociedades tienen un 90% de probabilidades de colapsar. Vamos que un jugador de ruleta rusa con cinco balas de seis cargadas en el revolver tendría mayor esperanza de sobrevivir que nuestro sistema socioeconómico. Me da la sensación de que la política solo “escucha a la ciencia” cuando no le anuncia cosas tan desagradables como el inevitable colapso del capitalismo.
Sabemos que más allá de informaciones objetivas, la valoración intuitiva de los riesgos está construida a partir de elementos psicológicos, sociales y culturales que nos ayudan a estimar subjetivamente cuál es el nivel de amenaza. Los estudios demuestran que generalmente la percepción del riesgo aumenta en la medida en que puede haber riesgo de muerte inminente, si afecta especialmente a grupos vulnerables (infancia, mayores...), si no se conoce el desencadenante y los posibles efectos, si la exposición al riesgo no va acompañada de un cálculo positivo coste/beneficio, si los riesgos benefician a un tercero y se está sometido a ellos involuntariamente, o si aparece en los medios de comunicación.
La crisis de la COVID-19 nos ha demostrado el enorme poder de influencia que tienen los medios de comunicación a la hora de definir urgencias, conformar estados de ánimo, divulgar buenas prácticas e incitar comportamientos colectivos.
¿Por qué este artículo de Nature no produce desasosiego en todas las redacciones de los medios de comunicación, incluida la de El Diario? ¿Por qué la Declaración de Emergencia Climática no se ha visto acompañada de un esfuerzo comunicativo a la altura del desafío que supone? ¿Imaginamos el impacto que tendrían la radio y la televisión públicos si impulsaran de forma rigurosa, persuasiva y seductora, la necesidad de promover transiciones ecosociales?
Informativos, programas culturales, series y películas de ficción, documentales, programación infantil o eco reallitys, como el Green Kerala Express que desde la televisión de la India organiza un concurso orientado a visibilizar las mejores iniciativas comunitarias en sostenibilidad urbana. Todas estas iniciativas comunicativas sincronizadas, al servicio de cambiar las gafas con las que se percibe la realidad y nuestras posibilidades de intervenir sobre ella, indudablemente tendrían una influencia social enorme y provocarían un efecto arrastre, por limitado que fuese, sobre la programación del resto de medios.
Si asumimos que la construcción mediática de la realidad es una parte significativa de la percepción social del mundo que compartimos, no podremos cambiarla sin intervenir desde estos medios de comunicación. Y aquellos a los que se les puede y debe exigir la responsabilidad de alentar procesos de transición es a los medios de comunicación públicos.
La industria cultural y la visualización de futuros alternativos
Tal y como afirmaba hace poco, enfrentar la crisis ecosocial va a exigir que, además de disponer de información rigurosa, nos convirtamos en mejores narradores de historias. Junto al conocimiento científico disponible necesitamos imágenes del futuro capaces de seducir y emocionar, de hacernos visualizar nuevas cotidianidades y dotar a la gente de horizontes de sentido para los cambios sociales que demandamos.
Las comunidades de creadores y creadoras deberían asumir el liderazgo necesario para ayudarnos a socializar una cultura capaz de hacer creíbles y deseables otros futuros. Sus reflexiones, narraciones, películas, canciones, instalaciones… deberían ayudarnos a proyectar marcos culturales, económicos y políticos, donde se haya logrado realizar transiciones ecosociales exitosas. Sin caer en idealizaciones banales, pero que representen sociedades con menor consumo de energía y materiales, más cooperativas, con estilos de vida relocalizados y reconciliados con la naturaleza.
Frente al miedo, la ansiedad, la depresión y el pesimismo, el arte y las industrias culturales deberían repensar su función social en estos tiempos de emergencia ecosocial. Una tarea prioritaria sería representar modelos de sociedad que hayan sido capaces de ajustarse a los límites ecológicos y fuesen capaces de mantener niveles dignos de calidad de vida. Proyectos capaces de combinar la libertad creativa con un nivel básico de realismo ecológico, apostando por esbozar utopías cotidianas donde puedan representarse con cierta complejidad nuevos estilos de vida. Historias que más que acontecimientos excepcionales arraigasen en la vida cotidiana, mostrando nuevas formas de habitar, convivir, trabajar, movernos, cuidar, comprar, alimentarnos, relacionarnos con el entorno natural…
Una estrategia que debería movilizar los recursos del sector público (presupuestos, líneas de subvención para creadores e industrias culturales, concursos y premios…) y coordinar a una amplia red de actores culturales (museos y organismos culturales, comunidades de creadores/as y tejidos profesionales) y contar con la complicidad de los tejidos asociativos.
Ecologizar la pedagogía y hacer pedagogía ecológica.
Más allá de las luchas en defensa de los sistemas educativos públicos, amenazados por procesos de privatización y mercantilización, existe una preocupación creciente sobre el funcionamiento y el sentido de la acción educativa en contextos de alta incertidumbre sobre el futuro. Estos enfoques críticos aspiran a una transformación en el funcionamiento de los sistemas educativos, que permita reorganizarlos de forma que sean funcionales para afrontar los actuales retos ecosociales. No en vano, el escritor de ciencia ficción HG Wells solía decir que la civilización es una carrera entre la educación y la catástrofe.
El modelo convencional de aprendizaje de “mantenimiento”, útil para reproducir culturalmente una sociedad, no resulta funcional en un contexto de ruptura, discontinuidad histórica y amenaza de colapso. Así que una de las medidas más urgentes sería transversalizar una competencia ecosocial en el currículo de la educación formal, ecologizando los contenidos y las competencias desde la educación infantil a la educación superior. Una reivindicación que se viene articulando de forma insistente desde el mundo de la Educación Ambiental.
Las experiencias de educación ecosocial más relevantes avanzan en esa dirección, combinan contenidos curriculares críticos (pensamiento sistémico, introducción de los límites biofísicos, crítica del consumismo...) con el aprendizaje emocional (vivencias y experiencias significativas de contacto directo con la naturaleza); así como las reflexiones sobre la ética o nuestras obligaciones morales con el desarrollo de habilidades en dinámicas grupales, procesos participativos y gestión de conflictos. Una síntesis de los cambios necesarios se encuentran perfectamente descritos en este texto de Luis Glez Reyes.
Además debería de abordarse el nuevo protagonismo que debe tener la educación ambiental, como una actividad clave de intermediación entre ciencia, políticas públicas y sociedad civil. Una tarea cuyos primeros pasos podrían encontrarse en torno al reciente Plan de Acción de Educación Ambiental para la Sostenibilidad PAEAS.
A esto se añadiría la necesidad de cierta innovación pedagógica vinculada a los movimientos sociales, entendidos también como movimientos educativos. Muchas pautas de conducta no son fruto de decisiones conscientes e intencionales, sino que responden a cambios en los hábitos y procedimientos, que con el tiempo se vuelven consistentes en nuestra personalidad y forma de entender el mundo. Aunque parezca contraintuitivo puede que lo que más sensibilice sea la propia existencia de ecosistemas de prácticas alternativas, acciones o buenos ejemplos que demuestren que el mundo puede cambiarse.
Un aproximación innovadora que se ha recogido en el Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático PNACC, como la necesidad de fomentar los estilos de vida resilientes y adaptados al clima. En un contexto en que ninguna institución pública va a poder enfrentarse en solitario a la profunda reorganización del funcionamiento de nuestras sociedades y de sus metabolismos socioeconómicos, esta tarea solo será viable en la medida en que se desarrollen estrategias colectivas y donde se desarrollen ambiciosos mecanismos de cooperación público comunitaria.
Una estrategia capaz de simultanear la intervención en los medios de comunicación, las industrias culturales y la educación supondría un verdadero acelerador para los imprescindibles cambios que la emergencia ecosocial demanda. Tal vez solo nos quede la cultura para salvar la naturaleza, pero una cultura con pájaros en la cabeza.