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Dando de comer a los robots

Cuando era pequeña, los Supersónicos me convencieron de que para 2017 tendría sin lugar a dudas un robot doméstico que me librase de las anodinas tareas de la casa. Aunque no den tanta compañía ni se presten a gags cómicos, está claro que la lavadora o la vitrocerámica me han ahorrado tardes de congelarme las manos en el río o partir leña con un hacha, tardes que no tuvo mi bisabuela.

Mucha gente está convencida de que esta tendencia no puede sino seguir creciendo, y que los coches autónomos, drones agrícolas, robots repartidores, etc., serán una parte tan inevitable de nuestro futuro colectivo que lo que tenemos que hacer es preocuparnos de qué haremos cuando nos quiten el trabajo o se rebelen contra nosotros. Personas inteligentes y bienintencionadas que, en muchas ocasiones, conjugan esta visión con un futuro ambientalmente sostenible (por lo general con un alicatado de grafeno hasta el techo).

Sin embargo, creo que esta visión no tiene en cuenta una variable fundamental: no podemos disponer de los materiales necesarios para construir tanto robot sin comprometer las necesidades básicas de las generaciones futuras.

Construir robots consume más materiales no renovables

Está claro que los humanos nos cansamos y aburrimos ante ciertos trabajos (de ahí que soñemos con encasquetárselos a los robots). No sólo eso, sino que “robotizar” ciertas tareas también puede servirnos en ocasiones para salvaguardar nuestra integridad física.

Por otra parte, los seres humanos operamos, por así decirlo, como un recurso renovable. Nuestra existencia básica como especie podría perpetuarse indefinidamente en base a compuestos mineralizables y casi cien por cien reciclables, que se reconfiguran una y otra vez en plantas, animales, agua, madera, y en nuestros propios cuerpos. No estoy diciendo que fuera una existencia cómoda ni deseable, sólo que no es técnicamente imposible. Un humano puede pasarse una tarde entera haciendo operaciones matemáticas, pariendo, recolectando algodón o componiendo una sinfonía y utilizar como combustible un plato de lentejas.

Por el contrario, un robot es esencialmente no renovable, tanto para su construcción como para su funcionamiento, que en mayor o menor medida necesitará siempre de materiales no renovables (acero, cobre, litio, etc.). En general, podríamos decir que para realizar la misma tarea un robot requiere de más recursos no renovables que un ser humano.

Conseguir materiales no renovables va a ser cada vez más difícil

Mientras que la utilización de los recursos renovables podría llegar a ser sostenible de forma indefinida; los recursos no renovables, como su propio nombre indica, son finitos, y su utilización será cada vez más difícil: conforme un recurso se agota se requieren cantidades mayores de otros materiales y de energía para conseguirlo. Puesto que se explota en primer lugar lo más favorable cada vez es necesario llegar más lejos, excavar más profundamente o reunir fragmentos reutilizados y dispersos por el mundo.

Es probable que el tiempo de más fácil acceso a muchos de estos recursos no renovables ya haya pasado (para un desarrollo muchísimo más extenso y referenciado de este aspecto, puede uno remitirse a libros como “Desarrollo económico y deterioro ecológico”, “En la espiral de la energía”, artículos como este de Alicia Valero o blogs como “The Oil Crash”). Además, las dinámicas de explotación y sustitución de unos recursos por otros que hemos seguido hasta ahora no hacen sino dificultar aún más la obtención de estos para las generaciones futuras. Los yacimientos más cercanos o con mejores concentraciones ya han sido explotados, utilizando para ello los materiales energéticamente más densos, y a los que vienen no les va a quedar otra que utilizar energías menos provechosas para rebañar las sobras.

Nuestro sistema económico no tiene en cuenta a “la gente del futuro”

Nos encontramos, por tanto, ante un problema de reparto de unos recursos finitos entre quienes vivimos ahora y quienes vivirán en el futuro. Si los mecanismos que utilizamos actualmente para asegurar el reparto de recursos entre distintos lugares en un mismo momento resultan tremendamente inapropiados (de ahí nuestros problemas de desigualdad), nuestros mecanismos para repartir esos recursos con “la gente del futuro” podrían considerarse inexistentes.

Según lo que defiende el libre mercado, en la actualidad el reparto de un recurso se decidiría más o menos así: si dos personas necesitan un mismo recurso, quien lo necesite más estará dispuesto a pagar más por él. De este modo, entre dos hipotéticos actores en igualdad de condiciones, si uno quiere petróleo para hacer funcionar una ambulancia y el otro lo quiere para un coche de fórmula 1, en un sistema de libre mercado ideal sería más probable que el de la ambulancia esté dispuesto a pagar más y acabe quedándoselo (es fácil ver cómo esto no funciona siquiera entre personas que viven en el mismo momento, ya que los coches de fórmula 1 de unos siguen estando por encima de las ambulancias de otros, pero vamos a dejar esto de lado por un momento).

Pero incluso en una concepción ideal este mecanismo sería incapaz de resolver un reparto entre distintas generaciones: si quienes entran en competición son una persona que “necesita” petróleo (o litio) para un coche de fórmula 1 hoy respecto a otra persona que lo necesita para una ambulancia de dentro de cien años (una persona que aún no ha nacido), se lo quedará sí o sí el coche de fórmula 1. La persona de dentro de cien años no está ahí para pujar. Esto supone una situación de privilegio para quienes vivimos en este momento, que accedemos a materiales escasos en condiciones preferentes.

Se plantea así un dilema entre nuestros deseos de comodidad actuales y las necesidades básicas de las generaciones futuras: ¿hasta qué punto es legítimo que usemos ese litio, cobre, etc., para construir robots que hagan aquello que podría hacer un humano? ¿Qué cosas es realmente más eficiente en términos de recursos que haga un robot? ¿Qué mecanismos podemos utilizar para “estirar” nuestros recursos no renovables lo máximo posible? ¿Nos vale con reciclar o hay cosas que hay que dejar “sin hacer”? ¿A cuántas comodidades deberíamos renunciar ahora para poder garantizar unos recursos básicos en el futuro? ¿Podemos tener fe ciega en que la inventiva humana descubra formas de hacer innecesarios estos sacrificios?

Al otro lado de estas preguntas, en algún sitio, quizá un robot megalómano-asesino se apaga al quedarse sin batería, y mi tataratataranieta le arranca un brazo para, por fin, poder construirse una azada.

Cuando era pequeña, los Supersónicos me convencieron de que para 2017 tendría sin lugar a dudas un robot doméstico que me librase de las anodinas tareas de la casa. Aunque no den tanta compañía ni se presten a gags cómicos, está claro que la lavadora o la vitrocerámica me han ahorrado tardes de congelarme las manos en el río o partir leña con un hacha, tardes que no tuvo mi bisabuela.

Mucha gente está convencida de que esta tendencia no puede sino seguir creciendo, y que los coches autónomos, drones agrícolas, robots repartidores, etc., serán una parte tan inevitable de nuestro futuro colectivo que lo que tenemos que hacer es preocuparnos de qué haremos cuando nos quiten el trabajo o se rebelen contra nosotros. Personas inteligentes y bienintencionadas que, en muchas ocasiones, conjugan esta visión con un futuro ambientalmente sostenible (por lo general con un alicatado de grafeno hasta el techo).