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Si no hay de todo para todos, ¿qué quiere decir ser libre?

En el nivel de consumo actual de España (a pesar de las enormes desigualdades y la violenta fractura social existente), el planeta no podría soportar más que a 2.400 millones de habitantes. Sobrarían, por tanto, más de las dos terceras partes de la humanidad. Aún más: en un mundo que utilizase sus recursos naturales y servicios ambientales al nivel en que lo hacen los EEUU hoy --¡que se proponen como modelo al resto del mundo!--, sólo podrían vivir 1.400 millones de personas. Así que, si continuamos por la senda de este “modelo de desarrollo”, los genocidios están preprogramados.

Centrémonos sólo en una necesidad básica, la alimentación. Si 9.000 millones de personas (la población en que se estabilizará quizá la demografía humana durante el siglo XXI) tratasen de comer como hoy lo hace el estadounidense promedio, harían falta las tierras de cultivo de más de dos planetas adicionales para soportar esa dieta: 4.500 millones de hectáreas –cuando en la Tierra sólo hay unos 1.400 millones de hectáreas de tierras de cultivo. El mismo cálculo, desde otro ángulo: con dieta estadounidense, y teniendo en cuenta que hemos de cultivar más cosas que alimentos en las tierras de labor (fibras por ejemplo, o materias primas para la producción) el planeta sólo podría dar sustento a 1.500-2.000 millones de personas (hoy somos más de 7.200 millones).

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“Quiero una vida mejor”, dice la frase que sin dificultad reconocemos como expresión de la aspiración básica de los seres humanos. Y viviendo como vivimos en un mundo humano atormentado y fracturado, donde cientos de millones de personas padecen violencia, hambre, explotación, exclusión y pobreza, quién podría censurar tal aspiración. Pero, al mismo tiempo, esa sencilla oración encapsula la trampa mortal donde estamos encerrados: porque “quiero una vida buena” es una aspiración con límites, pero “una vida mejor” es potencialmente ilimitada. Después de una mejora siempre podemos desear la siguiente, hasta el infinito. Como señaló el viejo Epicuro, nada es suficiente para quien lo suficiente es poco.

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¿Qué quiere decir “ser libre” en un planeta finito, que hoy es un “mundo lleno”, ya saturado ecológicamente, en overshoot?

Un reproche que suele dirigirse al ecologismo es que pretende decir a la gente cómo tiene que vivir. “¡Estaría bueno que se les ocurra a estos pringaos imponerme cómo debo usar mi coche, o dónde he de pasar mis vacaciones!” Pero sucede que uno de los efectos (y defectos) peores del mundo de fantasía donde viven la mayoría de nuestros conciudadanos y conciudadanas (esa “economía de tierra plana” sin entropía ni límites biofísicos en la cual induce a creer, anestésicamente, la cultura dominante) es la equívoca idea de libertad que anida en tantas cabezas. Libertad no es hacer lo que me sale de los cojones: es construir mi autonomía, personal y colectiva, teniendo en cuenta el mundo concreto --social y natural-- dentro del cual vivo. Si los otros existen, y si concedo cierto valor al valor “igualdad”, y si las sociedades industriales ya están en situación de extralimitación (overshoot) con respecto a la biosfera, libertad no puede significar lo mismo que para un capitán de empresa manchesteriano hacia 1820, o para un consumidor estadounidense hacia 1950.

Sirva como ejemplo el reproche de “perfeccionismo moral” que dirige Fernando Arribas a la propuesta de “socialismo de la suficiencia” de Joaquim Sempere, expuesta en su libro Mejor con menos (Crítica, Barcelona 2009). Sempere, nos dice Arribas, “exhorta al individuo para que perciba su posición subordinada en el proceso económico y las consecuencias ecológicas que ello comporta, con el fin de que transforme su estilo de vida, se habitúe a vivir con mayor austeridad y, además, adquiera conciencia política y se realice como ciudadano que aspira al autogobierno. En este sentido, podríamos interpretar la propuesta de Sempere como perfeccionista en el plano moral” (“Las virtudes ecológicas y la práctica de la austeridad”, Revista Internacional de Filosofía Política 35, septiembre de 2010), recordando que son perfeccionistas las teorías teleológicas que persiguen, en palabras de John Rawls, una concepción del bien entendida como “la realización de la excelencia humana en las diversas formas de cultura”. Ahora bien, ¿no refleja este reproche cierta renuencia a aceptar que vivimos en un full-world, un “mundo lleno” o saturado en términos ecológicos –quizá desde algún momento posterior a la publicación de la Teoría de la justicia de Rawls--, y que lo que podía ser aspiración meritoria pero no exigible de un comportamiento “supererogatorio” –como dicen los filósofos morales— se convierte en algo simplemente exigible para evitar daños a terceros, en estas nuevas circunstancias históricas?

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En efecto, un principio ético-político elemental es que la libertad individual encuentra sus límites en la libertad de los demás y en los daños a terceros. Pero la acción humana, mediada por el poder titánico de la tecnociencia, se proyecta cada vez más lejos en el tiempo y en el espacio. Los daños a terceros tienden a generalizarse bajo un sistema de producción y consumo donde las “externalidades” se vuelven omnipresentes, donde la huella ecológica conjunta de la humanidad supera la biocapacidad del planeta entero, donde la rapacidad del poder financiero se organiza en “mercados de futuros” en los que se especula con los bienes más básicos de todos, como son los alimentos. Por lo demás, entre los “terceros” que debería tomar en consideración cualquier sociedad decente se encuentran no sólo “prójimos distantes” como los seres humanos del futuro, sino también los animales no humanos y los ecosistemas de cuyo buen funcionamiento dependemos todos los seres vivos.

Por eso, incluso desde supuestos de filosofía política liberal convencional debe reconocerse que en un “mundo lleno” conductas que antes podían tener poco o nulo significado ético-político (comer pescado o carne, o desplazarnos en automóvil, o usar aire acondicionado) se convierten en fuentes de daño para terceros, y por consiguiente dan lugar a obligaciones morales, han de ser objeto de deliberación democrática, e incluso –en ocasiones-- de una regulación normativa. Insisto, no se trata de que perjudiquemos “la aspiración del liberalismo contemporáneo a la neutralidad valorativa del poder político respecto de las diferentes concepciones del bien que los individuos puedan suscribir” (Fernando Arribas): lo que está en juego es el muy clásico y liberal principio del daño. La idea de huella ecológica, sin ir más lejos, permite ir más allá de relaciones morales tipo “buen samaritano” (los filósofos emplean el término técnico de lo “supererogatorio”) hacia relaciones vinculantes de ciudadanía: porque existen vínculos reales (entre el contaminador y el contaminado, por ejemplo) y acciones en el pasado (cuyas consecuencias se proyectan en el futuro) que dan lugar a una comunidad de obligación.

Una sociedad decente, pongamos por caso, no puede permitir un modelo de movilidad basado en el automóvil privado. Por la argumentación esbozada en las líneas anteriores queda claro, supongo, que los poderes públicos democráticos podrían y deberían intervenir limitando la libertad de poseer automóviles: los daños a terceros son demasiado grandes (comenzando por los daños causados por el desequilibrio climático del planeta). La autorregulación colectiva de los consumos –sobre todo en los países sobredesarrollados-- es un imperativo moral en la era del “mundo lleno”.

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Los “cuatro motores asociados y, al mismo tiempo, descontrolados” que –al decir de Edgar Morin— mueven la Nave Espacial Tierra, a saber: ciencia, técnica, industria y capitalismo, nos han conducido a un violento choque con los límites biofísicos del planeta. Es hora de revisar a fondo esos motores. Es hora de una economía de “equilibrio biofísico y crecimiento moral”, por ejemplo esa economía de estado estacionario (quizá sería mejor traducir steady-state por “homeostática”) reivindicada por Herman E. Daly, quien precisa: “Será muy difícil definir la suficiencia y construir el concepto en el interior de la teoría económica, y de la práctica. Pero creo que todavía sería mucho más difícil seguir actuando como si ‘bastante’ no existiese”.

En el nivel de consumo actual de España (a pesar de las enormes desigualdades y la violenta fractura social existente), el planeta no podría soportar más que a 2.400 millones de habitantes. Sobrarían, por tanto, más de las dos terceras partes de la humanidad. Aún más: en un mundo que utilizase sus recursos naturales y servicios ambientales al nivel en que lo hacen los EEUU hoy --¡que se proponen como modelo al resto del mundo!--, sólo podrían vivir 1.400 millones de personas. Así que, si continuamos por la senda de este “modelo de desarrollo”, los genocidios están preprogramados.

Centrémonos sólo en una necesidad básica, la alimentación. Si 9.000 millones de personas (la población en que se estabilizará quizá la demografía humana durante el siglo XXI) tratasen de comer como hoy lo hace el estadounidense promedio, harían falta las tierras de cultivo de más de dos planetas adicionales para soportar esa dieta: 4.500 millones de hectáreas –cuando en la Tierra sólo hay unos 1.400 millones de hectáreas de tierras de cultivo. El mismo cálculo, desde otro ángulo: con dieta estadounidense, y teniendo en cuenta que hemos de cultivar más cosas que alimentos en las tierras de labor (fibras por ejemplo, o materias primas para la producción) el planeta sólo podría dar sustento a 1.500-2.000 millones de personas (hoy somos más de 7.200 millones).