Llegó el verano y las recurrentes olas de calor. En los telediarios y reportajes se mezclan las anécdotas y las recomendaciones para sobrellevarlas: estar a la sombra, hidratarse bien, no hacer deporte a las horas centrales del día… pero este fenómeno siempre aparece de forma aislada, desconectado de la problemática que lo causa como es el cambio climático. Hemos encadenado de forma consecutiva 14 de los 15 años más calidos de la historia, desde que comenzaron los registros estadísticos en el siglo XIX, y tenemos la garantía de que las olas de calor se van a ir alargando e intensificando durante las próximas décadas. Un problema que queda naturalizado y cuya comunicación evita caer en alarmismos estériles, enviando a la ciudadanía un mensaje de resignación ante lo inevitable y medidas individuales para sobrellevarlo.
Una de las medidas estrella para adaptarnos al calor veraniego es el creciente uso del aire acondicionado, en nuestro país actualmente tres de cada diez viviendas se encuentran equipadas y en las ciudades andaluzas la cifra llega hasta la mitad. De hecho los picos de consumo eléctrico han pasado en muchas zonas de ser en invierno por el uso de las calefacciones a ser en verano. Se produce así un círculo vicioso en el que el calor nos hace recurrir a tecnologías que funcionan en base a consumir una energía cuyos mecanismos de producción provocan el cambio climático, que a su vez aumenta las olas de calor y la temperatura del planeta… lo que nos lleva a un uso más intensivo del aire acondicionado.
El uso generalizado del aire acondicionado eleva la temperatura de las calles entre un grado y medio y dos, debido al calor que estos aparatos vierten sobre la ciudad. Una metáfora perfecta del funcionamiento de nuestra sociedad, lo común se torna inhabitable cuando la lógica y comprensible persecución del bienestar individual se desconecta de la calidad de vida colectiva y del entorno. Lo que son respuestas individuales racionales, como es encender un aire acondicionado para poner la casa a una temperatura confortable, se tornan estructuralmente irracionales cuando se generalizan. No puede existir algo como el derecho universal al aire acondicionado, pues es incompatible con el derecho a disfrutar de un medio ambiente habitable a medio plazo. Y sin embargo resulta más sencillo imaginar una revuelta de consumidores indignados por restricciones en el uso del aire acondicionado, que en movilizaciones populares masivas para luchar contra el cambio climático.
Cuando yo era chaval mi padre me obligó a aprenderme una definición de persona responsable, afirmaba que era aquella que libremente era capaz de asumir las consecuencias derivadas de sus actos. Y esta máxima tan lógica en el comportamiento individual resulta mucho más problemática al trasladarla a lo social. El elogio de la responsabilidad individual se convierte en la anomalía de defender la responsabilidad colectiva, pues, si se toma en serio, esta suele implicar que desarrollemos nuestra sensibilidad social y ecológica. Cuestionar costumbres que afectan a nuestra comodidad, denunciar privilegios camuflados de derechos o cuestionar la inercia cultural que da por sentados nuestros estilos de vida... se convierte en una actitud sospechosa de radicalismo y resentimiento, no en un acto de responsabilidad. El único límite en el consumo que socialmente asumimos, la única restricción moralmente aceptable de forma generalizada, es la que impone nuestra cuenta corriente. Siempre que se pague la factura logramos eludir debates más incómodos.
Uno de los fundadores teóricos y morales del capitalismo durante sus inicios fue Bernard Mandeville, que a través de su popular fábula de las abejas sostenía su teoría sobre cómo la gente satisfaciendo sus vicios privados terminaba generando beneficios públicos. No hace falta ser responsables pues el bien común se construye de forma no intencional, sin arreglos institucionales y sin exigir incómodos procesos de deliberación y acuerdo. Un elogio del egoísmo y del individualismo como motor económico que sirvió de inspiración para la todopoderosa mano invisible de Adam Smith capaz de mantener la buena salud de los mercados.
Una hipótesis funcional para justificar la quiebra del lazo social y del vínculo entre los nuevos estilos de vida y los impactos ambientales que generaba. La narrativa del despliegue del capitalismo requería de una suerte de pedagogía de la indiferencia ante la ecodependencia y la interdependencia, hacer frente al sentido común, la costumbre y los dictados de la intuición. Un imaginario del que seguimos presos y condicionados.
Uno de los padres de la bioeconomía, Georgescu Roegen, afirmaba que la base de una acción ecologista se basaba en minimizar los remordimientos futuros. Hacer lo que sabemos que debemos hacer, decir lo que sabemos que toca decir. Ser responsables aunque sea en contra de las actitudes y opiniones hegemónicas. De lo que no se habla es imposible que pase a formar parte de la esfera pública y del debate. La clase política son los adultos que imponen los temas de discusión mientras, por nuestro bien, tratan a la ciudadanía como niños a los que hay que ocultar los temas complejos o peligrosos. Infancia etimológicamente quiere decir “quienes no tienen habla”, así que rebelémonos, recuperemos la palabra y nuestro derecho a ser tratados como adultos responsables capaces de deliberar sobre asuntos que nos afectan. Reclamemos que la crisis ecológica ocupe el lugar que merece y conectémosla con el resto de debates de actualidad (desigualdad social, solidaridad internacional, cuidados...)
Una vez dicho esto, no se trata de amargar el veraneo de nadie, ni de fomentar el sentimiento de culpa y la mala conciencia, o de resaltar una superioridad moral ecologista que se percibida como elitismo arrogante. Simplemente aprovechar la ocasión para denunciar la continuada irresponsabilidad política ante algo tan trascendental como el cambio climático. Por cuestiones tácticas o de principios, la nueva y vieja política comparten el desinterés por abrir un debate público riguroso sobre sus implicaciones socieoconómicas, energéticas, urbanísticas, alimentarias... .
Mientras tanto nos quedan los pequeños gestos individuales del consumidor consciente, importantes y ejemplarizantes pero incapaces de encontrar soluciones biográficas a contradicciones sistémicas, si no es de la mano de estrategias colectivas que aumenten la incidencia, reduciendo la sensación de insignificancia de lo que hacemos y el coste percibido del cambio. Dinámicas que anticipan nuevos imaginarios y prácticas sociales a generalizar en el medio plazo, a la par que apuntan las ambiciosas medidas estructurales a tomar desde las políticas públicas.
Así que mientras cogemos fuerzas para el nuevo curso... pasemos estos calores sofocantes con la ayuda de un ventilador, enchufado a una red eléctrica cuya energía sea producida de forma cooperativa y 100% renovable.
Llegó el verano y las recurrentes olas de calor. En los telediarios y reportajes se mezclan las anécdotas y las recomendaciones para sobrellevarlas: estar a la sombra, hidratarse bien, no hacer deporte a las horas centrales del día… pero este fenómeno siempre aparece de forma aislada, desconectado de la problemática que lo causa como es el cambio climático. Hemos encadenado de forma consecutiva 14 de los 15 años más calidos de la historia, desde que comenzaron los registros estadísticos en el siglo XIX, y tenemos la garantía de que las olas de calor se van a ir alargando e intensificando durante las próximas décadas. Un problema que queda naturalizado y cuya comunicación evita caer en alarmismos estériles, enviando a la ciudadanía un mensaje de resignación ante lo inevitable y medidas individuales para sobrellevarlo.
Una de las medidas estrella para adaptarnos al calor veraniego es el creciente uso del aire acondicionado, en nuestro país actualmente tres de cada diez viviendas se encuentran equipadas y en las ciudades andaluzas la cifra llega hasta la mitad. De hecho los picos de consumo eléctrico han pasado en muchas zonas de ser en invierno por el uso de las calefacciones a ser en verano. Se produce así un círculo vicioso en el que el calor nos hace recurrir a tecnologías que funcionan en base a consumir una energía cuyos mecanismos de producción provocan el cambio climático, que a su vez aumenta las olas de calor y la temperatura del planeta… lo que nos lleva a un uso más intensivo del aire acondicionado.