Me encanta la ambigüedad de la expresión “hacer el indio”, pues en ella conviven la crítica y el desprecio con la admiración por la libertad y la irreverencia. Verse asociado a lo indígena implica una crítica abierta o un elogio encubierto, todo depende del contexto, el tono y la intencionalidad de nuestro interlocutor. Nuestras sociedades mantienen desde hace siglos esta ambivalente relación con lo indígena. Históricamente desde la cultura dominante se ha reprimido, acallado y maltratado, mientras que desde las subculturas se ha idealizado y convertido en una referencia ineludible para movilizar imaginarios transformadores.
El nacimiento de la utopía moderna, de la mano de la obra homónima de Tomas Moro, resulta inexplicable sin el impacto que supuso conocer las fórmulas comunitarias de organización indígena, sus cosmovisiones y su relación con la naturaleza, o su abierto desprecio por las relaciones de mercado. La ficción literaria que invitaba a construir un nuevo mundo se encuentra estrechamente influenciada por este acontecimiento, de la misma manera que la novela influenció singulares experimentos utópicos en la América colonizada, como los pueblos-hospitales que Vasco de Quiroga construyó junto a comunidades indígenas a principios del siglo XVI.
La visión romántica de lo indígena enlaza con el humanismo renacentista o la Ilustración, donde se populariza por Rousseau de la mano del mito del buen salvaje. Posteriormente otras nociones como el comunismo primitivo marxista o la ayuda mutua entre los salvajes de Kropoktin no podrían entenderse sin explicar la importancia de lo indígena como referencia práctica de otra forma de habitar y organizar la vida.
Más allá de la teoría política la influencia de lo indígena en nuestras culturas lo podemos encontrar en ejemplos como el de los Apaches, una fascinante subcultura criminal de los bajos fondos franceses durante la belle époque, con sus códigos de comportamiento, su estética y hasta su propia danza. Unas décadas más tarde, parte de los movimientos juveniles que proliferaron en la Italia de los años setenta se conocieron como los indios metropolitanos. Colectivos contestatarios que transmitían a su revuelta toques de humor y de guerrilla comunicativa, disfrazándose de indios y desenterrando hachas de guerra mientras participaban en huelgas, okupaban edificios o montaban radios libres.
Este hilo podría seguirse y conectarse con los usos sociológicos más posmodernos de lo tribal, usados para tratar de dar cuenta de la metamorfosis del lazo social en nuestras sociedades, como hace Maffesoli en el clásico El tiempo de las tribus. Lo tribal expresaría el placer de la horizontalidad, el sentimiento de la fraternidad o la importancia del pequeño grupo como refugio ante el auge del individualismo. La importancia del sentimiento de pertenencia, a un lugar y a un colectivo como fundamento esencial de toda vida social
Y es que más allá del abuso y el sensacionalismo mediático ligado a las tribus urbanas, lo tribal ha sido una metáfora recurrente para referirse a los mecanismos de solidaridad colectiva y de cuidado comunitario. Hace unos años Carolina del Olmo reflexionaba en ¿Donde está mi tribu? sobre la hostilidad de nuestras sociedades hacia el desarrollo de prácticas de crianza en común. Recientemente una de las centenares de redes vecinales de ayuda mutua surgidas durante la pandemia en nuestra geografía recibía el Premio Ciudadano 2020 del Parlamento Europeo, se llama Somos Tribu y ha vertebrado de forma ejemplar las dinámicas de solidaridad ciudadana en el madrileño barrio de Vallecas.
Y por último convendría recordar que el ecologismo moderno surge aunando de forma simultánea nuevas formas de conocimiento, las bases científicas de la ecología, y nuevas formas de vida, el experimentalismo ligado a una contracultura que se replanteaba las formas de relacionarse entre las personas y de estas con la naturaleza. Un rasgo del primer ecologismo de los años sesenta fue su acercamiento y puesta en valor de los saberes y prácticas indígenas; en un contexto de reactualización de las luchas indias, que protagonizaban su propia versión del movimiento por los derechos civiles.
Todas estas reflexiones se me venían a la cabeza mientras leía Una trenza de hierba sagrada. Saber indígena, conocimiento científico y las enseñanzas de las plantas de Robin Wall Kimmer, recientemente publicado por Capitan Swing. Su autora es botánica y profesora de universidad, a la vez que indígena implicada en la defensa de los pueblos nativos americanos, por lo que sus páginas son un preciso y precioso ejercicio de simbiosis entre literatura y ciencia, entre relatos biográficos e historias de las cosmovisiones indígenas. Un ecofeminismo donde se trenzan lo mejor del conocimiento científico disponible y los saberes ancestrales de los pueblos indígenas, cuya «relación con la tierra no está tan bien escrita en ningún libro como en el mismo terreno».
En una de sus clases de botánica en la universidad nuestra autora suele preguntar por alguna relación positiva entre las personas y la naturaleza. A un alumnado plenamente consciente de las diversas expresiones de la crisis ecosocial no se le ocurre ninguna, su percepción generalizada es que las personas son incompatibles con el cuidado de la naturaleza. La explotación eclipsa cualquier otra relación que permita imaginar patrones de interacción y beneficio mutuo con la naturaleza.
Groucho Marx se preguntaba provocadoramente ¿Por qué debería preocuparme por las generaciones futuras? ¿Qué han hecho ellas por mí? Y es el resumen perfecto del pensamiento cortoplacista y utilitarista que nos aboca a la catástrofe. Una forma de mirar el mundo que vuelve incomprensible el funcionamiento de las culturas sostenidas sobre dinámicas de reciprocidad expandida, capaces de integrar a la naturaleza. Frente a este distanciamiento, las cosmovisiones indígenas asumen que la vida humana forma parte de la trama de la vida, no de una forma abstracta sino encarnada, que nuestro estilo de vida no puede perdurar si no se compromete en cuidar y hacerse responsable de reproducir las condiciones de vida que lo hacen posible.
En un hermoso pasaje Robin describe el amor como un deseo de estar juntos, la generosidad de compartir recursos, el disfrutar de la interdependencia, la celebración de valores compartidos, la creación de belleza o el cuidado. Un amor con el que expresa la relación con su huerto, y que la inmensa mayoría seríamos incapaces de trasladar más allá de nuestro vínculo con una persona amada. En sus palabras: «Una escultura no es más que un trozo de roca con una topografía tallada y cincelada, pero su contemplación puede abrirte el corazón en canal, convertirte en una persona nueva. Transmite su mensaje sin palabras. No todas la entenderán claro, el lenguaje de la piedra es difícil. Sin embargo las plantas hablan un idioma que toda criatura puede comprender. Sus enseñanzas se transmiten en un lenguaje universal: el alimento».
Entre sus páginas asistimos al esfuerzo por recuperar la memoria de los pueblos indígenas, por validar científicamente muchos de sus conocimientos prácticos, reducidos a folklore. Al acabar el libro uno tiene la sensación de que nos sobran diagnósticos, y que a la vez carecemos de la capacidad de emocionar y movilizar el deseo de vivir de otra manera entre quienes nos rodean.
Más de cuatro siglos después de la descripción de Utopía, lo indígena sigue vivo y representa una posibilidad de retroinnovación, es decir, de innovar tomando como punto de partida ideas y formas de funcionamiento virtuosas de sociedades tradicionales. Las cosmovisiones indígenas pueden ser inspiradoras para desarrollar nuevas narrativas, pues humildemente y sin idealismos nos ayudan a replantearnos nuestras relaciones con los otros y con la naturaleza. Nos invitan a hacernos nativos del lugar que habitamos y a comprometernos colectivamente en su cuidado.
Hoy somos plenamente conscientes de que tener razón no es suficiente, puede que efectivamente esté llegando el momento de hacer el indio.
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