Durante la manifestación del 8M algunas personass estuvimos divagando sobre la evolución del movimiento feminista en los últimos años como inspiración para el ecologismo, su potencialidad para estimular la imaginación política.
Hay una sugerente idea planteada por David Graeber que afirma que la violencia estructural suele generar estructuras sesgadas o asimétricas en la imaginación. Las víctimas tienden a preocuparse y tener más empatía por conocer la forma de ser de quienes les oprimen. Los oprimidos suelen preguntarse por las motivaciones, las razones y las formas de entender el mundo de sus opresores: sirvientes informando y debatiendo a escondidas junto a los esclavos sobre cómo actuaban los blancos, indígenas reflexionando sobre las cosmovisiones occidentales que les colonizan, mujeres poniéndose en el lugar de los hombres… El autor muestra un ilustrativo ejemplo al narrar los reiterados resultados de un ejercicio, realizado en diversos colegios en los que ha trabajado, por el que solicita al alumnado que imagine cómo sería su vida si cambiaran de sexo y que plasmen sus reflexiones en una redacción. Las chicas desarrollan extensos y detallados informes, mientras de forma generalizada los chicos muestran resistencias, no lo hacen o explicitan que ni saben, ni quieren saberlo. Algo similar sucede en una macroencuesta realizada a miles de jóvenes de España entre 16 y 19 años, en la que les preguntan por sus referentes sociales. Ante la cuestión ¿a quién quieres parecerte de mayor?, las chicas escogen indistintamente referentes masculinos y femeninos mientras que los chicos solo escogen hombres.
La conclusión es que los beneficiados por la opresión pueden permitirse ser indiferentes y reducir sus niveles de empatía, mientras que los oprimidos están obligados a hacer un mayor esfuerzo interpretativo de la realidad. Ese empeño de los oprimidos por comprender qué y quiénes les oprimen, resulta más sencillo cuanto más fácil es definir las fuentes de la opresión y que estas se puedan identificar con “otro”. La empatía y la complicidad cognitiva son el sustrato en el que pueden crecer dinámicas transformadoras ante un entorno que tiende a su destrucción, como nos recordaba recientemente Amador Fdez. Savater.
La cosa se complica al tratar de trasladar esta aguda reflexión a conflictos en los que resulta complejo responsabilizar nítidamente a un “otro”; pues nos cuesta identificarnos simultáneamente como causantes y como víctimas, como opresores y oprimidos. Gestionar las contradicciones existenciales que emergen es una tarea difícil, cuando nuestras creencias y nuestros comportamientos no son coherentes tendemos a modificar alguno de los dos para reducir el malestar que nos provoca esta incongruencia. Recordemos a algunos colectivos estudiantiles del post 68 abandonando los estudios para ir a las fábricas, proletarizándose para comprender y legitimar su intervención en el movimiento obrero; mientras que otros reintrepretaban la realidad con cinismo para terminar justificando su plena integración en el sistema, como los yuppies que venían de ser hippies. ¿No hay otras formas más imaginativas de explicitar, compartir y lidiar con las contradicciones?
La crisis socioecológica nos plantea una serie de contradicciones, la más evidente es que en primer lugar no la percibimos o minimizamos sus consecuencias, como ha constatado la psicología ambiental. No somos conscientes de los peligros invisibles (radioactividad, calidad del aire, contaminaciones, pérdida de biodiversidad…), de las transformaciones irreversibles que suceden a ritmo lento (cambio climático, deterioro de los servicios de los ecosistemas, agotamiento de recursos…), de los impactos que se dan en espacios distantes (deforestación, monocultivos industriales, isla de plástico...) o de aquellos que afectan a personas desconocidas.
Una vez que logramos asumir la existencia de la crisis ecológica, tenemos que hacer frente a otra serie de errores cognitivos que nos conducen a subestimar los riesgos que esta representa. La evaluación de riesgos tiene una dimensión más objetiva, ligada a saberes técnicos, científicos o expertos, que suele resultar fría, distante e incluso desconocida por parte de la ciudadanía; y otra dimensión subjetiva, que es la que finalmente tiene mucho mayor peso a la hora de orientar la toma de decisiones de la gente.
Históricamente se pensaba que lo normal es vivir un proceso de concienciación, por el cual cambiamos nuestros valores y creencias, para finalmente modificar nuestros comportamientos. Un esquema que contiene una buena dosis de verdad, pero que peca de exceso de racionalización y debe ser complementado con algunos de los descubrimientos recientes de la psicología ambiental, que afirman que en bastantes ocasiones cambiamos nuestras prácticas y posteriormente las racionalizamos. Muchas pautas de conducta no son fruto de decisiones conscientes e intencionales, sino que responden a cambios en los hábitos y procedimientos, que con el tiempo se vuelven consistentes en nuestra personalidad y forma de entender el mundo. Aunque parezca contra intuitivo puede que lo que más sensibilice sea la propia existencia de prácticas alternativas, acciones inspiradoras o buenos ejemplos que demuestren que el mundo puede cambiarse aunque sea un poquito.
Y aquí aparece el 8M que nos recuerda que un movimiento social que piensa es aquel que da que pensar, y el feminismo se ha convertido en uno de los más exitosos a la hora de situar sus demandas en la esfera pública y de condicionar la agenda política. Un karateca contaba que cuando debía romper un bloque de hielo de un golpe, antes de decidir golpear ya había roto el bloque en su mente; pues de lo contrario, si dudara, se rompería la mano. Una fracción de segundo en la que la victoria se ha logrado antes de consumarse. El feminismo ha decidido este año ponerse delante un bloque de hielo, un desafío que le obligaba a ir más allá de las movilizaciones rituales e impulsar un acontecimiento donde confluían un imperceptible trabajo de décadas y la motivación añadida ante una singular protesta.
Llegamos al 8M y el bloque de hielo ya estaba roto, solo faltaba escenificarlo con un repertorio de acción muy variado, flexible e inclusivo donde cada mujer podía encontrar múltiples maneras de implicarse en función de su situación vital. Una narrativa que ha sido capaz de hacer inteligibles diversos conflictos de forma simultánea, sin priorizarlos o superponerlos (brecha salarial, violencia machista, redistribución de las tareas de cuidados, techos de cristal…), generando resonancias y complicidades entre ellos. Un relato encarnado, capaz de apelar desde el cuerpo y lo íntimo a la vida cotidiana, conectando la esfera pública global con la experiencia compartida por millones de mujeres de distintos niveles socioeconómicos, generaciones, razas y culturas.
Durante esta anómala huelga hemos asistido a una sociedad en movimiento, que diría Zibecchi, más que a un movimiento social. Una movilización masiva que ha conseguido sus objetivos desde la noviolencia, sin renunciar a la conflictividad pero eludiendo la confrontación. Destacando la implicación activa de las periodistas y, por efecto arrastre, de sus medios de comunicación, que han funcionado como legitimador y amplificador de la convocatoria.
Yo llevo desde el 8M interrogándome sobre como estimular la necesaria imaginación del ecologismo. Comparto algunas preguntas y reflexiones en voz alta.
Igual que nadie echa de menos a un desconocido, nadie se moviliza por algo que no desee, le emocione o sienta que le afecta profundamente. ¿Qué experiencias cotidianas de ecodependencia somos capaces de compartir con complicidad desde el ecologismo con nuestros vecinos y vecinas?,¿Hay algo más transversal que la naturaleza que compartimos y de la que depende la reproducción de la vida?
El feminismo ha generado un nuevo sentido común en su disputa por nombrar la realidad, las ideas invitan a las ideas y son las principales armas en la lucha por definir o ser definido. Desde el ecologismo nos cuesta hacer poesía de nuestros informes y estadísticas, tenemos problemas para traducir nuestros saberes expertos en un lenguaje compartido y no hablamos lo suficiente en primera persona. ¿Qué conceptos se han popularizado desde los ámbitos ecologistas para nombrar la realidad de forma acertada?, ¿Qué palabras o metáforas hemos sido capaces de trasladar al imaginario social? Extractivismo, huella ecológica, justicia ambiental, antropoceno, ecofeminismo… serían algunos de los conceptos más útiles y explicativos que se han generado, pero aún quedan distantes de la gente común.
Algunas de las luchas que mejor han funcionado son las que han movilizado comunidades locales y defendido cuestiones sentidas (territorio, identidad colectiva, patrimonio, agua…) como las campañas contra el fracking o en defensa del agua pública, donde lo ecológico permeaba otras demandas más próximas a la ciudadanía.
¿Cómo situamos la cuestión ecológica en la literatura, el arte, el cine o las series de televisión?¿Cómo dialoga o se integra el ecologismo con el sindicalismo o el mundo rural?, ¿Cómo conversan los ecologismos de las sociedades enriquecidas y los de las empobrecidas?, ¿Es posible resignificar el Día de la Tierra como movilización ilusionante?...
Lo que más cercena la creatividad es dejar de buscar soluciones nuevas por creer que la obtenida es la idónea. El ecologismo necesita hacerse muchas preguntas pues nos urge superar las limitaciones ópticas propias, así como las de las personas y colectividades que nos rodean. Necesitamos mucha imaginación para hacer visible lo invisible, presente lo ausente y pensable lo impensable.