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Mercados agroecológicos, Pacto de Milán y nuevos comunes

Octubre nos aguarda en Valencia con una nueva cita del Pacto de Política Alimentaria Urbana de Milán, el llamado Pacto de Milán. De Banjul (Gambia) a Belo Horizonte (Brasil), más de un centenar de ciudades han declarado su compromiso con sistemas agroalimentarios sostenibles e inclusivos. Las ciudades son un voraz depredador de recursos alimentarios y energéticos. ¿Cabría pensar que en ellas podemos encontrar las soluciones para reconstruir sistemas agroalimentarios localizados? Ciertamente no, el mantenimiento de la biodiversidad, la reducción de la huella ecológica o las políticas frente al avance del cambio climático nos obligan a tener planteamientos territoriales más amplios, más complejos, más extensos.

Sin embargo, el Pacto de Milán puede ayudar y mucho a reclamar un derecho a la alimentación y a revitalizar una producción más acorde con las potencialidades de un territorio (recursos disponibles, comercialización directa, variedades y productos de temporada, mundo rural vivo) en el afán de crear cuencas alimentarias “resilientes”, como señala el propio Pacto. Puede ser un aldabonazo que contribuya a expandir dinámicas más descentralizadas y que dote de más autonomía a los habitantes de un territorio para construir sus mercados, sus sistemas económicos, sus formas de cuidar la vida.

Por ejemplo, puede ayudar a desarrollar redes de producción y consumo basadas en el Derecho a la Alimentación y no en la capacidad de los mercados globalizados para apropiarse de las cadenas alimentarias. Pero ese poder, para ser un poder real y sostenido en el tiempo, ha de descansar en el empuje social que ya viene ofreciendo alternativas a los mercados convencionales. Sólo así se ganará en autonomía territorial real que pueda animar la construcción de economías inclusivas, pegadas al territorio.

¿Dónde encontrar ese empuje social? ¿Qué otros mercados agroalimentarios están siendo construidos? Los mercados agroecológicos, bajo diferentes tipologías y operando a distintas escalas, son una realidad en el presente. Son “economías vivas” renovadoras y a la vez fuertemente conectadas a manejos históricos, a costumbres de cuidar la tierra a la vez que cuidamos de nuestro alimento y de nuestros lazos sociales.

Así, por poner un ejemplo, en los países centrales los rescoldos de la crítica a una modernidad devoradora se refugiaron en manejos campesinos, presentes en valles y serranías alejadas de las grandes urbes; en la voluntad cooperativa de las economías de cuidados (aupadas sobre hombros de mujeres, pero también en dinámicas locales de apoyo mutuo); o en proyectos sociales y políticos que animaban la (auto)gestión local, en clave de autonomía comunitaria o de mimbres libertarias.

En otras latitudes, la existencia de una tradición de mingas (minkas), ejidos o comunidades indígenas da pie de forma ancestral a la pervivencia (actualizada en algunos casos) de los mercados de proximidad que cumplen una función de cohesionar sociedades, equilibrar dietas o garantizar unos mínimos alimentarios. Son la red de Tianguis en México, los mercados campesinos en Colombia o en África Subsahariana. Y a pesar de que las grandes distribuidoras y acaparadoras de tierra luchan contra la reproducción de estos (nuevos) comunes, estas pequeñas-grandes iniciativas son las que nos alimentan el mundo. Representan la tradición universal de las economías de alta sociabilidad, no necesariamente circunscritas a lo local pero sí aupadas desde ahí, de las que daba cuenta la exploración de mercados que elaborara Karl Polanyi, las economías vivas a las que se refiere Vandana Shiva, el gobierno de los comunes para beneficio de las comunidades afectadas que sistematizara Elionor Ostrom.

El siglo XXI bien podrá traernos, aparte de una extrema derecha que apele al retorno del padre que nos guíe y nos controle, la aparición de prácticas que caminen hacia nuevos comunes: economías cooperativistas con acento en la autogestión y en la cogestión para construir nuevos mercados. Nuevos comunes que rechazan el ilusionismo horizontal que se vende bajo el desarrollo de nuevas plataformas comunicativas en internet. Nuevos lazos sociales que trascienden el “sálvese quien pueda” que aparece implícito en conceptos como “nichos de mercado”. Tecnologías con sentido común y territorial por encima de las apelaciones de las élites a embarcarse en una “agricultura inteligente” que favorezca aún más el mercado alimentario que controlan las grandes corporaciones. A la exploración de dichas prácticas le hemos dado el título de Rebeldías en común (Libros en Acción, 2017).

Así, a partir de apuestas municipalistas como el Pacto de Milán toman estabilidad prácticas que venían ya experimentándose, como los Ecomercados que aterrizan semanal o mensualmente en calles de grandes ciudades. Desde finales de los 90 somos testigos del boom de mercados sociales y grupos de consumo que reúnen a consumidoras y consumidores ávidos de recuperar una noción que supedite la idea de mercado al bien social. Agricultura soportada o apoyada por la comunidad, pero al mismo tiempo, posibilidad de lazos sociales que se recuperan, en medio del naufragio de las sociedades líquidas, a través de un mayor protagonismo colectivo sobre cómo nos alimentamos. Mercados sociales que coexisten con la satisfacción de otras necesidades (servicios, contactos, cultura) como nos ilustra La Tejedora en Córdoba. Comunidades que se (re)construyen y pasan a concretar acciones de gran escala desde premisas que potencian los llamados circuitos cortos: próximos en kilómetros, escasos en intermediarios, largos en poder cooperativo. La cooperativa BioAlai en Vitoria o Landare en Pamplona son buenos y actuales ejemplos.

Ante un sindicalismo agrario que se especializa en cogestionar la catástrofe y el suicidio colectivo que suponen los mercados globalizados y las “ayudas” de la Unión Europea, aparecen también iniciativas de grupos sindicales o de organizaciones más innovadoras dirigidas a enlazarse al territorio. Pienso en los mercados que auspicia COAG en algunas localidades de Andalucía; en la iniciativa Nekasarea de EHNE-Bizkaia que une baserritarras y ciudadanía; en proyectos de productoras que incorporan a consumidoras como es el caso de Subbética Ecológica; o en la propuesta de Punt de Sabor que viene fortaleciendo en Valencia la Unió de Llauradors i Ramaders a través de servicio directo y ecológico a supermercados y comedores junto con puntos de distribución local.

Esta coordinación territorial entre personas productoras tiene sus antecedentes en el cooperativismo agrario no vinculado a la integración vertical, aquel cooperativismo con prácticas cooperativas en su base y que evita convertirse en apéndice subordinado de Mercadona o de Eroski. Ejemplos de ello son iniciativas como la Xarxeta en Catalunya (Xarxa de Pagesos Agroecològics), la FACPE en Andalucía (Federación Andaluza de Consumidores y Productores Ecológicos). Desde ahí surgen las propuestas para construir sellos de calidad y lazos de confianza que sirvan para cuidar territorios y evitar los sellos “ecológicos” que parecen destinados a satisfacer a la exportación o mercados centrales de grandes empresas que concentran la tierra.

Territorio y mercado: dos lugares que habían sido obligados a divorciarse como idea y como espacios entrelazados, particularmente en las partes del mundo más próximas a las entrañas del monstruo capitalista. Mercado y creación de lazos para cuidar(nos): dos acciones que buscan desafiar la mercantilización propuesta por las grandes superficies y los grandes fondos de inversión que hacen cotizar parte de nuestra alimentación en las bolsas internacionales. Territorio-mercado-cuidados como exponente de una Agroecología en 3C: circuitos cortos, cooperativismo, cuidados de territorios y personas.

Pero soy, que dijera el poeta, un optimista informado. Y les informo también que los mercados agroecológicos están en disputa: como lugar, como acción social y como concepto mismo. Como lugar porque se vende humo relocalizado que enmascara mercados para una riqueza global y nuevamente abstracta. Las líneas de supermercados en ecológico apoyan (parcialmente) la producción eco y local, pero también nos meten en el embudo distribuidor y eso significa dependencia y control sobre las espaldas de las productoras. Las llamadas economías colaborativas ofrecen el espejismo de “comunicación directa” por internet, cuando en muchos casos es comercio que no propicia encuentros cooperativos, territorializados capaces de empoderar a pequeños productores. Ése es el defecto de proyectos como La Colmena que dice sí.

La propia Unión Europea intenta colocar sus mercados en el centro de un hacer que se vende como “más sostenible”. A escala continental potenciando la llamada “economía circular”: mismos mercados pero ampliando al tema de reciclaje. Y aupando las soluciones locales de mercado que plantea, de manera intencionadamente confusa, la llamada “economía del bien común” de Christian Felber: responsabilidad social corporativa para empresas bajo una “libertad condicional” del mercado y los precios.

Todo ello crea nichos de mercado, pero no desbarata las estrategias monopolísticas de la gran distribución, el control de los mercados de abastos por una oligarquía mundial (el hub alimentario de MercaBarna) o más local (mercados de abastos en manos de familias “autóctonas” y sin atención al derecho ciudadano a la alimentación y la producción periurbana). Tampoco apunta a promover una dieta adaptada al territorio cercano, con menos presencia de carnes, pesticidas, grasas saturadas y emisiones de CO2.

En lo conceptual, la palabra agroecología aparece crecientemente reducida a una condición técnico-capitalista, como sinónimo de sustitución de insumos, mercados “verdes”, certificación que no se basa en la reducción de huella ecológica y en la defensa de la biodiversidad, o contemplada como un proceso de ingeniería científica de reducción de impactos o de producción de modelos de metabolismo generales donde la gente y la pequeña producción no aparecen por ningún lado a la hora de construir diagnósticos y alternativas.

Por su parte, las personas productoras no siempre son dueñas de su acción. La presión sobre la obtención de renta a corto plazo, el acceso a insumos “baratos” y la necesidad de colocar producto los sitúa más en la innovación urgente que en la transición hacia otras gramáticas económicas, permeadas por esos lazos que van construyendo una Agroecología en 3C. Si tuviera que enumerar 5 principios para tener un primer análisis de qué es un mercado agroecológico diría que plantea: economías viables para la gente que produce y desde economías donde el petróleo será una reliquia; territorios habitables que se viven a través de cuidados de bienes comunes y tecnologías de vida larga, adaptadas y fácilmente reparables; mercados que evolucionan como lazos sociales que reproducen bienes cooperativos en la producción, la distribución y con las personas consumidoras; sistemas agroalimentarios localizados que democratizan saberes, logísticas y accesos alimentarios sin desigualdades de clase socioeconómica o de género; y, por supuesto, mercados que contribuyen a una diversidad de sabores, paisajes y formas saludables de avanzar en una soberanía alimentaria.

Octubre nos aguarda en Valencia con una nueva cita del Pacto de Política Alimentaria Urbana de Milán, el llamado Pacto de Milán. De Banjul (Gambia) a Belo Horizonte (Brasil), más de un centenar de ciudades han declarado su compromiso con sistemas agroalimentarios sostenibles e inclusivos. Las ciudades son un voraz depredador de recursos alimentarios y energéticos. ¿Cabría pensar que en ellas podemos encontrar las soluciones para reconstruir sistemas agroalimentarios localizados? Ciertamente no, el mantenimiento de la biodiversidad, la reducción de la huella ecológica o las políticas frente al avance del cambio climático nos obligan a tener planteamientos territoriales más amplios, más complejos, más extensos.