La normalidad se ha quebrado. De un modo brusco y para muchas personas inesperado, nos vemos obligados y obligadas a permanecer en casa. El Estado ha tomado el control de algunas empresas y las camas de hospital se extienden a hoteles y recintos feriales. Militares y policías regulan nuestros movimientos. Los actos más cotidianos quedan proscritos en lo que algunas personas, como el presidente Macron, ya han bautizado como un “estado de guerra”. Menos transportes en coche, espacios públicos vacíos, consumo bajo mínimos –sólo las tiendas de alimentación y farmacias permanecen abiertas–, etc. Nos esperan al menos otros quince días más de excepción (y probablemente bastantes semanas o meses más), en los que lo único que sobrevivirá de nuestra vida cotidiana será el uso de internet. Estos días son, y serán, también de angustia por nuestros seres queridos más frágiles y vulnerables. Y no solamente por quienes son susceptibles de enfermar y morir, sino también por quienes durante y tras esta crisis se encontrarán sin empleo, sin casa o en unas casas donde el confinamiento deviene en hacinamiento, con dificultades para llegar a fin de mes, con más precariedad aún de la que ya tenían y/o incapaces de cubrir las tareas de cuidados que tenían impuestas, que además son más imprescindibles que nunca. Una vez más, la crisis recae sobre todo en la población que peor estaba.
Por obra y gracia de un microbio, un ser minúsculo (ni siquiera un ser vivo propiamente) como el coronavirus SARS-cov-2, hemos hecho lo que no fuimos capaces de hacer a lo largo de estos decenios últimos. Momento de parar, nos decía el artista César Manrique en 1985. Parar en seco, remachaba el novelista y poeta William Ospina en 2017, pues “un planeta que durante milenios ha sido el escenario más propicio para la vida podría transfigurarse ante nuestros ojos en una morada inhóspita”. Hemos parado en seco, pero no lo hemos hecho como defendemos desde el ecologismo, con justicia social y democracia, sino generando situaciones que, si no actuamos con la misma contundencia que necesitamos contra la pandemia, pueden ser devastadoras para enormes sectores de la población. Quizá podamos aprovechar esta pausa forzada para una reflexión que transcienda lo inmediato.
Más allá de la valoración que podamos realizar sobre el papel que los medios de comunicación han jugado en crear este estado de excepción sobre los peligros de sacar el ejército a la calle y hacerlos responsables de la gestión civil, sobre las consecuencias del repliegue en hogar es sin tener a veces suficientemente en cuenta las relaciones que se dan dentro de ellos o de la regulación de la vida cotidiana a golpe de decreto-ley, el coronavirus dejará tras de sí una enseñanza para toda una generación: la “normalidad” no es algo inamovible, puede cambiar a peor… pero también a mejor.
En un Estado sobredesarrollado y desigual como el nuestro y tras dos generaciones sin guerras y sin grandes convulsiones más allá de la crisis de 2008, sentimos por primera vez en toda su extensión la fragilidad de un orden global que, vivido desde dentro, habíamos percibido como prácticamente invulnerable (que no justo, sostenible, razonable o deseable).
Debemos además ser conscientes de que, lejos de tratarse de un episodio excepcional, esta pandemia será la primera de muchas de las grandes convulsiones y crisis que están por llegar. Como exponen con claridad algunos artículos como el de Nafeez Ahmed o voces desde China, en la base de esta pandemia se encuentra la extensión incontrolada y exponencial del modo de vida capitalista industrial a todo el mundo. Los masivos cambios en los usos del suelo, entre los que destacan la deforestación y la urbanización, han supuesto la fragmentación de hábitats y la creación de espacios favorables para la propagación de los vectores transmisores de enfermedades, en particular mosquitos. Las enfermedades transmitidas de animales a seres humanos, como el coronavirus, están íntimamente ligadas a la deforestación masiva, la alteración de ecosistemas, la masificación de la ganadería industrial, y, en general, una destrucción ecológica de tipo sistémico.
Pero no es únicamente que los vectores biológicos aumenten, sino que el enorme nivel de interconexión de nuestras sociedades las hace especialmente vulnerables a este tipo de fenómenos. Muchas de las rutas de propagación del virus han coincidido precisamente con las rutas de transporte aéreo facilitadas por el turismo y la actividad mercantil. En los últimos días hemos sido quizá más conscientes que nunca de hasta qué punto las cosas que consumimos proceden de lugares lejanos, sobre todo de China. La globalización neoliberal, con su dependencia del transporte a larga distancia, hace que apenas existan lugares a salvo de un fallo sistémico con efectos a su vez globales. Hemos entrado en la era de lo imprevisible y la inseguridad continua. Sobre todo si tenemos en mente el peso determinante de la economía financiera sobre el resto de la economía y, por lo tanto, sobre la vida social en todo el mundo. Es muy probable que esta pandemia haya disparado el inicio de una nueva recesión que ya venía fraguándose y que, como en 2008, haga tambalearse al mundo.
La extensión del capitalismo industrial no sólo devasta el territorio, sino que transforma el clima. Tras casi dos años de movilizaciones masivas y mundiales por el clima, 2020 sigue trayéndonos pésimas noticias. Las temperaturas no dejan de aumentar, la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera sigue creciendo y los efectos de la crisis climática se agravan. Pese a la dificultad de obtener datos en la situación actual, se calcula que el coronavirus ha matado ya a más de 15.000 personas en todo el mundo. Una cifra que no deja de aumentar y que esconde el verdadero drama social de las muertes de miles de personas que ni siquiera pueden dar el último adiós a sus seres queridos. La frustración es aún mayor si se tiene en cuenta que algunas de ellas podrían haber sido evitadas de contar con unos servicios sanitarios públicos fuertemente debilitados por las políticas neoliberales.
Sin embargo, en los últimos 19 años, el clima extremo generado por el cambio climático, ya ha causado 500.000 muertes. Y la previsión es que entre 2030 y 2050 se producirán 250.000 muertes adicionales al año solo por la incidencia del cambio climático en la malnutrición, la malaria, así como las muertes por diarreas y olas de calor. Sería un error pensar que esas cifras hablan de otros lejanos. Muchas de esas personas, como hoy, podrían ser nuestros seres queridos. O incluso nosotras y nosotros mismos. Uno de los fenómenos que precisamente se está viendo ampliado y reforzado por la emergencia climática son las pandemias. Todos los fallecimientos que tengan detrás causas humanas son inaceptables, independientemente de su número. Todos causan dolor. Pero a la hora de actuar no podemos dejar de lado a los que ya están afectando a más personas.
Y la crisis climática no es nuestro único problema. Para no entrar en crisis, el capitalismo requiere de un crecimiento económico exponencial sostenido. Un crecimiento que es absolutamente dependiente del petróleo, pero también del carbón, el gas natural, el uranio, el litio, el coltán, las tierras raras... Ahora bien, todos estos recursos son finitos. Muchos de ellos ya están dando síntomas claros de entrar en una fase de declive en su disponibilidad. Además, estos recursos, tras ser extraídos y utilizados, desgarran cada día más la delicada e imprescindible trama de la vida. Nuestra situación es muy difícil: la crisis capitalistas conllevan un enorme sufrimiento social y exacerban la desigualdad, pero el funcionamiento normal y “saludable” del sistema es sociocida y ecocida.
Necesitamos valorar los impactos para la vida (desde luego también la humana) de ese ecocidio. Un planeta donde la temperatura aumentara “sólo” 3 o 4 grados sobre la temperatura pre-industrial, sería un planeta con unos ecosistemas totalmente devastados. Donde el frágil equilibrio de la vida, tan arduamente trenzado durante milenios, no se podría mantener. Sería una distorsión equivalente a la de un meteorito catastrófico como el que presumiblemente terminó con los dinosaurios. En un planeta así, los seres humanos tendríamos grandes problemas para sostener la producción agrícola y obtener suficiente agua potable. No podríamos vivir. La cuestión no estaría sólo en preservar nuestro orden social, sino nuestra propia existencia.
Durante mucho tiempo se habló de que los efectos de la degradación ecológica no eran globalmente palpables. Pero hoy vemos que son altamente destructivos para muchas de las especies animales y vegetales que pueblan el planeta y para el conjunto de sus habitantes. El coronavirus es prueba de ello, pero también la borrasca Gloria o el descenso de los recursos hídricos disponibles en nuestro Estado en un 20% en los últimos 25 años. Además, la mezcla entre crisis sistémica y orden socioeconómico desigual impulsa que estos impactos recaigan sobre las poblaciones más empobrecidas del planeta. Una muestra son las diferentes guerras por los recursos que azotan África, Asia o América Latina, lugares en los que los impactos de nuevas epidemias, del cambio climático y otros problemas sanitarios y ambientales se llevan ya la vida de decenas de miles de personas cada año. El precio de nuestra “normalidad” es un “estado de guerra” permanente contra la naturaleza y contra las clases populares de todo el mundo.
Hay quienes piensan que es imposible pensar en la transformación profunda de la actual dinámica política, económica y social. ¿Cómo poner en cuestión el dogma del crecimiento? ¿Cómo impulsar transformaciones en nuestros modos de vida, en nuestra forma de consumir, producir, disfrutar o desplazarnos? Sin embargo, hoy vemos que la mayoría de la población entiende que su responsabilidad, más allá de las medidas imprescindibles que deben desplegar los Estados e instituciones internacionales, es precisamente transformar de raíz su vida cotidiana. Y asumimos ese esfuerzo precisamente para proteger a quienes son más débiles y vulnerables, para proteger la vida y la salud. No deja de ser paradójico que la población infantil y juvenil, que tiene poco riesgo en esta pandemia, esté encerrada en sus casas en solidaridad con la población adulta, mientras que esa población adulta no muestra el mismo comportamiento solidario legando un planeta devastado a quienes ahora empiezan su andadura en él.
Estamos viviendo días en los que la solidaridad se extiende. La centralidad de la atención y el cuidado a las personas más frágiles nos hace más conscientes de nuestra propia fragilidad y de que sin cuidados la vida humana no puede existir. Cuidados que tienen que ser colectivos y repartirse entre todas las personas. Vecinos y vecinas tratan de apoyarse mutuamente para sufrir en la menor medida posible los impactos económicos de esta pandemia. Cooperativas y grupos de consumo siguen funcionando para garantizar el suministro de alimentos y la supervivencia de aquellas personas comprometidas con una producción que a la vez garantiza el sostenimiento de la naturaleza. La patente fragilidad de los sistemas en los que descansan nuestros actos más cotidianos hace que conceptos como resiliencia, soberanía energética y alimentaria o relocalización productiva adquieran una nueva actualidad. Además, la fuerza de la situación actual está haciendo que, con fallas e imperfecciones, lo público se acerque a lo común. La situación está forzando a muchos Estados a poner parte de sus recursos, todavía una parte insuficiente, al servicio de quienes sufren y sufrirán los peores golpes de la crisis económica y sistémica que está en ciernes. Hoy, muchas personas se están comprometiendo con la justicia social para hacer que, de verdad, más allá de un eslogan, nadie se quede atrás, y de ese modo garantizar que los cuidados no se cubran a base de la explotación injusta de las mujeres.
Una vez pase una pandemia, que puede ser larga y difícil, las medidas económicas, ecológicas, sanitarias y sociales destinadas al bien común deberán seguir ampliándose y sosteniéndose, todo lo cual requerirá sin duda de una defensa y acción contundente. Las oligarquías empresariales y políticas tendrán que ser forzadas a poner al servicio del común sus recursos. Habrá que cerrar con contundencia la puerta de una reinauguración del austericidio o de salidas xenófobas y neofascistas, opciones que muchos sectores sociales no dudarán en presentar como las alternativas a seguir.
Pero esta centralidad de la vida, la salud y los cuidados, este compromiso con el entorno ecológico, la justicia social y con la defensa de las personas más vulnerables, no puede convertirse en un argumento que legitime la idea de que la salida a la previsible crisis económica sea la vuelta a la “normalidad”. La normalidad de unos Estados del bienestar petrodependientes, sostenidos de manera insostenible por la desigualdad sistémica Norte-Sur. La normalidad de unos Estados oligárquicos, de un planeta hostigado, de unas vidas alienadas y dependientes del mercado. Esa normalidad nos conduce al abismo. Necesitamos, por tanto, crear una nueva “normalidad”, un nuevo modo de vivir que se preocupe por la gente, por sus hijos e hijas, por su futuro –en todas las partes del planeta, no solo en los estrechos márgenes de nuestro territorio–, a la vez que por el conjunto de la vida. Que se preocupe de una biosfera (Gaia) que nos acoge. Estamos conectados a una red vital compleja y hermosa. Una Gaia que genera las condiciones necesarias para que la misma vida florezca. Verla como enemiga separada de nosotros es vernos a nosotros mismos como enemigos. Necesitamos un modo de vida que asuma en toda su profundidad que, más allá de nuestras múltiples limitaciones, como seres y como sociedades, somos (y seremos) seres interdependientes y ecodependientes. Esto no es un deseo lanzado al aíre, sino que se apoya en múltiples iniciativas que ya están en marcha y que abarcan cada vez a más sectores y a más porcentaje de la población.
Es urgente cambiar de dirección cuanto antes para evitar que la nueva normalidad de las décadas por venir sean situaciones mucho peores que las actuales. Al fin y al cabo, hoy estamos dentro de casa pero seguimos teniendo agua, energía, alimentos… ¿Qué ocurriría ante una crisis de acceso al petróleo, ese líquido negro, que sustenta casi toda la economía? ¿O al gas natural? ¿Qué efectos tendría un cambio climático desbocado que pusiera en riesgo la agricultura y la ganadería a nivel mundial? Un decrecimiento material radical (pero selectivo para los más necesitados del mundo que nada o poco tienen) es un horizonte que no podremos evitar en el futuro cercano. Por eso, el debate más importante se refiere a cómo hacer que su aplicación refuerce la lucha por la justicia social y la construcción de sociedades realmente democráticas. Quizá deberíamos ver en esta cuarentena impuesta, además de las dificultades cotidianas y el enorme sufrimiento social que está conllevando, la ocasión –quizás única- para realizar una reflexión radical: es el momento de parar, de parar en seco, y de reorientar la deriva que nos lleva hacia un colapso catastrófico para las mayorías sociales. Tenemos la fuerza de valorar de nuevo lo común. Tenemos la fuerza de nuestra empatía hacia el dolor y las necesidades de los desamparados, débiles y frágiles. El coronavirus pasará y después de él la crisis será probablemente permanente. Será entonces cuando resulte más importante que nunca apelar a la cooperación pese a la competencia, apelar a la generosidad y solidaridad pese al egoísmo, apelar al amor pese a los odios y rabias sin control. Hemos parado. Ahora hay que cambiar de dirección hacia sociedades realmente sostenibles, justas y democráticas.
Texto elaborado por: Adrián Almazán, Joseba Azkarraga Etxagibel, Joan Benach, Eva Botella, Óscar Carpintero, Manuel Casal Lodeiro, Carlos de Castro, Xoán Doldán, Luís González Reyes, Giorgos Kallis, Alberto Matarán, Margarita Mediavilla, Amaia Pérez Orozco, Jorge Riechmann, Carmen Velayos.