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Sobre las propuestas energéticas de la Comisión Europea, la necesidad de decrecimiento y los planes A, B y C

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Para hacer frente a la crisis económica agravada por la pandemia de covid-19, y a medida que va enconándose la doble crisis climática y energética (lo que se ve venir da mucho, muchísimo miedo), las elites euro-norteamericanas han puesto en marcha algo que tiene elementos de cambio estructural: se intenta una sedicente transición “verde y digital”.

Me voy a centrar en la cuestión energética –por su importancia en sí misma y porque la ceguera energética que padecen nuestras sociedades (ceguera termodinámica, en sentido más amplio) nos impide comprender lo que está pasando y actuar para evitar los escenarios peores.

El 14 de julio de 2021 la Comisión Europea aprobó una serie de medidas encaminadas a reducir las emisiones de GEI (Gases de Efecto Invernadero), que previsiblemente encarecerán el suministro energético y todo lo que depende de él (incluyendo el transporte y bienes tan fetichizados por las sociedades industriales como el automóvil). Según comenta la prensa, “las instituciones comunitarias temen que el castigo fiscal a suministros y servicios indispensables acabe provocando una revuelta similar a la de los chalecos amarillos en Francia, pero a la escala de todo el continente. ”Es realmente fácil hacer propaganda negativa a partir de las propuestas que hemos adoptado’, reconocía el comisario europeo de Economía (…). La propuesta de incorporar los edificios y el transporte a un mercado de emisiones aumentaría ligeramente la factura de conductores y hogares si el precio por tonelada de CO2 se sitúa en 30 euros. Pero la subida sería drástica si el derecho de emisión se eleva a 70 euros (…). Las recientes polémicas en España por el incremento en la factura de la luz muestran que cualquier de las propuestas de la Comisión puede ser la chispa de un incendio difícil de controlar.

Es obvio que el Plan A, seguir como hasta ahora (BAU son las siglas de Business As Usual) en el uso de la energía y todo lo que éste lleva consigo, ya no funciona –aunque la mayoría de nuestras sociedades siga sin asumirlo. Sólo razonar con un poco de realismo sobre el binomio energía-clima nos lleva rápidamente a esa conclusión.

El problema es que el Plan B que despliegan iniciativas de la Comisión Europea como las ahora reseñadas, o las análogas del Ministerio de Transición Ecológica en España, tampoco sirve. Se basa en premisas falsas (al menos según se están transmitiendo estas medidas a la sociedad): que es posible una transición energética al “100% renovable” sin merma del crecimiento económico, la prosperidad capitalista ni el bienestar ciudadano en una bien ordenada e inclusiva Sociedad de la Mercancía.

Pero no es así. Ni la fuerza del sol, ni la del viento (ni por descontado los agrocombustibles, ni nada de lo que técnicamente está a nuestro alcance), pueden sustituir a la energía superconcentrada de los combustibles fósiles, acumulada en el seno de la Tierra a lo largo de cientos de millones de años. Se trata de un regalo geológico irremplazable, y al mismo tiempo un regalo envenenado (tragedia climática). Así que la larga fase de descenso energético en cuyos prolegómenos ya nos encontramos nos llevará, o por las buenas o por las malas, a sociedades energética y materialmente más austeras.

El coche eléctrico constituye un ejemplar nudo de contradicciones que permite visibilizar la crudeza de nuestra situación: son, y serán, artefactos más caros y con peores prestaciones que los viejos autos movidos con gasolina o diésel. Y sus impactos ecológicos seguramente resultan mayores –si consideramos no sólo las emisiones de GEI, sino todo el ciclo de vida del vehículo, incluyendo sus elevadísimos requerimientos de materiales.

¿No hay salida? Sí, un decrecimiento rápido con niveles inéditos de igualación social (es decir, una rápida transición a una sociedad poscapitalista energética y materialmente austera). Ser capaces de asumir, por ejemplo, que el automóvil privado fue un lujo pasajero (para apenas una parte de la humanidad) que las sociedades sustentables sencillamente no pueden permitirse. Por ahí iría el Plan C que hoy parece del todo inabordable.

Pues ¿quién está hoy proponiendo una perspectiva semejante –vale decir, quién está haciéndose cargo de la realidad? ¿Quién dice la verdad a sociedades que padecen una intensa ceguera energética? ¿Dónde hallamos un poco de realismo termodinámico y biofísico? No en las elites capitalistas (al menos no en sus manifestaciones públicas), pero tampoco en las confundidas (y minuciosamente des-educadas durante decenios) mayorías sociales. Ni en los países del Norte ni tampoco en los del Sur global.

Los elementos de transición energética ahora puestos en marcha atrapan a los movimientos ecologistas en un dilema sin solución posible a corto plazo. Si dicen la verdad (“nos empobreceremos sí o sí, porque habremos de vivir con mucha menos energía; se trataría de gestionar ese empobrecimiento de forma igualitaria”) se ven reducidos a una posición de extrema marginalidad. No sólo porque chocan contra las expectativas de vivir mejor materialmente (o al menos no hacerlo peor) que sigue alentando la inmensa mayoría de la sociedad, sino también porque no se da, ni de lejos, una relación de fuerzas que permita rápidos avances en igualdad social. Todo lo contrario: la debilidad de la izquierda en sentido amplio (el “partido de la igualdad”) sigue siendo extrema en toda Europa, y no se atisban a corto plazo condiciones para una reconstrucción.

Pero –el otro cuerno del dilema– si los movimientos ecologistas (o los movimientos sociales críticos, más en general) se dejan llevar por la ola de las promesas (engañosas) de un “capitalismo verde” y próspero, “100% renovable”, han de contar con que esta ola se volverá contra quienes la han promovido en plazos relativamente breves. Pues los sectores populares europeos dirán algo así: “nos asegurasteis bienestar y prosperidad 100% renovable, pero nos estamos empobreciendo mientras que los ricos, ellos sí, se aprovechan de la situación”. Lo “verde” se verá desacreditado, y también pagarán justos por pecadores: la alianza de una parte de los movimientos ecologistas con el capitalismo verde pasará una gravosa factura.

Por otra parte, las ilusiones sobre el “100% renovable” fracturan necesariamente a los movimientos ecologistas entre quienes priorizan el rápido despliegue de infraestructura renovable (compartiendo, al menos parcialmente, aquellas “ilusiones renovables”) y quienes priorizan la defensa del territorio (a menudo sin suficiente perspectiva general y apoyándose de entrada en sentimientos NIMBY, Not In My Backyard: “que no me pongan el megaparque eólico y la nueva línea de alta tensión al lado de mi casa”).

“Renovables sí, pero no así”. ¿Entonces cómo? Lo que los movimientos ecologistas apenas se atreven a musitar: renovables sí pero empobreciéndonos materialmente (porque usaríamos mucha menos energía, aunque ello no implica que no podamos organizar una vida buena dentro de los límites del planeta Tierra). Alicia Valero suele insistir sobre lo siguiente: por unidad de electricidad generada, la eólica necesita 25 veces más materiales que las centrales térmicas convencionales (de gas o carbón). Y ¡la cantidad ni siquiera es lo más importante en estos dispositivos de alta tecnología para captar energía renovable! Se usa neodimio, disprosio, cobalto… casi toda la tabla periódica de los elementos, entre ellos muchos metales escasos y “tierras raras” –con los enormes impactos asociados a su extracción.

La presente “transición energética” en el Viejo Continente amenaza con llevarse a los movimientos ecologistas por delante, precisamente en la trágica coyuntura histórica en que más haría falta un ecologismo lúcido y pujante, capaz de organizar una transición socioecológica decrecentista. Pero, por el momento, lo ecológica y socialmente necesario aparece como política y culturalmente imposible…

Como no aprendemos apenas por las buenas, confiamos en el aprendizaje por shock: “sólo abriremos los ojos cuando nos demos el batacazo”. Pero hemos vivido un shock enorme a partir de 2008, con la crisis financiera (y luego económica generalizada); y luego otro tremendo shock a partir de 2020, con la covid-19. Y a estas alturas está claro que en esos choques no hemos aprendido casi nada… Nunca se borra de mi memoria aquella sabia advertencia de Stanislaw Jerzy Lec: “No esperéis demasiado del fin del mundo”.

Para hacer frente a la crisis económica agravada por la pandemia de covid-19, y a medida que va enconándose la doble crisis climática y energética (lo que se ve venir da mucho, muchísimo miedo), las elites euro-norteamericanas han puesto en marcha algo que tiene elementos de cambio estructural: se intenta una sedicente transición “verde y digital”.

Me voy a centrar en la cuestión energética –por su importancia en sí misma y porque la ceguera energética que padecen nuestras sociedades (ceguera termodinámica, en sentido más amplio) nos impide comprender lo que está pasando y actuar para evitar los escenarios peores.